Por Miguel Schiariti - Dirigente político del PJ
Desde la última y masiva movilización del 8N nos hemos cansado de escuchar
que el mensaje de la gente en la calle era tanto para la presidente como para la
oposición y que la gente que salió a manifestarse solo se queda en la protesta,
en vez de elaborar soluciones. Y que por lo tanto, esas demandas, carentes del
paraguas de un liderazgo único y aglutinador para llevar adelante una plataforma
política, no tienen valor o al menos, les falta “algo” para tornar las demandas
completas, efectivas, atendibles. Se ha dicho que estas demandas en tanto que no
constituyen una “oposición” en términos de partidos políticos, son un reclamo
hacia la política en general, tanto hacia el oficialismo y la oposición.
A mi juicio estas conclusiones son falaces por varios motivos. Por un lado,
si analizamos uno de los enunciados más convocantes de la marcha: el “no a la
re-reelección” advertimos claramente que se trata de una demanda que conlleva en
sí misma una propuesta política concreta: “respeten la Constitución”. Los
reclamos en contra de la inseguridad, la inflación y la corrupción también están
claramente dirigidos hacia el actual ejecutivo, que es el único responsable de
lo que ocurre dado que es quien gobierna – del modo en que gobierna – desde
hace una década.
En cuanto a la oposición, pensar que las diversas voces de la gente en el Obelisco pueden ser representadas por un único referente es un absurdo que solo
resultaría funcional al gobierno, al delimitar un contendiente político.
Sin embargo, son muchas las voces y son muchos los reclamos. No es justo ni
honesto ni necesario pretender englobarlos a todos bajo un solo referente. Acaso
sea más justo hablar de oposiciones. Hay varios descontentos distintos, las
oposiciones deberían ser capaces de capitalizarlos a todos.
Pareciera que tanto nos han hablado los expertos del marketing político
kirchnerista en los últimos años, que nos han hecho olvidar como se inició esta
“gesta transformadora”. Para aquellos desmemoriados, vale recordar que no se
inició con el 54% de los votos, sino con menos de la mitad, en un escenario de
profunda fragmentación electoral.
En ese tiempo, Menem ganó la primera vuelta electoral con casi el 24 % de
los votos, pero no le alcanzó para evitar el ballotage porque Kirchner llegó
segundo con apenas dos puntos de diferencia. Los siguientes candidatos (Ricardo
López Murphy, Elisa Carrió y Adolfo Rodríguez Saá) quedaron muy cerca, con solo
algunos puntos porcentuales menos.
En ese escenario, el candidato triunfante de las elecciones, se bajó del
ballotage por su alta imagen negativa, a pesar de haber triunfado en las
elecciones.
Incluso en ese clima de 2003, luego del brutal estallido del 2001, no
surgió un líder opositor con capacidad para "capitalizar el descontento" social.
Los votos de los vastos sectores medios, sobre todo, se fragmentaron en un
montón de alternativas.
Algún desmemoriado me dirá que se trataba de un escenario completamente
diferente. Recordemos un poco más: Menem había construido poder Menem. Mucho
poder. Tanto poder como el cristinismo hoy. Hubo un “cambio cultural” pasamos
del estatismo a las privatizaciones. También hubo prensa militante y “empresas a
las que les interesaba el país”. Doña Rosa -la clase media- se fue a Miami.
Llegamos al Primer mundo. Ya nos olvidamos de Cabezas. Había denuncias de
corrupción y de negociados. Un gabinete desprestigiado. Y finalmente tuvimos una
situación económica que parecía estar bien pero que en el fondo, todos sabíamos
que estaba condenada a estallar por los aires.
Tal vez el oficialismo recuerde esta experiencia mejor que la oposición y
por eso insista con la necesidad de que exista un candidato único con el cual
polarizar, en un vano intento por reditar un bipartidismo que hace años estalló
y acaso no vuelva a configurarse jamás en la Argentina. El oficialismo solo
entiende la lógica de la confrontación.
Un fenómeno tan disperso como las cacerolas lo incomoda y lo interpela
desde otro lugar: no hay un enemigo definido al cual atacar, con el cual
compararse, frente al cual hacer campaña. El gobierno busca instalar a algún
candidato para poner en marcha esa polarización, pero los candidatos posibles,
acaso atentos, se muestran evasivos.
Los caceroleros son un gran grupo de individuos con los más diversos
intereses que se ha juntado para protestar contra el gobierno. Su fortaleza está
precisamente en su heterogeneidad y en que no necesita de un liderazgo formal
para ponerse en movimiento.
Pretender reducir este fenómeno social masivo a que alguien, un mesías a
esta altura, aparezca y de golpe se convierta en "líder de la oposición" de un
día para el otro, suena como el escenario soñado por el oficialismo. El gobierno
parece creer que bastaría con un líder con quien confrontar para que los
caceroleros se vuelvan a sus casas y dejen de protestar. Es un escenario
soñado para los K, pero imposible, la gente demostró que se cansó.
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