miércoles, julio 03, 2013

Angeles y demonios

Por Eduardo Zamorano 
Abogado
Columnista de CONSTRUCCION PLURAL, el programa de Fernando Mauri en FM Radio Cultura 

El crímen de Angeles Rawson ha provocado una notoria conmoción social, así como una descomunal (y mayoritariamente inescrupulosa) explosión mediática.

Como siempre ocurre con los casos policiales “privados”, es decir aquéllos sin ribetes políticos o económicos, hay quiénes deploran tanto el aprovechamiento inmoral de los medios como la curiosidad obsesiva de la gente.  Los cuestionadores arguyen, por ejemplo, que “todos los días mueren o desaparecen jovencitas, humildes e ignotas, cuyo drama pasa poco menos que desapercibido”.

No puede negarse la veracidad de esta asimetría informativa y la desigual reacción popular; pero los críticos van más allá; explican el fenómeno a partir de estos elementos: sociales (el escenario de las tragedias es la clase acomodada); de género ( las víctimas son siempre mujeres); sexuales ( el impacto es directamente proporcional a la morbosidad, real o imaginada, del hecho); o personales (el involucramiento de alguna celebrity).

Los casos célebres de los últimos años parecen confirmar estas observaciones: “María Marta García Belsunce”;  “Nora Dalmasso”; “Candela Sol Rodríguez”; etc.

Ahora bien, aceptando en principio la validez de estas puntualizaciones, presiento que existen cuestiones mas profundas y menos ostensibles; me refiero a condicionantes presentes en el imaginario social que coadyuvan a estas reacciones.

Haré mención a uno de estos disparadores: los cuentos infantiles clásicos.
Aún presumiendo que algunos lectores calificarán mi razonamiento como banal o rebuscado intentaré desarrollarlo.

Todos estamos influídos por estos relatos leídos y/o escuchados en nuestra primera infancia. Es indiscutible que bajo un exterior candoroso encubren metáforas complejas que se alojan en nuestro subconciente  y, ya convertidos en adultos,  se activan    -emancipadas de nuestra voluntad y conocimiento-  ante la evidencia de hechos como los mencionados.

Mi reflexión, naturalmente, no es original.  Estudiosos de fuste incursionaron en el tema.
Bruno Betelheim (“Psicoanálisis de los cuentos de hadas”) parte de la base de que todos los cuentos populares reflejan la evolución física, psíquica, intelectual y social del niño: por ejemplo: el triunfo sobre el peligro (la típica bruja) está simbolizado en el cuento “Hansel y Gretel”; el complejo de Edipo en “Blancanieves”; la rivalidad entre hermanos en “La Cenicienta”; el temor sexual en “La Bella y la Bestia”; y  -en especial vinculado a nuestro caso-   los riesgos inherentes a la adolescencia en “Caperucita Roja”.

Justamente, el trágico episodio de Angeles Rawson remite a los elementos básicos de “Caperucita”:

                    La niña vuelve a su caso portando su mochila….debe circular
                    por calles que conllevan posibles sobresaltos…..se dirige a su
                    casa donde encontrará a su abuela….al llegar se cruza con el
                    portero/leñador que la saluda y le alcanza el morral que se cayó.
                    ……….pero ¿es realmente un leñador bueno y noble o por el
                    contrario es un disfraz que encubre a un lobo malvado y per-
                    vertido?......¿Y si el leñador/portero, de gesto afable y ademanes
                    inofensivos, es inocente y también fue burlado por el lobo ma-

                    ligno que se oculta en las sombras?......¿Y si ese lobo tuviera al-
                    gún remoto parentesco con Caperucita? Los cuentos enseñan que
                    las madrastras siempre son malas (y si no que lo digan Cenicienta
                    Y Blancanieves). ¿Y los padrastros?



Desde luego este monólogo deliberadamente artificioso, no intenta una defensa o justificación del amarillismo sensacionalista de los medios; menos aún, culpabilizar a los entrañables Perrault, Andersen, o Grimm por nuestros reflejos morbosos.
Simplemente busca un enfoque diferente del debate sobre el asunto.

Acudo a Carl Jung (“El hombre y los símbolos”) cuando afirma: “usamos constantemente términos simbólicos para representar conceptos que no podemos definir o comprender del todo. Esta es una de las razones por las cuales todas las religiones emplean lenguaje simbólico o imágenes. Pero esta utilización conciente de los símbolos es sólo un aspecto de un hecho psicológico de gran importancia: el hombre también produce símbolos inconcientes y espontáneos”.

Para pensar. 

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