martes, septiembre 08, 2015

Lecciones mejicanas

Por Eduardo Zamorano - Colunnista de Construcción Plural  


El 2 de julio de 2006 se realizaron en Méjico elecciones presidenciales. En ese momento gobernaba el Partido Autonomista Nacional-PAN de orientación liberal. El principal opositor era Andrés Manuel López Obrador, conocido como “AMLO”, gobernador del Distrito Federal, personaje carismático y popular perteneciente al Partido de la Revolución Democrática-PRD de orientación izquierdista.

Al concluir la votación, las autoridades electorales anunciaron que las diferencias eran mínimas al punto de no poder definir un ganador a partir del escrutinio provisorio. Posteriormente, la autoridad judicial determinó que la elección había resultado favorable al candidato oficialista: Felipe Calderón Hinojosa.
López Obrador, con el apoyo de sus partidarios, jamás aceptó el fallo e inició una agresiva campaña de movilizaciones y acampes en la célebre Plaza de El Zócalo para que se dejara sin efecto el pronunciamiento favorable al oficialismo, se anularan las elecciones, y se proclamara a los cuatro vientos que habían sido fraudulentas. Incluso fue más allá de las protestas y se autoproclamó Presidente legítimo de la República designando su propio gabinete de ministros.

Durante meses tuvo en vilo a la sociedad mejicana pero, paulatinamente, los fervores disminuyeron, el empuje mermó, y la gente retornó a su gris cotidianeidad. El fracaso del movimiento de resistencia arrastró a López Obrador cuya estrella política se apagó  y, para colmo de males, también la izquierda mejicana ingresó en un cono de sombra.

Pero los coletazos del escándalo llegaron, asimismo, al ganador:  Calderón hizo una presidencia anodina y jamás superó su pecado original.

En definitiva: “a río revuelto, ganancia de pescadores”.  En el nuevo turno el electoral pudo comprobarse quiénes se beneficiaron de la violenta pelea entre el PRD y el PAN. El añejo Partido Revolucionario Institucional-PRI (una suerte de versión mejicana del peronismo), el cual estaba eclipsado luego de cuarenta años de hegemonía absoluta en la vida política mejicana, retornó al poder de la mano de Peña Nieto.

Salvando las distancias, si proyectáramos la peripecia mejicana a nuestro presente electoral podríamos formular estas inferencias.

1.- Las escandalosas elecciones en Jujuy, Tucumán y la denuncia de Felipe Sola en la Provincia de Buenos Aires instalaron el tema del fraude electoral en sus diversas variantes (clientelismo, compra de votos, quema de urnas, complicidad del Correo, etc). Naturalmente la lacra  -que existe y no es un invento-  es atizada por los medios opositores como parte de su estrategia contra el oficialismo.

2.- Es probable que los temores no decaigan  -máxime que resulta objetivamente difícil cambiar de la noche a la mañana la mecánica electoral en todo el país-   y las elecciones del 25 de octubre se celebren bajo un clima de fundadas sospechas de fraude imputables, desde luego,  al oficialismo.

3.- En ese marco de profunda desconfianza, Scioli (hasta hoy, probable triunfador en la compulsa) está condicionado a ganar por una diferencia mayor a la constitucionalmente exigida ya que, de lo contrario, va de suyo que lloverán acusaciones de fraude, impugnaciones judiciales, y marchas de protesta.
Si por vía de hipótesis admitiéramos la configuración de este escenario, el análisis de sus consecuencias no resultaría halagüeño para el país.

En efecto, espejándonos en la experiencia en Méjico relatada al comienzo, Scioli sería un presidente débil que arrastraría el estigma del fraude a lo largo de su gestión.  Adicionalmente, ese estallido de furia postelectoral dinamitaría de inicio cualquier pacto de cohabitación o consenso sobre políticas de estado con el conjunto opositor. Ergo, jaqueado por la ilegitimidad de origen y el desdén opositor, el ya de por sí ambiguo ex motonauta buscaría neutralizar su anemia política recostándose en los sectores del kirchnerismo duro, los cuales, guste o no, conservarán sus rasgos distintivos: fundamentalismo ideológico, capacidad de movilización, inserción en la burocracia estatal y, sobre todo, acatamiento vertical a un fuerte liderazgo; en suma, un aliado invalorable frente a una crisis de gobernabilidad.

A partir de estas reflexiones  -y desde una mirada estratégica que privilegie una tendencia a la moderación y aislar los fanatismos-    sería conveniente que los comprensibles (y hasta justificados) embates de campaña basados en el fraude y la descalificación de las elecciones finalicen cuando tengamos un nuevo presidente.

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