viernes, marzo 11, 2022

La nueva geopolítica es la vieja geopolítica

 Por Alberto Hutschenreuter





Los acontecimientos que tienen lugar en Ucrania han provocado un impacto de escala en la política internacional concentrando la atención pública mundial, mucho más hoy cuando cualquier suceso que tiene lugar en el mundo inmediatamente se visibiliza. De allí que Thomas Friedman en una de sus recientes columnas en “The New York Times” sostuviera: "bienvenidos a la guerra mundial conectada". 

Así, conmocionado e inquieto, el mundo asiste al tercer gran impacto en lo que va del siglo XXI: el primero fue el ataque perpetrado en 2001 por un actor no estatal sobre el territorio nacional más protegido del planeta; el segundo tuvo como actor un virus que desparramó su infección por todo el planeta hasta prácticamente llegar a “desglobalizarlo”; y ahora estamos frente a una guerra entre Estados. 

Una guerra entre Estados, es decir, el modo de confrontación clásica en las relaciones internacionales, produjo un extendido grado de sorpresa y desilusión en el mundo, particularmente en la Unión Europa, ese territorio cuya profusa urdimbre jurídico-institucional pareciera ser la plataforma apropiada para desterrar las otras “plagas” fragmentadoras en la historia: la autocracia, la geopolítica, el nacionalismo y la guerra.

Detengámonos en la geopolítica, esta disciplina nueva desde los estudios académicos, pero tan antigua como la guerra. Y comencemos, precisamente, por el sitio del mundo que parece haber desterrado el territorio como factor de fisión o de pugnas, la Unión Europea.

El pasado y las dos grandes guerras mundiales determinaron la marcha de Europa hacia la complementación e integración; es decir, no se trató de una evolución natural de los Estados lo que ocurrió en Europa. El éxito de la integración creó (en Alemania) una concepción actual relativa con alcanzar un rango de "gran potencia institucional". Básicamente, ello supone proyectar al mundo un modelo a seguir, una matriz política-institucional pos-estatal superadora de la principal consecuencia del carácter anárquico que reina entre los Estados: la desconfianza y rivalidad entre éstos.  

Pero la primera dificultad importante con que se encuentra Europa en relación con ese loable propósito es que en el resto del mundo no existe nada parecido al entorno europeo, una "comunidad de seguridad", según el alemán Karl Deutsch; como mucho, existen pactos comerciales.

"En el exterior de la UE" predomina el "mundo habitual", esto es, la competencia y desconfianza entre unidades políticas, las que se reservan la posibilidad de hacer la guerra, como muy bien advertía Raymond Aron; la jerarquía; la acumulación de capacidades; la seguridad; los sitios geopolíticos; la proyección de poder... Pero lo preocupante es que todos estos "clásicos" tienen lugar en un contexto carente de régimen u orden internacional, hecho que reafirma los mismos en detrimento de la cooperación y el multilateralismo internacional, es decir, el sistema de redes de contención o "semáforos en una gran urbe". Más todavía, no solo no existe régimen internacional, sino que existe un desorden inter-estatal confrontativo, pues todos los poderes preeminentes, sobre los que deberá pivotear una eventual configuración internacional, se hallan en estado de crisis ascendente, y en el caso de Estados Unidos-UE-Rusia, en estado de crisis mayor o de “no guerra”. 

Además, de fondo estratégico, existen dudas en relación con posibles desajustes en el segmento primario de la seguridad internacional: el de las armas de destrucción y exterminio masivo, pues los dos poderes mayores podrían estar dejando los límites del equilibrio del terror, la pauta imprescindible para evitar “fugas hacia delante” en caso de que una de las partes considere que ha logrado ventaja estratégica sobre la otra, es decir, si realizara el primer ataque, lograría la “victoria”, aunque no sabemos qué podría significar una victoria en un escenario que no conocemos. 

Ha sido (y es) esta rotundidad de patrones clásicos la que ha impactado en la UE, particularmente los retos de la nueva geopolítica del terrorismo transnacional, por un lado, y las aprensiones rusas en relación con el factor territorial, por otro; es decir, continuidades, no cuestiones nuevas, que son las que han hecho repensar a ciertos dirigentes europeos sobre el riesgo de impulsar la integración prescindiendo o desacoplándola de la geopolítica. 

En el caso de la situación actual en Ucrania, la guerra echó por tierra el enfoque que la UE tenía hace no demasiados años, cuando prácticamente descartó en sus textos de defensa la posibilidad de una confrontación entre Estados en Europa. En otros términos, difícilmente pueda hacerse realidad una integración cabal, y menos hacer ese modelo viable en todo o en la mayor parte del mundo, si la misma no va acompañada de enfoques y procedimientos relativos con intereses políticos asociados a determinados territorios; es decir, más geopolítica real (que implica meditación europea propia) y menos ensoñaciones.  

