El siguiente es un trabajo del historiador Israel Lotersztain,desarrollado, elaborado y profundizdo a partir de una idea planteada originalmente por el historiador Dr. Luís Alberto Romero en el diario La Nación hace algunos meses.
1.- ¿Existió una Generación del 80?
Estamos a muy pocos años de que se cumpla el segundo centenario de la Revolución de Mayo, y por ello la época se presenta especialmente propicia para reflexionar sobre el presente argentino e intentar comparaciones con su pasado. Y para eso, merced a la sistemática prédica de muchos historiadores (y de mas de un político), ya es casi inevitable recordar como punto de partida para tales reflexiones que en ocasión del Primer Centenario la Argentina ocupaba, en el concierto de las naciones del mundo de entonces, el lugar relativo mas alto que alcanzara en toda su historia. Podemos discutir si era la séptima, octava o como mínimo la novena economía del planeta, pero no cabe duda que ocupaba un lugar excepcional, y que constituía un singular ejemplo de pujanza y de progreso. Son muy pocos los argentinos que hoy en día no contemos con algún ancestro que haya arribado a estas tierras por aquel entonces o, aún si lo hubiera hecho algunos años mas tarde, fue invariablemente y de alguna manera atraído por ese brillo, prestigio y posibilidades de progreso que el país deparara a sus habitantes al cumplir aquellos primeros cien años.
Y lo notable fue que el éxito se había logrado en relativamente poco tiempo. Hacia 1869, en ocasión del primer censo, el país seguía figurando entre los casi insignificantes del planeta. Pero los cuarenta años que siguieron a esa fecha lo habían modificado completamente: en población, producción, inserción en los mercados internacionales, infraestructura, educación, urbanización, etc. Estos éxitos a todas luces indiscutibles y asombrosos motivaron en un conjunto de historiadores una quizá exagerada y por momentos acrítica actitud de admiración por tan brillante evolución, admiración que hicieron extensiva a la dirigencia política y cultural de la época, a la que bautizaron con el significativo nombre de: “Generación del 80” (por 1880), y al proyecto político que habrían encarnado, elaborado y puesto en práctica como: “Proyecto del 80”.
Luís A. Romero arremete firmemente contra esta idea. Comienza señalando lo obvio: que en realidad no pudo existir ningún “Proyecto del 80” por dos razones más que contundentes. En primer lugar porque por entonces no se formulaban “proyectos”, ya que este es un concepto de planificación económica totalmente ajeno a la mentalidad y metodologías del Siglo XIX . Pero fundamentalmente porque si a través de algún milagro pudiésemos retornar a aquellos años y transmitirle a los dirigentes de aquel entonces que alguna vez, en el futuro, se los consideraría un grupo firmemente unido en torno a una idea-fuerza, o algo definible como un “proyecto”, y unidos al punto tal de llegar a ser calificados grupalmente como “Generación del 80”, sin duda pensarían rápidamente en dos alternativas sobre el futuro, ambas muy descorazonadoras para nosotros. La primera y más drástica: que un siglo mas tarde los historiadores argentinos se habrían vuelto completamente locos. O la segunda, alternativa menos drástica pero igualmente triste, que esos historiadores del futuro se caracterizarían por una total ignorancia de las realidades cotidianas que a ellos les tocaba vivir y, sobre todo, sufrir.
