Decida o no finalmente ser candidato en las próximas elecciones, Juan Carlos Blumberg se ha convertido en una pieza relevante del mapa político local de cara a 2007. El padre de Axel ha dejado de ser un casi involuntario emergente social para transformarse en un decidido actor político.
Pero la irrupción del controvertido ingeniero como parte de una eventual fuerza crítica al gobierno K, así como la incursión electoral del obispo de Puerto Iguazú, Monseñor Joaquín Piña y la popularidad de la religiosa Adela Helguera, no deben considerarse hechos aislados o fortuitos.
En verdad, que el imaginario colectivo de millones de argentinos ubique hoy entre las figuras más respetadas y creíbles del arco opositor a "un deudo, un pastor y una monja de 70 años que anda en motoneta" muestra a las claras que el sistema de partidos vernáculo no pasa por su mejor momento. Y que los dirigentes partidarios brillan por su ausencia.
Es que la ruptura de los lazos de representación política acaecida en el país a finales de 2001 aún sigue vigente. Si bien es cierto que la recuperación económica y la reconstrucción de la autoridad presidencial han sido un bálsamo para paliar la crisis, lejos se encuentra ella de estar superada. En rigor, el "que se vayan todos" sigue retumbando aunque en silencio en una enorme porción de la ciudadanía.
Claro que si se la compara con casos más extremos, como el ecuatoriano o el guatemalteco, en los que su incapacidad representativa ha llevado a los partidos políticos al borde de la insignificancia social, la crisis de la democracia argentina es aún reversible y moderada.
No obstante, es innegable que las escuderías tradicionales no logran aglutinar voluntades entusiastas alrededor de sus clásicas pertenencias ideológicas o de clase. En efecto, la UCR y el PJ parecen diques rotos que ven con resignación cómo caen en picada los niveles históricos de afiliación y movilización espontánea. Por su parte, las nuevas fuerzas opositoras como el ARI y PRO tampoco son capaces de canalizar el extendido desánimo participativo que, en ocasiones, se asemeja a un desaconsejable escepticismo cívico.
En este marco no sorprende lo que revelan los politólogos: en la actualidad más de la mitad de la población no considera a la identidad partidaria como un factor vital a la hora del ejercicio electoral. Así, millones de votantes definen su conducta frente a las urnas de acuerdo con criterios más o menos laxos, referidos en general a la personalidad del candidato, su apariencia, carisma o habilidad comunicativa.
En consecuencia, las imágenes ocupan el lugar de las ideas y los mensajeros pasan a ser más importantes que los propios mensajes. Surge entonces una suerte de videodemocracia, centrada en los medios audiovisuales y su lógica del entretenimiento, que prioriza al ocupante del rol antes que al rol mismo. Así, lo que sucede en la mesa de Mirtha prevalece por sobre lo que sucede en la mesa de Mariano.
Esta república de baja intensidad, caracterizada por ágoras mediáticas insustanciales y dirigentes dispuestos a convertir sus lealtades partidarias en lealtades presupuestarias sin mayores miramientos, ha dejado a un gran número de ciudadanos a la intemperie, sin representación ni referencias contundentes de liderazgo. Es precisamente ello lo que explica en gran medida al deudo, al pastor y a la monja que avanza sola en su endeble motoneta.
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