viernes, noviembre 11, 2016

El MUro y la Estattua


Por Eduardo Zamorano

Hay quienes afirman   -lo hacían más enfáticamente antes de conocer el resultado-  que la victoria de TRUMP es para los EEUU algo así como el derrumbe de la Estatua de la Libertad, equivalente en sus efectos devastadores a la caída del Muro de Berlín para comunismo soviético.
La comparación puede resultar extemporánea e, incluso, desmesurada; sin embargo que un sujeto de esas “características” sea el Presidente de la primera potencia mundial no es precisamente un acontecimiento menor.
Sin embargo varios propagadores del apocalipsis están más contemplativos con el diario del “miércoles”. En efecto, ya brotaron como hongos después de la lluvia los analistas que minimizan la exuberancia amenazante del magnate afirmando que “era para la tribuna”, o sostienen que el denominado a la ligera: “complejo militar industrial” pondrá “límites” (no conviene indagar en demasía los alcances del término habida cuenta el final trágico de varios presidentes americanos y sus eventuales sucesores) a cualquier arrebato catastrofista del millonario.  Es decir, los escribidores y parlanchines de siempre pretenden licuar retóricamente el tremendo impacto negativo que para la democracia republicana representa no tan sólo su victoria sino simplemente la cantidad de votos que recolectó.
Esta nota se propone, precisamente, reflexionar sobre las posibles causas de este fenómeno inédito y su proyección simbólica sobre Occidente.

Antes de comentar las que, a mi entender, fueron las motivaciones decisivas del suceso que conmueve al mundo, quisiera detenerme en algunas consideraciones previas sobre la cultura americana, es decir el célebre: “american  way of life”
Los observadores foráneos tendemos a identificar a los estadounidenses con los habitantes de los grandes conglomerados urbanos, en especial los estados costeros del Este y Oeste de la Unión.
Ese espejo parcial muestra: personas atildadas, con buena calidad de vida, vecinos cordiales,  sumamente respetuosos de la ley, y obsesivos contribuyentes.
Desde luego que este americano políticamente correcto existe, pero también hay lo que se llamó alguna vez: “La América profunda”; simplificando en exceso, me refiero a los pobladores de los estados del inmenso centro del país. El descomunal territorio que comienza en el cinturón cerealero que arranca con Ohio, Indiana, e Illiois; prosigue con el corredor que afrontaron los pioneros que conquistaron el Oeste (Missouri, Montana, Kentucky, Kansas, etc); y sin olvido del viejo “Sur” (Tenesse, Luisiana, Georgia, Misisipi, etc) derrotado en la Guerra de la Secesión y quizás portador de un gen rencoroso hacia el “Norte” progresista.
Esta conformación ideológica y cultural diversa de los Estados norteamericanos se ha venido reflejando en la histórica predominancia de los republicanos (conservadores) en buena parte de la América Profunda, en contraste con los éxitos demócratas (liberales) en las zonas urbanas.
Me detengo brevemente en otro aspecto preliminar que no debería soslayarse al analizar el meteoro Trump.  Aludo, ahora, a la crisis interna que padece el Partido Republicano, cuyo último líder capaz de concitar un reconocimiento importante y extendido fue Ronald Reagan. Ello por cuanto los Bush  fueron mediocres. El padre perdió la reelección frente a un Clinton que le espetó: “…es la economía, estúpido”; y su vástago remontó un impeachment en ciernes merced a la tragedia inconmensurable de las Torres Gemelas y la guerra contra el Islam.
Justamente, ser el partido gobernante en los años más agrios de la batalla contra el fundamentalismo islámico volcó hacia la derecha a los republicanos. Perdieron presencia los referentes moderados, al tiempo que germinó dentro de sus filas un movimiento ultraconservador como el Tea Party, el cual terminó de astillar la condición de centro-derecha que significaba al partido para incrustarlo en una derecha pura y dura.
Sin embargo, el Tea Party no prendió en el grueso del votante americano de la américa profunda; tampoco en el individuo políticamente ambigüo que carece de una adscripción partidaria rígida y a la hora de elegir  opta por el candidato que, circunstancialmente, atrae sus preferencias.
¿Por qué Trump logró lo que el Tea Party no pudo?
Sucede que este conglomerado destilaba un tufo elitista, un perfil de secta de notables que, más allá de su discurso, podía asociarse con el vituperado establishment político tradicional.  Pero, a pesar de no alcanzar el objetivo principal, el Tea Party esparció un sedimento conservador y antipolítico en nutridos segmentos sociales que tal vez haya emergido a partir del vociferante y mediático Trump.