Pertinentemente como señalan Alexandra de Hoop Scheffer y Gesine Weber en un reciente artículo sobre “el despertar geopolítico de la UE”, así como la crisis de la Covid-19 obligó a la UE a reconocer el costo estratégico de su dependencia de China, la invasión de Ucrania por parte de Rusia obliga a la UE a tomar los retos desde una nueva combinación de geopolítica y geoeconomía.  

En modo alguno ello supone un regreso de Europa al pasado: hoy la UE no es un territorio de fisión geopolítica; solo debe considerar que la renuncia a la geopolítica (y a una geopolítica propia) implica correr riesgos inesperados, pues la geopolítica es la que permanece o “viene” hacia los Estados.  

La intervención rusa en Ucrania ha recentrado el factor político-territorial en clave de intereses y poder en las relaciones internacionales. En rigor, nunca dejó de estar allí; sucede que ha sido un término tan reluctante después de la última guerra mundial que cuando acabó la Guerra Fría se decretó su misma defunción. Además, el "régimen de la globalización" no consistió en lógicas político-territoriales sino en modos geoeconómicos suaves, pero contundentes para capturar los "nuevos territorios": mercados y activos en el extranjero; es decir, geopolítica por otros medios o geopolítica indirecta. 

La ampliación de la OTAN en la segunda mitad de los años noventa no fue el último acto político-territorial del siglo XX: representó su continuidad en otro contexto. Ya en el siglo XXI, los hechos de cuño geopolítico fueron casi abrumadores: desde la misma lógica territorial global del terrorismo que golpeó Estados Unidos en 2001 hasta lo que podemos denominar “Doctrina Selensky” en 2022, esto es, la determinación “a todo o nada” de ser admitida en la OTAN (que nunca sostuvo que no admitiría nuevos miembros del este y sureste de Europa), pasando por la densa dinámica geopolítica de Oriente Medio y Golfo Pérsico; los sucesos en Georgia; el nuevo enfoque estratégico de la OTAN (y el próximo que eventualmente se apruebe en la reunión de Madrid a celebrarse este año); el desplome del Estado de Irak; la guerra en Siria, el surgimiento del ISIS y sus propósitos geopolíticos; la ampliación de la OTAN hacia los Balcanes; la proyección marítima pos-patriótica de China; la rivalidad entre China e India; la nueva concepción geopolítica y geoeconómica o diagonal china entre los viejos (pero vigentes) enfoques de Mackinder y de Spykman en relación con el control de la masa euroasiática y sus orillas, respectivamente; el despliegue del poder naval; la relocalización del terrorismo en África; la relación energética entre Rusia y Alemania; la proyección de Estados Unidos y socios en la placa del Índico-Pacífico, etc., todo ha sido y es geopolítica. 

Pero además de estas cuestiones de alta densidad relativa con intereses políticos sobre territorios, las nuevas temáticas han resignificado la geopolítica en el siglo XXI. Desde las nuevas dimensiones aeroespacial y digital, que pluralizaron los territorios clásicos de la disciplina, hasta los “territorios políticos-ideológicos” que se extienden desde las actividades y comarcas del crimen organizado y las geopolíticas populista y popular, pasando por nuevos enfoques en relación con la masa euroasiática, concretamente la iniciativa china de la franja, una suerte de diagonal entre las clásicas concepciones terrestres. 

Hay una extraña idea relativa con el progreso de la humanidad cada vez que ingresamos o llevamos poco en un nuevo siglo. Predominan convicciones relativas con que ya no pueden suceder hechos que sucedieron hace décadas, por caso, guerras entre poderes mayores. De allí que la guerra actual en Ucrania sea considerada incomprensible, un acto aberrante en un mundo que ya no es porque ha evolucionado. 

Aquí es pertinente Immanuel Kant cuando se preguntaba si el género humano se encontraba estacionado, progresaba o involucionaba. Para aquellos que entienden que la inteligencia artificial, la robótica y las nuevas máquinas, los vínculos sociales fluidos, la globalización, el globalismo, las interdependencias, las redes, la nueva conciencia ante temas como el medioambiente, las “anarquías temáticas”, los bienes comunes globales, etc., la evolución es un hecho irrefrenable. Para aquellos que entienden que ninguno de estos temas altera la esencia (más no el bienestar) del género humano en relación con las cuestiones asociadas a intereses, poder, ambiciones, dominación, temores, suspicacias, etc., se considera que hay un estacionamiento. 

La geopolítica es un caso pertinente en relación con esto último. Hay nuevas realidades, pero la nueva geopolítica es la vieja geopolítica. Nada ha modificado la ecuación intereses políticos-territorios-poder, es decir, los componentes de la materia, a menos que se trabaje para conseguir desnaturalizar la disciplina.  

Pero no solo sucede con la geopolítica. La guerra en Ucrania es un contundente llamado para aquellas capillas de pensadores que afirman que la violencia entre los Estados ha mermado, que el comercio inhibe la confrontación militar entre ellos y que la anarquía internacional es una situación que no resiste la creciente “gobernanza” que implica el globalismo.

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