Es que cuando alguien se aboca al estudio sistemático de aquellos cuarenta años, como vimos tan exitosos, y analiza con cierto detalle y profundidad lo que hacían, escribían, enunciaban, proponían o debatían los dirigentes de entonces, pocas veces un historiador se encontrará con una expresión de tanta violencia, verbal pero también física, y con una dirigencia y una sociedad tan ferozmente divididas. Y por sobre todo y lo que sin duda constituía su peor característica, tan fácilmente dispuesta a verter la sangre de sus adversarios en los enfrentamientos que generaban. Esto lo prueban hechos absolutamente objetivos como el fallido levantamiento de Buenos Aires en 1874 frente a la elección de Avellaneda, los tan feroces combates de 1880 a los que dio lugar la elección presidencial de Julio A. Roca y que finalizaron como se sabe con la federalización de Buenos Aires y su amputación de la Provincia (¡combates en los que se habla de 3000 bajas en un país de escasos 2,5 millones de habitantes!), la Revolución del Parque de 1890 contra el régimen de Juarez Celman que, entre otras cosas, da nacimiento a la Unión Cívica Radical y en la que, también en la época, se hablaba de que se habrían contabilizado más de mil muertos… Y para completar esta larga lista de levantamientos armados debemos sumar las dos revoluciones radicales posteriores, de 1893 y 1905, que como vemos, sistemática y periódicamente conmovían al país durante esos cuarenta años de marcha hacia el progreso..
Lo anteriormente descripto se planteaba durante ese período a nivel nacional, pero a nivel provincial los hechos eran, si no tan dramáticos, igualmente complejos. No pasaba un año sin que se produjera una revolución en alguna provincia, revueltas más o menos sangrientas, a veces exitosas, a veces reprimidas por fuerzas propias o del Gobierno central. Y a eso se sumaban las intervenciones federales sistemáticas, generalmente decididas por decreto, que eran el arma característica de los presidentes contra las situaciones provinciales que no les eran adictas.
Hemos enumerado, como vemos, las turbulentas relaciones entre el oficialismo y la oposición. Pero en el seno del mismo oficialismo (el P.A.N., Partido Autonomista Nacional, que con el correr de los años daría origen al Partido Conservador) distaba de reinar la armonía. Son Julio A. Roca y Carlos Pellegrini quienes maniobrando hábilmente en el Congreso fuerzan la renuncia de Juarez Celman pese a que la revolución contra este ya había sido derrotada. Similares maniobras en su contra obligan a renunciar en 1894 a otro Presidente: Luis Saenz Peña. Y el Vicepresidente Figueroa Alcorta, en ejercicio de la Presidencia por fallecimiento de Manuel Quintana, debe cerrar el Congreso con la policía, gobernar por decreto, intervenir casi todas las provincias, para terminar, a través de estos métodos tan poco ortodoxos, con la influencia de Roca en el país y permitir el acceso de Roque Saenz Peña a la primera magistratura y por medio de su famosa ley oxigenar el clima político de la República.
Entonces ¿quiénes hablan de generación del 80 y proyecto del 80 esbozan tan solo una fantasía, o una mera expresión de deseos? ¿El enfrentamiento que señaláramos era constante, violento, sistemático y total? Estudiando aquellos años puede verse que la realidad no era exactamente así. Que existía por entonces, pese a la gravedad de los conflictos, un número sumamente limitado de temas, específicamente cuatro, en los que podemos inferir que prácticamente toda la dirigencia estaba de acuerdo. Y lo inferimos no tanto porque enunciaban o proponían acuerdos en torno a ellos sino porque actuaban sistemática y coherentemente en función de los mismos, tácitamente y por lo general sin necesidad de acordarlos explícitamente. Podían, desde luego, existir diferencias de matices sobre aspectos ligados a su implementación, y además no siempre la postura frente a los mismos fue absolutamente unánime, pero básicamente esos acuerdos funcionaron admirablemente en la práctica y lo hicieron por muy largo tiempo. Y lo especialmente notable fue que esos escasos cuatro puntos, acordados como vimos tácitamente, fueron sin duda alguna los que posibilitaron ese verdadero “milagro”del progreso argentino al que antes hiciéramos referencia. Por ello es sumamente interesante y aleccionador recordar cuales fueron esos aspectos, y como actuaron sobre la sociedad argentina.
2.- Los puntos del acuerdo de la “Generación del 80”.