Ambos anticipos previos sobre el actual clima cultural estadounidense valen como introito para comprender que   -a más de las problemáticas de desempleo y migrantes, propias de los países desarrollados-  buena parte de la sociedad americana estaba fértil para que surgiera el enorme e inesperado cactus.
Los países desarrollados de Occidente afrontan el dilema de la migraciones masivas; la globalización que se potenció en el mundo unipolar de los noventa y la primera década del siglo XXI trajo consigo, entre otras dificultades, la estrategia deslocalizadora de las grandes empresas industriales; es decir, descongelada la guerra fría, hubo un traslado masivo de plantas productivas a países (China fue el paradigma) políticamente estables y con mano de obra barata.
El emporio industrial americano (Michigan y en particular la ciudad de Detroit) quedó reducido a un espectro de lo que fue otrora, con la fisonomía de un lugar decadente y abandonado.
Ello golpeó a nutridos conglomerados de trabajadores que terminaron desclasados, viviendo del seguro de desempleo, y atesorando un enojo creciente contra el “gobierno federal” y la “burocracia política”.
Ese ejército de reserva junto a los americanos medios conservadores, a los productores fastidiados por la carga tributaria, a los “latinos” con residencia efectiva que, insolidarios con sus hermanos, temían que el aluvión hispano los arrastrara, a los hastiados de las exageraciones del discurso políticamente correcto, pues estos colectivos heterogéneos   -pero con una bronca en común-   fueron los destinatarios del mensaje nacionalista de Trump expresado con la brutalidad necesaria para que esa masa descontenta lo identificara como : “..es el único que dice la verdad”.
El otro elemento que favoreció al ricachón fue el temor latente en la sociedad norteamericana al fundamentalismo islámico. Las intervenciones militares en Irak y Afganistán terminaron en sordos fracasos; es cierto que se consumó la máxima retaliación con la ejecución de Ben Laden, pero esas ofensivas e injerencias apuntalaron al ISIS (considerablemente más peligroso que Al Qaeda), y desestabilizaron el núcleo crítico (Siria, Irak, Libia) de medio oriente.
En este sentido, el mensaje egocéntrico, centrípeto y oportunista de Trump caló positivamente: “…que se arreglen entre ellos, y guay que se metan con nosotros”. 
Es  decir el retorno al aislacionismo defensivo y la indiferencia ante la suerte de la humanidad: “..tenemos un gran país, disfrutémoslo”.
Por último, y aunque suene trivial, la irreductible rebeldía de Trump, su arremetida taurina contra los adversarios y el orgulloso desprecio por sus aliados, lo rodeó de un aurea emparentada con el clásico héroe americano.  Con el justiciero solitario que no hace concesiones y se la juega sin arrodillarse.
Todos los países tienen mitos y estereotipos que, en conciencia o subliminarmente, laten en el imaginario popular. Desde esta perspectiva irracional pero real, Trump era el valiente que se enfrentaba a una camarilla dinástica enquistada en poder y cuya representante más genuina era su rival: Hillary Clinton.
No casualmente se cuestionaba a la candidata demócrata por supuestos ocultamientos, hipocresías a la hora de evitar que su marido, entonces presidente, fuera condenado por perjurio, cinismos a la hora de autoproclamarse progresista y recolectar millones a través de fundaciones ignotas.
Claro, puede proclamarse con razón y a voz en cuello que esas imputaciones a Hillary eran una novela rosa al lado de la comprobada exterioridad de un individuo ramplón, xenófobo, soberbio, probable evasor, y con una mentalidad   -hay que decirlo sin eufemismos-   claramente fascistoide.
De todas formas, el razonamiento en búsqueda de explicar lo inconcebible no evita la indignación y, sobre todo, una genuina preocupación por el futuro.-

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