Cuando el show es la indignación
Ya se sabe que hay un placer de la mirada ante el espanto: hace sentir superior al espectador. ¿Es este el imán de “Intratables”?
Lejos de su origen en el chimento, el programa dio un giro hacia la “actualidad política” y se declaró género bufo hace pocos meses. De lleno en el grotesco, agregó una segunda banda sonora, de estilo radial vintage, próxima a las onomatopeyas del cómic y ya empleada en los programas chismosos. Crash, zas!, vidrios rotos, puñetazos, pistas que reemplazan a la vieja claque y que no son oídos en el piso, enmarcan las réplicas en la comedia. Acicatean al espectador, dan una intensidad enervante, que convierte el resto de la programación en aburrida, y vienen a rimar con la cortina de apertura: el conductor Santiago del Moro, baby face con la autenticidad del muchacho sano de provincia, que pega un salto en campera de motoquero. En la lógica del kitsch hipermoderno, “Intratables” refleja una degradación y al mismo tiempo, busca profundizarla. A la hora de este cierre, dos integrantes de la “patria panelista” se amenazaban con una querella judicial. Pero muchas noches el elenco olvida diferencias y salen a cenar.
Hasta quiénes declinaron invitaciones, como Gabriela Michetti, hoy piden ser convidados debido a esa eficacia de la intensidad que hoy desfavorece a los programas políticos tradicionales. “Intratables” se convirtió en contracara de 678, al aumentar a 17 los participantes, cada uno con su opinión –a menudo en extensión twitter.
La adquisición de Agustina Kämpfer, claro, excede las razones de rating. La operación “blanqueada” es la que “dice” una verdad sobre el programa y es muy lógico que le haya reportado un contrato en el “Bailando” de Tinelli. Hubo emisiones que merecen quedar en una videoteca de la mala fe, como cuando Alberto Samid opinó sobre el caso Nisman. Ni la buena información de Débora Plager y Jonathan Viale, puestos a jugar contra “Yesman” Brancatelli, ni la figura familiar de Silvia Fernández Barrio ni la discreción consular de Carlos Campolongo -ambos son el pasado idílico de una TV estatal seudo-neutra- remedian ese cinismo. Con un arreglo espacial que evoca los tribunales orales, escenifica el escándalo que reina afuera, a través de la indignación de Oliván y la impaciencia de los invitados, como Mónica Gutiérrez, del fastidio general, las sonrisas desdeñosas e incluso las miradas de killer.
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