El primer punto nos surge muy claro como una necesidad absolutamente perentoria tan pronto se analizan los resultados del censo de 1869: la población del país que ese censo reflejaba era tan solo de 1.830.000 habitantes. Puede imaginarse lo que esto significaba en un país ya del tamaño del actual, para colmo con los muy rudimentarios medios de comunicación disponibles en la época: se estaba frente a una nación absolutamente vacía. A ello debía agregarse, y sin que esto implique cualquier actitud o calificación peyorativa, que una parte significativa de esa población era aborigen, o sea que objetivamente no estaba preparada para las tareas que ya exigía la modernidad (arreglar una locomotora, por ejemplo). En resumen: en la Argentina de entonces no podían hacerse las cosas simplemente porque no existía casi nadie que pudiera hacerlas. Era por eso absolutamente necesario traer gente para trabajar. Y la gente por entonces estaba disponible en Europa y hacia allí se dirigieron sistemáticamente los esfuerzos argentinos para promover la inmigración. Propaganda de los cónsules, subsidio de pasajes, hoteles de inmigrantes, viajes gratis al interior… Esta política, destinada a materializar el slogan alberdiano (“Gobernar es poblar”) fue una constante exitosa y se mantuvo invariable en Argentina hasta la Segunda Guerra Mundial.
El segundo punto surgía también como necesidad evidente cuando se analiza ese mismo censo de 1869. El número de analfabetos que arrojaba era del 83%. Y los inmigrantes que llegaban no eran por lo general de un nivel cultural mucho más sofisticado que la población local. Si se quería ingresar rápidamente en el mundo moderno era imprescindible educar a esa población. Con los adultos sería muy difícil, por lo que se decidió centrar los esfuerzos en los niños. Se les enseñaría en primer lugar el idioma castellano (elemento fundamental de integración), a leer y escribir, las operaciones aritméticas elementales, nociones de geometría, geografía y sobre todo de Historia. Se elaboró para ello rápidamente una Historia oficial que reflejaba claramente las tendencias políticas imperantes, dotada con los próceres debidamente idealizados y demás ejemplos adecuados, con el objeto de generar en el imaginario social un mítico pasado muy funcional para unificar a niños de muy diversos orígenes. Y como difícilmente los padres aceptaran enviar espontaneamente los chicos al colegio apartándolos de las tareas agrarias u hogareñas, la educación debía ser obligatoria. Como sin duda tampoco aceptarían pagar por la educación esta debía ser gratuita. Y como no se quería que su religión alejara a algunos niños de la escuela, esta debía ser laica. (Esto motivó un intenso pero muy breve enfrentamiento con sectores católicos militantes, pero que, repetimos, rápidamente fue superado). La ley 1420, para muchos la mas exitosa de todas las leyes argentinas promulgadas a lo largo de su Historia, posibilitó que de 80.000 alumnos en escuelas primarias en 1869 se pasara a mas de 900.000 en 1910 y que se preparara para la Argentina un futuro de país razonablemente educado para la época y libre de problemas raciales o religiosos.
El tercer punto era igualmente obvio. Si se quería que esos inmigrantes se establecieran en las casi vacías pampas y trabajaran la tierra se les debía brindar un mínimo de tranquilidad en su labor. Y ello implicaba, además de partidas policiales recorriendo la campaña, fundamentalmente terminar con la constante amenaza de los malones indígenas. Y si bien esto para nada significa aprobar los métodos utilizados por Julio A. Roca, por momentos rayanos en una especie de genocidio y en la esclavización de los cautivos, el accionar del Ejército reduciendo definitivamente a las tribus y a los gauchos fuera de la ley fue quizá indispensable para poner en marcha en nuestra campaña a las explotaciones agrarias modernas. En otras palabras, era necesario brindar la mínima pero imprescindible seguridad física.
Por otra parte el inmigrante que llegaba con algún dinero naturalmente quería que cuando adquiriese aquí sus tierras esa operación quedara debidamente registrada, que al morir pudiese legar las mismas a sus descendientes, que cuando hiciera un contrato con un tercero y este último no lo cumpliera fuera la ley la que lo obligase a hacerlo…Todo el conjunto de circunstancias que hoy llamamos seguridad jurídica. Para ello se promulgaron los códigos civil y penal (¡se aprobaban a libro cerrado!), se establecieron los juzgados multirubro con jueces que aprendían lentamente a interpretar y aplicar esos códigos, etc. Seguridad física y jurídica fue el tercer punto en los que operó con mucho éxito el tácito acuerdo.
