Por Eduardo Zamorano
Abogado laboralista /master en Inteligencia estratégica por la Univ. Nac. de La Plata).
Comienzos de la década del sesenta. Las superpotencias no pueden arriesgarse a un enfrentamiento nuclear; podría ser la hecatombe final. Su “guerra fría” se dirime, entonces, mediante conflictos de baja intensidad en escenarios periféricos; se disputan zonas de influencia a través de intervenciones militares convencionales e insurgencia guerrillera.
Los ejércitos latinoamericanos responden a la “Doctrina de la Seguridad Nacional” impuesta desde el Pentágono, y según la cual el enemigo marxista está enquistado por todas partes: partidos políticos, sindicatos, empresas, universidades. En definitiva toda la sociedad civil está contaminada por el virus y, por ende, allí debe librarse la tercera guerra mundial para salvar a Occidente y la Cristiandad.
La Argentina sufrió doblemente este clima de paranoia autoritaria: al oponente comunista había que sumarle el peronismo, ese “hecho maldito del país burgués”.
Con la “patria” acosada por semejantes demonios, las fuerzas armadas, empujadas e ideológicamente nutridas por círculos poderosos exteriores e interiores, arbitraban la política de nuestro país.
En este contexto, difícil y sombrío, el 12 de octubre de 1963 asumió la presidencia de la Nación: “DON ARTURO ILLIA”.
Precisamente así, se titula la obra de Eduardo Rovner estrenada en el TEATRO DE LA COMEDIA y con un formidable LUIS BRANDONI encarnando al mandatario radical.
La trama muestra pasajes emblemático en la vida política y personal de Don Arturo, los cuales permiten una semblanza de su personalidad y sus valores: ética inquebrantable (“se rompe pero no se dobla”), austeridad, humildad en el trato pero firmeza en las decisiones, y un claro espíritu republicano.
La puesta en escena de Héctor Giovine es atinada. Privilegia la agilidad logrando que los parlamentos no agobien (defecto frecuente en las obras dedicadas a figuras políticas), optando por escenificar los episodios más impactantes en la trayectoria del personaje.
Así desfilan: su entrevista temprana -y políticamente decisiva- con el Presidente Yrigoyen; las alternativas de su cuasi apostolado médico en Cruz del Eje; su tibio antiperonismo; el obligado “cursus honorum” dentro del radicalismo; la inesperada y hasta resistida candidatura a presidente; y -lo que a mi juicio constituye el nudo dramático de la obra- su entereza para soportar presiones y abandonos en aras de cumplir las promesas de campaña.
Una lectura superficial y/o partidista de la obra agotaría su significado en una apología del mandatario radical. Empero, a poco de profundizar en las peripecias políticas que se muestran y los poderes que acorralan a Don Arturo, se advierte una intencionalidad orientada hacia algún paralelismo con nuestra actualidad.
En efecto, Illia comienza por anular los contratos petroleros suscriptos durante el mandato de su ex correligionario Frondizi, prosigue con el congelamiento del precio de los medicamentos a través de la denominada “Ley Oñativia”, y refinancia la deuda externa.
Las medidas despiertan el rechazo frontal de las empresas afectadas; en este caso, tanto las petroleras como los laboratorios farmacéuticos son predominantemente norteamericanos.
Ni corto ni perezoso, el Embajador Mac Clintock -fusta en mano, recuerdo de su paso por la India- pretende intimidar a Illia pero sólo consigue que, con impertubable bonhomía, el presidente lo expulse de Olivos.
El nuevo intento del poderoso país del Norte es menos brutal y corre por cuenta del Subsecretario de Estado: Mr. Harriman.
Nuevamente, Don Arturo despliega su paciencia gandhiana refutando, uno a uno, los argumentos del diplomático. Su esfuerzo es coronado por el éxito, ya que logra una declaración del Presidente Kennedy (¡dos días antes de su asesinato en Dallas!) aceptando la anulación de los contratos petroleros en tanto se compense razonablemente la inversión que hasta ese momento hicieran las concesionarias.
Este acoso por parte de las “cincuenta manzanas que rodean la Casa Rosada” prontamente se apuntala por las críticas despiadadas de importantes medios de prensa.
Para vituperar al presidente se juntan el diario CLARIN (en ese momento manejado por el “desarrollismo” que sangraba por la herida debido a la anulación de los contratos petroleros), el Sr. Jacobo Timerman a traves de dos semanarios: “PRIMERA PLANA” primero, después “CONFIRMADO” (donde su columnista estrella era el Profesor Mariano Grondona -luego, por un tiempo, apologista y escriba de Onganía-); y, no podía faltar, Bernardo Neustadt con su revista “EXTRA”.
Esta runfla mediática (en ese entonces no había “multimedios” pero funcionaban como si lo fueran) generó una imagen falsa del presidente y su gobierno. Así, Illia era presentado como un hombre irresoluto (¿????) al punto de simbolizarlo en una “TORTUGA”, en tanto que su correcta gestión (hoy se reconoce que los números de la macroeconomía eran envidiables) como lenta y errática.
El presidente resistió hasta el final la embestida militar. No renunció y debió ser sacado por la fuerza de la Casa Rosada. Años después los oficiales a cargo del “heroico” operativo, General Julio Alsogaray y Coronel César Perlinger, tuvieron tiempo para arrepentirse. El primero cuando vió el cadáver de su hijo (“El Hippie” Alsogaray, oficial montonero) destrozado a bayonetazos por la guardia de corps del General Bussi en Tucumán; y el segundo al ser implicado como posible colaborador de la guerrilla al intentar mediar ante sus pares para evitar la previsible la masacre de los guerrilleros apresados en Trelew.
La resistencia frente a ciertos poderes permanentes de la Argentina (en el caso de Illia bajo su modalidad personal: discreta y defensiva) podría verse como una alusión al enfrentamiento que los Kirchner sostuvieron y mantienen con adversarios análogos.
Sin embargo, otros pasajes de la obra introducen distingos inequívocos entre ambas figuras. Son aquéllos aspectos que se conectan a la honestidad, la repugnancia ante la corrupción, y la vocación por el diálogo que caracterizaron a Don Arturo. En este sentido, el artículo 268 del Código Penal (“enriquecimiento ilícito de funcionarios”, hoy desgraciadamente letra muerta) fue sancionado por su expreso pedido.
Illia dejó este mundo en enero de 1983 (el destino le escamoteó la alegría de ver el triunfo de Alfonsín unos meses más tarde), en la cama de un hospital público y teniendo como único patrimonio la casa en Cruz del Eje que le había sido donada por los vecinos del lugar.
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