Se
intenta generar la sensación de que quienes no están irrestrictamente alineados
con la Presidenta y la cuestionan expresándose públicamente, lo hacen movidos por un fuerte sentimiento de
odio.
El
odio es negativo, provoca aversión hacia determinada persona y el factor
movilizante es la emoción. La razón tiene poco protagonismo. Si se logra imponer esa calificación a quienes
disienten, la descalificación de esas personas es la consecuencia natural: no
piensan, no analizan, tienen prejuicios o responden a intereses
inconfesables.
No,
no es odio…la señora presidenta está perdiendo el crédito que la ciudadanía le
ha dado al asumir. Conserva y conservará el poder constitucional hasta la finalización de su mandato, pero
está perdiendo la confianza y el respeto de muchos ciudadanos –que no la votaron
y que si la votaron- que se sienten defraudados.
El
puesto que ocupa la primera mandataria merece –como todos los demás de los otros
poderes- un absoluto respeto. Pero estamos hablando del sillón vacío, quién lo
ocupa debe ganarse el respeto. La señora presidenta está perdiendo el prestigio
que es lo que sostiene el poder formal. La autoridad –es un viejo axioma- es lo
que queda cuando se pierde el poder.
La
ciudadanía, anestesiada por el consumismo, comienza a mirar y ver, comienza a
separar autoridad de autoritarismo, observa y juzga conductas intolerantes,
altivez, arrogancia, iracundia, mentiras, ambiciones de permanencia sin límites
que destruyen la democracia, que se quiere
imponer el militante sobre el ciudadano.
Algunos de los cuarenta millones de argentinos quieren
vivir en una República y siguen creyendo, tozudamente, que eso es posible, hay
que construirla, pero nos duele sentir, leyendo la realidad, que ha sido
saqueada: le robaron la ética, desgastaron la confianza, se burlaron de sus
principios, dilapidaron sus activos y demolieron sus instituciones.
La
Nación está atemorizada.
Los ciudadanos están divididos: los que amasan fortunas “haciendo harina a los
demás” -sabia Mafalda- protegidos por la
trama de la impunidad oficial, los que quieren ser serios y no entienden porque
los acorralan, los que como Funes el memorioso,
quieren fijar el pasado y no dejan espacio para el futuro y los que
practican, en el extremo opuesto, la filosofía de la inmediatez. La información
fragmentada y sesgada que consumimos diariamente, los padres y los
maestros –no los trabajadores de la educación- ante el bajón en la comprensión
de Matemática, ciencia y lengua y el desbarranco de la calidad educativa en las
escuela públicas, mientras los “intelectuales K” las invaden para ideologizar a los jóvenes a quienes habría que enseñarles que
la ley para todos es lo que nos hace iguales.
Todas estas conductas –el listado es
largo- engendran una creciente
indignación y explican las reacciones de “que se vayan todos” pero no hay que
confundirse, lo que se quiere decir es que debe ser una meta que se vayan los
ambiciosos ineptos, revitalizar las instituciones, recuperar la cultura de la
ley para todos, y que los honestos capaces
-que aporten ideas y no slogans y menos dogmas- ocupen los lugares de conducción.
Si en nuestro ámbito
cotidiano pensamos, decimos y actuamos con ese propósito, con la persistencia de
la gotita de agua, consolidaremos la esperanza activa de que algún día podamos
hacer esa verdadera revolución de honestidad y responsabilidad republicana con
el poderoso recurso que disponemos: el cuarto oscuro.
¿Utopía? ¿Luchar contra los
molinos de viento? ¡Muchísimo peor es la resignación!
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