El precio del poder
Por Daniel Kiper
Nadie lo dice con todas las letras, pero todos lo saben: en cada campaña se abren puertas sin picaporte, puertas que dan a pasillos donde no entra el sol. Por esas rendijas se cuela el dinero que no tolera la luz, ese dinero que viaja de noche, que no tiene ideales ni lealtad, pero siempre encuentra bolsillo. Entra como un susurro y se queda como un pulpo. Detrás de cada puerta hay tentáculos —a veces del crimen organizado, a veces de corporaciones que aprendieron que invertir en políticos sin moral es negocio más seguro que el oro—. Así, la corrupción no nace en el poder: nace en el camino hacia él, en el primer apretón de manos, en la primera sonrisa financiada.
La corrupción comienza antes de la elección, cuando la conciencia se vende antes del juramento, cuando el alma se arrienda antes del discurso, cuando el voto aún es promesa y el candidato ya tiene dueño. La raíz está ahí, en la forma de financiar la política: en esa carrera donde el dinero corre más rápido que las ideas.
El dinero oscuro no compra solo carteles o avisos: compra conciencias, compra voluntades, compra silencios. Un dirigente que llega debiendo favores ya no gobierna: obedece. Por eso la corrupción no es un acto; es un ecosistema, un bosque donde los árboles crecen torcidos porque el suelo está podrido.
Ese mismo mal —con otros nombres, con otros rostros, con idénticos objetivos— se filtró en el fútbol, que además de pelota moviliza contratos fabulosos. En los clubes, donde la pasión debería ser el único motor, circula también el dinero que huele a cloaca y no a tribuna: empresarios enquistados en los negocios deportivos, representantes que deciden quién juega, quién se vende, quién se calla.
Algunos señalan - como crítica . la austeridad de mi campaña en River sin advertir que es fortaleza y garantía. En parte tienen razón: gasto poco; y lo hago porque la independencia no tiene precio. En el fútbol, como en la política, quien paga con la conciencia no paga con su bolsillo: deja la factura en el tuyo.
Cuando un candidato necesita millones para que lo escuchen, su mensaje deja de ser suyo. Cuando el voto se compra con marketing, la democracia se vuelve un espejismo luminoso que se apaga el día después de las elecciones.
Por eso la gran reforma empieza en la mirada de los votantes. Hay que aprender a mirar no lo que los candidatos dicen, sino quién los sostiene cuando hablan. Preguntar de dónde viene cada peso, qué favores trae consigo, qué intereses esperan cobrarse en cuotas de poder. Porque la política —y también el fútbol— se ha llenado de hombres que hipotecan el porvenir y venden nuestro futuro como si fuera saldo de temporada.
Si no cerramos el paso a esas prácticas, seguiremos eligiendo a los candidatos mejor financiados y faltos de principios. No se trata de nombres: se trata de un sistema que volvió la representación en servidumbre. Una democracia endeudada no gobierna: obedece.
La política y el fútbol necesitan menos aventureros y más convicciones, menos dinero oscuro y más luz pública.
Solo así volveremos a creer —no en los que más gastan, sino en los que más sueñan—.
Y cuando esa aurora llegue, cuando la verdad recupere valor, recordaremos que la dignidad, como el amor a una camiseta, no se compra ni se vende: se honra.
Solo así volveremos a creer —no en los que más gastan, sino en los que más sueñan—.
Y cuando esa aurora llegue, cuando la verdad recupere valor, recordaremos que la dignidad, como el amor a una camiseta, no se compra ni se vende: se honra.
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