Por último si un inmigrante en Carlos Casares (a mero título de ejemplo) sembrase y luego cosechase lino, pero para llevarlo a los mercados internacionales hubiera debido cargarlo en una carreta y realizar con ella el largo viaje hasta llegar al Río de la Plata, y allí necesariamente trasbordarlo a una canoa para acercarlo hasta los barcos anclados lejos de la costa por miedo a quedar varados, el costo del flete sería tan elevado que volvería la venta de su producción prácticamente inviable. Era imprescindible construir una infraestructura productiva adecuada: esto implicaba puertos y por sobre todo una extendida red ferroviaria. Señalemos que en este último caso el proceso que guió su construcción fue anárquico, muy costoso y por momentos extremadamente corrupto, muy cuestionado por diversos sectores, pero de realización insoslayable para insertar plenamente a la Argentina en la economía mundial.
Y con esto finalizaban los acuerdos. Repetimos: por entonces y en todos los demás temas vigentes sobre el tapete de la opinión pública (fueran estos políticos, económicos, sociales) los desacuerdos eran explícitos y feroces, y como vimos solían terminar sangrientamente. En lo político el fraude y el no respeto por la voluntad popular eran notorios y producían conflictos sistemáticos y de extremada violencia. En lo económico los desacuerdos eran igualmente tajantes. A título de ejemplo, no existía consenso alguno sobre la promoción y protección de las industrias locales, sobre la conveniencia o no de la convertibilidad al oro de la moneda, sobre la forma de pago de la deuda externa, en la necesidad o no de un equilibrio presupuestario, en el sistema y cuantía de los aranceles de importación y la estructura impositiva en general, en la existencia o no de bancos oficiales, en la forma de disponer de la tierra pública, en la magnitud de los impuestos territoriales, en quien debía ser el desarrollador y propietario de los ferrocarriles... En lo social se promulgaron leyes represivas feroces que actuaban intentando aplastar al incipiente movimiento obrero, pero con grandes disidencias al respecto en el seno de la propia elite gobernante. Sin embargo en aquellos cuatro puntos anteriormente mencionados los tácitos acuerdos funcionaron admirablemente. Y tal como lo expresáramos anteriormente las condiciones del mundo en ese momento eran tan particulares, tan propicias, tan óptimas e ideales para el país, que ellos solos fueron suficientes para ubicar a la Argentina en el lugar relativo, en el concierto de la naciones, mas alto de toda su historia.
3.- ¿Los acuerdos de la “Generación del 2005”?
Y llegamos por fin al aspecto más desafiante y atractivo de la tesis de Luís Alberto Romero. Basado en lo anterior Romero postula que, probablemente por carecer de la perspectiva temporal adecuada y estar demasiado inmersos en los problemas y conflictos cotidianos, no podemos darnos cuenta que quizá también por estos días los argentinos hemos arribado a un conjunto de acuerdos, tácitos pero fundamentales, que los historiadores del futuro pueden llegar a reconocer como de importancia equivalente a aquellos que, como vimos, merecieron definir a una hipotética “Generación del 80”.
¿Podemos realmente hablar de acuerdos de fondo tan luego hoy, cuando por momentos se vive una relación tan crispada entre gobierno y oposición? ¿O entre gobierno, políticos y muy diferentes sectores económicos, sociales y culturales? ¿Y cuándo es tan furioso y enconado el debate sobre nuestra historia reciente? Frente a esto los historiadores tenemos la obligación profesional de levantar la mirada de la cotidianeidad y, a través de la comparación con el pasado más o menos reciente, descubrir la magnitud e importancia de ciertos acuerdos básicos claramente alcanzados en los últimos años por los argentinos. Pasemos a enumerarlos.
