viernes, enero 03, 2014

El extraño caso del Gral. MIlani

Por Eduardo Zamorano

El régimen kirchnerista adoptó, por convicción o conveniencia, un
temperamento de gran severidad respecto de aquellos militares
condenados o procesados por violaciones a los derechos humanos durante la Dictadura en la primera etapa alfonsinista,  los que luego se eximieran de castigo en virtud de la política de despenalización
abierta con la ley de Obediencia Debida, completada a través de los
indultos de Menem.

Kirchner impulsó la anulación de leyes e indultos, la reapertura de
los juicios archivados, y promovió nuevas investigaciones  que
llevaron a prisión a otros uniformados los cuales, por su bajo rango
escalafonario en la época de los hechos ventilados, no habían llegado a ser procesados antes de la ley de obediencia debida.

Incluso la inflexibilidad en esta materia llegó al extremo de tronchar las carreras castrenses de los hijos o parientes cercanos de notorios represores.  Es decir, en una línea claramente sobreactuada, a la hora de los ascensos la foja de servicios fue sustituida  por la “portación de apellido”.


De allí que la designación del General Milani como Jefe del Ejército y después el empeño puesto por obtener su promoción a Teniente General, causan auténtico asombro por el contraste con las tradiciones kirchneristas antes mencionadas.

Destaco que el nombrado expresó, de manera pública y entusiasta, su convicción kirchnerista,  superando, incluso, a los protagonistas de aquello que, en la década del setenta, se denominó “profesionalismo integrado”.  Esta doctrina castrense implicaba un abandono del presunto profesionalismo neutral de las fuerzas armadas para tomar módico partido por el gobierno de turno.

Hay dos ejemplos clásicos de Comandantes del Ejército que abrazaron esta modalidad. Uno por izquierda: Jorge Carcagno próximo a la Tendencia Revolucionaria peronista; y el otro por derecha: Alberto Numa Laplane designado a  instancias de López Rega.

Empero ninguno de ambos jefes, llegó a los énfasis desplegados por Milani.

Si este cambio en la cúpula del  Ejército es sorprendente, no lo es
menos la conducta del Gobierno al promover a su referente toda vez que tendría cuentas pendientes por presuntas violaciones a los derechos humanos durante los años de plomo.

Previo a reflexionar sobre los posibles motivos de este (aparente)
cambio de paradigma en la política militar, caben algunas
puntualizaciones.

Milani es objetado por dos motivos. El primero se conecta a su
actuación en Catamarca y Tucumán durante los comienzos del “Proceso” cuando ostentaba el grado de Subteniente (es decir tenía 21 o 22 años),  oportunidad en que habría participado en la desaparición de un soldado conscripto. Al muchacho se lo registró como desertor cuando,
en rigor, su cruel destino fue el que se encubría mediante el
siniestro eufemismo de “desaparecido”.

El segundo reparo es que posee un patrimonio que sus opugnadores
consideran excesivo atendiendo a sus ingresos como militar.  Sobre
este último cuestionamiento no opino dado que carezco de información sobre el particular.

En cuanto a la primera tacha, me refiero al aspecto específicamente
militar, siempre pensé que resultaba sumamente opinable igualar en
tratamiento al personal subalterno con los jefes u oficiales
superiores; ello referido a la responsabilidad penal por delitos
perpetrados en el marco de la guerra sucia de los setenta.


Mi postura se funda en estas razones.

En primer lugar, la juventud e inexperiencia de esos soldados (los
grados de subteniente a capitán corresponden a jóvenes de 22 a 35
años, respectivamente) los colocaban en una situación difícil para
discernir libremente “lo bueno de lo malo” o ponderar la legalidad o ilicitud de una orden.  La propaganda oficial, respaldada por los
grandes medios formadores de opinión, mostraban a los militares
defendiendo al país de una agresión operada por fanáticos al servicio de la Cuba castrista y el Imperio Soviético.  A los veintipocos años no es sencillo evaluar los límites éticos a respetar en una guerra de baja intensidad, máxime si la eventual victoria del oponente implicaba “cambiar el tradicional modo de vida y valores del pueblo argentino”.

En segundo término, la presión de los mandos asumía características brutales. Las órdenes incluían amenazas, apenas disimuladas, para los incumplimientos de las mismas. La defección del bisoño oficial, en el mejor de los casos, era considerada como un acto de cobardía, pero también podía interpretarse como una actitud de complicidad con el enemigo “subversivo”   -de hecho hubo varios casos de esta índole-  y aplicarse al rebelde la misma metodología criminal.

Finalmente, la represión se plasmó siguiendo un criterio rotativo. El
objetivo era que toda la tropa estuviera involucrada aunque, desde
luego, con diferente intensidad. Si al soldado Ledo lo
“desaparecieron” y para cubrirse  -dado que estaba bajo bandera-
armaron un sumario por deserción ordenando al subteniente Milani que lo firmara, pues era una manera, si bien que módica comparada con las aberraciones conocidas,  de sumarlo al horror.

Resumiendo este introito que se hizo demasiado extenso: sin abrir
juicio sobre las actividades de Milani (o las que cupiera a cualquier
otro oficial subalterno en los setenta) que para muchos son
incompatibles con su actual posición, opino que su actuación concreta debería revisarse con minuciosidad, y evaluarse a la luz del contexto en que tuvo lugar, antes de cortar a priori una carrera.

Formulada esta aclaración que  -insisto-  tiene carácter amplio y no
está referida exclusivamente a Milani, a continuación intento explicar el “enamoramiento” del Gobierno hacia su persona.

Las perspectivas para los dos años que restan de mandato
constitucional no son buenas para el kirchnerismo; pero hasta podrían empeorar en el supuesto de “una fuga hacia adelante” profundizando el “modelo”; o si la economía ingresara en una crisis terminal; o ante la evidencia irrefutable de hechos de corrupción que involucraran directamente a la Presidenta.

Cualquiera de estas hipótesis pesimistas  -que naturalmente no deseo y al día de hoy evalúo improbables-  dispararía un escenario de descontrol político y social generalizado. En un marco de caos es imaginable una abrupta diáspora en los bloques oficialistas
parlamentarios en un intento de ponerse a cubierto con vistas al
futuro, lo cual alteraría sustancialmente las mayorías en el Congreso.

El entorno de la Presidenta, quizás en un exceso de celo y previsión, no descarta un desenlace como el descripto. Más aún, en la intimidad del poder, se evoca a menudo episodios como el acontecido en Paraguay (Lugo) y Honduras (Zelaya).  En ambos casos, hubo destitución de los presidentes mediante juicios políticos “exprés”.  En la ocasión, los mandatarios afectados no pudieron resistir el embate dado que las cúpulas judiciales avalaron los procesos, y las respectivas fuerzas
armadas se mantuvieron  “prescindentes” lo cual   -en la práctica-
funcionó como un respaldo a sus forzadas salidas.

Asimismo, siempre como simple conjetura, si aceptáramos que Milani ejerce un liderazgo apreciable dentro de su Fuerza, pues el ostensible costo político pagado por el Gobierno en su enfervorizada defensa se explicaría como una apuesta a futuro: sumar masa crítica para blindar a Cristina en el supuesto de una eventualidad dramática.

En conclusión: el enigmático “caso Milani” más que un cambio de
paradigma en materia militar,  se vincula con planes de contingencia.

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