En primer lugar debemos mencionar el acuerdo finalmente alcanzado en torno a la forma de legitimación de los gobiernos. Recordemos que en 1916 asumió el primer gobierno electo democráticamente, pero ya tan pronto como en 1927 el General Agustín P. Justo, Ministro de Guerra de Alvear, le propuso a éste la intervención del Ejército para evitar la casi segura victoria de Hipólito Yrigoyen en las elecciones del año siguiente. Comenzó con ello un período de ingerencias de los militares en lo político, de alternancias civiles y militares, de gobiernos de facto o de democracias incompletas, cuestionables en su origen, o fallidas. A partir de Diciembre de 1983 este proceso comenzó a revertirse, pero desde el punto de vista de la historia podemos afirmar que recién con la represión del último conato insurreccional de Mohamed A. Seineldín en 1990 se dio término a esa inestabilidad política que, como vimos, caracterizó a la mayor parte del Siglo XX en nuestro país. Los argentinos, con todas las deficiencias formales y reales que aún sigue teniendo nuestra democracia, en forma prácticamente unánime aceptamos hoy los mecanismos constitucionales para legitimar o cambiar gobiernos. Y eso, desde el punto de vista de un historiador, es un paso absolutamente fundamental.
En segundo lugar debemos referirnos a la emisión monetaria. Durante el Siglo XIX la Argentina fue uno de los muy escasos países que no utilizaba como moneda el metálico (oro, plata), o papel moneda pero convertible al metálico. La emisión libre (más vale alegre) de papel moneda sin respaldo fue por estas tierras siempre muy peligrosa, y tomó características alarmantes luego de 1880. Pero durante el gobierno de Juarez Celman se batieron todos los records y fue esa emisión desenfrenada uno de los factores fundamentales de la tremenda crisis de 1890. A partir de entonces se aprendió la lección y puede afirmarse que a grandes rasgos y hasta mediados del Siglo XX imperó cierta prudencia monetaria, prudencia esta que lentamente a partir de entonces se fue perdiendo. Y a partir de los años 70 más y más los sucesivos gobiernos utilizaron la emisión de billetes como forma de financiar sus gastos. Las hiperinflaciones del fin del gobierno de Raúl Alfonsín y del principio del gobierno de Carlos Menem, con sus trágicas secuelas en todos los órdenes convencieron a los argentinos que financiar los gastos del Estado a través de la emisión indiscriminada de moneda en algún momento conduce a una catástrofe. Y este es un acuerdo cuya importancia es tal que, como historiadores y a la luz del pasado reciente, no podemos dejar de reconocer.
El tercer punto de acuerdo se refiere a la deuda pública, particularmente la deuda externa. También este fue un tema de la agenda política y económica durante el Siglo XIX, pero fue precisamente a partir de 1880 que esa deuda comenzó a crecer peligrosamente. Nuevamente en este caso la irresponsabilidad de la administración Juarez Celman la hizo batir records hasta provocar el que por entonces fuera el mayor default de la historia mundial. Argentina estuvo 16 años en cesación de pagos, y luego, en el Siglo XX, mantuvo una política bastante prudente de endeudamiento del Estado y de cumplimiento de sus obligaciones. Esa política comenzó a cambiar en 1976 con el Proceso Militar, y los gobiernos sucesivos no supieron o no quisieron revertir la situación, hasta que nuevamente en el 2001, ciento diez años mas tarde, Argentina tuvo el dudoso privilegio de volver a batir records históricos con el monto del nuevo default. Las tristes consecuencias del mismo, con la reciente y gravísima crisis aparejada, convencieron a los argentinos que financiar al Estado (especialmente sus gastos corrientes) a través del endeudamiento es extremadamente peligroso y puede, al igual que en el caso de la emisión indiscriminada, fácilmente derivar en una catástrofe.
Si a las conclusiones del segundo punto de acuerdo le añadimos las del tercer punto puede obtenerse un corolario extremadamente claro. Si el Estado no debe financiarse emitiendo moneda ni endeudándose indiscriminadamente no le queda más remedio que ser razonablemente austero o virtuoso. Y esta palabra para nosotros significa que debe recaudar correctamente impuestos y luego gastar menos de lo que recauda, dejando parte para pagar deudas anteriores o, mejor de ser factible, como una saludable reserva frente a contingencias. También esta idea ya es patrimonio de la gran mayoría de los argentinos, y constituye un saludable contraste con lo ocurrido durante buena parte de las últimas décadas. Los presupuestos de los años 2002 al 2006 (suponiendo que ninguna sorpresa desagradable se presente con este último) constituyen al respecto algo asombroso: son por lejos la serie mas austera y por ello mas virtuosa de toda la historia económica argentina. No es poca cosa.
El cuarto punto de acuerdo, en nuestra opinión el más importante (especialmente al plantear el paralelo histórico con la época del primer Centenario) es el referido a poder aumentar todo lo posible la inserción argentina en la economía mundial, medida esta inserción a través del intercambio comercial total del país. Y es notable que el éxito logrado en este aspecto crucial, con el que obviamente todos los argentinos acuerdan, tan solo sea motivo de comentarios esporádicos en la prensa, de algunos funcionarios, de muy pocos políticos o formadores de la opinión pública (lo omite el propio L.A. Romero en su visión). A diferencia de la época del primer Centenario no se señala sistemáticamente, como en aquel entonces se hacía con orgullo y alegría, que estamos viviendo un sensacional crecimiento del intercambio comercial y con ello la gran apertura a los mercados mundiales que eso significa. Y recordemos que precisamente un incremento de magnitud equivalente tan solo se dio en toda nuestra historia en el período transcurrido entre 1898 a 1913. Por entonces la suma del intercambio comercial (importaciones mas exportaciones) se vio multiplicada cinco veces; y si se compara ahora el año 1988 (12.500 millones de dólares de intercambio comercial total, con tan solo 500 millones de superavit) con los mas de 70.000 millones del 2005 (con mas de 10.000 millones de superavit), puede verse que incluso se ha batido aquel anterior record histórico de crecimiento.
Las causas de aquella formidable expansión comercial (con su correspondiente inserción en la economía del mundo) de la época del primer Centenario fueron básicamente los resultados de la impresionante revolución cerealera, consecuencia a su vez directa de la expansión de la frontera agrícola y de la incorporación de cada vez mas tierras para trabajar (o sea y analizando el tema retroactivamente fueron el resultado directo de los cuatro puntos de acuerdo que mencionamos mas arriba). Esta nueva, la actual, y quizá como hemos visto, aún más impresionante expansión comercial, obedece ahora a causas muy diferentes: por un lado un crecimiento notable de las exportaciones de origen industrial, y por el otro el fantástico aumento de la producción cerealera, pero resultado esta vez fundamentalmente de la formidable incorporación de tecnología realizada recientemente por el agro argentino, uno de los pocos (pero muy positivos) resultados del dólar barato de la década del Noventa.
4.- ¿Estos acuerdos, son suficientes?
Es la pregunta que surge de inmediato, fruto inevitable de la comparación de ambas épocas que venimos realizando a lo largo de este trabajo. Pero previo a ensayar una respuesta el historiador debe primero reformular la pregunta y luego lanzar una advertencia. La nueva pregunta sería: “¿Suficientes…pero para que?” ¿Puede esperarse acaso que la Argentina vuelva a ser una de las primeras economías del mundo? En tal sentido la respuesta del más importante y perspicaz de los historiadores argentinos vivientes, Tulio Halperín Donghi, es absolutamente elocuente: eso es imposible. Y lo explica señalando lo obvio: que aquel fue un momento único e irrepetible en la historia del país donde la Argentina estaba en óptimas condiciones para brindarle al mundo exactamente lo que este precisaba por aquel entonces. Y el mundo, mas específicamente Europa, estaba por ello dispuesto a poner a nuestra disposición los mercados, los capitales, las tecnologías, y hasta, como vimos, a través de la inmigración la mano de obra necesaria para la tarea. Y Halperín sagazmente agrega que insistir en recordar hoy ese pasado y sugerir que es repetible puede llegar a ser contraproducente, tal como el recuerdo de un paraíso perdido, una edad de oro idílica, cuando ese recuerdo actúa de forma tal que impide encarar las duras realidades del presente.
Pero si bien no puede esperarse una vuelta a esa presunta “edad de oro”, puede sin duda aspirarse a cosas más modestas pero, a la luz de lo ocurrido en la Argentina en las últimas décadas, mas que fundamentales para el bienestar de su población. Puede aspirarse por ejemplo a volver a ser un país donde la posibilidad de movilidad social vuelva a ser una realidad, donde el principio de igualdad de oportunidades no sea un mito, donde el porcentaje de pobres no se acerque o supere a un tercio de la población, donde no haya que recurrir a economías africanas o algunas latinoamericanas para encontrar tan desequilibrados esquemas de distribución del ingreso, donde la tasa de desocupación no se estacione en torno a los dos dígitos. Y donde cada pocos años no vuelva a producirse una crisis y estallido que empeore la situación de la población en general, pero que castigue muy especialmente a quienes menos tienen. ¿Alcanzarán estos acuerdos para estas metas, relativamente modestas si se quiere?
Podrá afirmarse, y esto surge prácticamente del sentido común y de la reciente experiencia, que los acuerdos anteriormente enumerados, si no son destruídos, alterados o deteriorados por efecto de pujas políticas o distributivas, o por efecto de graves shocks externos que escapen a nuestro control, deberían ser suficientes para evitar o al menos mitigar muchas de las crisis que caracterizaron la segunda mitad del Siglo XX en nuestro país y particularmente en sus últimos 30 años. Pero, y nuevamente: ¿serán suficientes para materializar una sostenida mejoría de la economía y sociedad argentinas, en el sentido indicado mas arriba?
Y ahora la advertencia: nos proponemos pronosticar algo, y los historiadores han demostrado ser pésimos profetas. Creemos que esto no es casual: la profesión nos enseña y prepara para analizar un determinado acontecimiento sabiendo lo que ocurrió después. Y en este caso ese después es precisamente nuestra gran incógnita.
Por ello, y en base a nuestros conocimientos históricos, solo nos atrevemos a dejar una pista, una reflexión. Y esta se refiere a las diferencias en las ocupaciones de los seres humanos en los países desarrollados en 1910 y la que se espera en el muy próximo 2010. Tal como señalaba muy atinadamente Peter Drucker nueve de cada diez personas que trabajaban en 1910 se ocupaban de hacer cosas (agrícolas, industriales) o de trasladar cosas, y tan solo uno de diez se ocupaba de otras actividades. Para el 2010 se espera que esa relación prácticamente se haya invertido: solo uno de cada diez se ocupará de hacer cosas o trasladarlas, y nueve se ocuparán en otras actividades (lo que de alguna manera se denomina servicios). Hasta quienes trabajen en empresas agrícolas o industriales lo harán básicamente en el sector servicios de las mismas.
Lo anterior significa que en futuro muy próximo las fuentes de trabajo y muy probablemente la fundamental creación de riqueza estén ligadas cada vez mas a ese sector. Y ello determina un tipo de sociedad que ha sido denominada de muchas maneras, pero cuyo nombre quizá mas acertado siga siendo la sociedad del saber. Por lo que podemos afirmar casi sin temor a equivocarnos que la posibilidad de éxito futuro de la Argentina está directamente ligada a su inserción en esa sociedad, para lo cual deben producirse cambios casi revolucionarios en la educación en nuestro país, una nueva Ley 1420. El actual debate educativo, el correcto diagnóstico, la acertada implementación de sus conclusiones, al que lamentablemente solo algunos especialistas prestan atención, probablemente sea lo que finalmente defina nuestro futuro.
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