Por Alberto Hutschenreuter
La historia registra guerras que fueron innecesarias (que no es lo mismo que guerras absurdas), es decir, nunca debieron ocurrir, entre ellas, la Primera Guerra Mundial, e incluso, según expertos como Patrick J. Buchanan, la misma Segunda Guerra Mundial.
Más allá de los interesantes casos, hay que decir que lo innecesario no quita lo funcional; es decir, casi siempre una guerra que pudo haberse evitado y no se evitó resultó funcional para algunas de las partes con intereses en liza.
La actual guerra en Ucrania es una típica guerra innecesaria; una guerra que se pudo haber evitado. Sin embargo, la guerra ya lleva más de tres meses, el número de bajas civiles y militares es por ahora incierto (aunque muy elevado), la inseguridad humanitaria es muy alta, la destrucción material es enorme y las consecuencias que ha tenido y tendrá para el sistema de estabilidad regional, continental y global son cada vez más inquietantes. Nadie, incluso, puede asegurar que no podría producirse una escalada hacia el precipicio estratégico.
La guerra fue innecesaria porque fueron transgredidas todas las vallas geopolíticas y estratégicas que siempre deben ser consideradas para evitar una catástrofe.
Por ello, cuando la especialista Angela Stent sostiene que en Rusia existe algo así como una "doctrina Putin", entendiendo por ella que Occidente tenga con Rusia la deferencia que tenía con la Unión Soviética, es decir, que la considere "un poder a ser respetado y temido, con derechos especiales en su vecindad y voz en todos los asuntos internacionales serios", es muy atendible lo relativo con la vecindad, sin duda la clave de bóveda para entender la crisis y la decisión rusa de movilizar sus fuerzas.
La invasión de Rusia no habría tenido lugar si Occidente hubiera persuadido a Ucrania de renunciar a la idea de ser parte de la OTAN, ofreciendo en su lugar una neutralidad robusta, es decir, garantizada por la Alianza y la OSCE, y, a su vez, Kiev hubiera otorgado un estatus territorial especial (monitoreado por fuerzas internacionales) para el Donbass. Por su parte, frente a esta situación efectiva, Rusia debería haber asumido un compromiso de renuncia a intervenir militarmente en Ucrania (como lo hizo Estados Unidos en relación con Cuba tras la crisis de los misiles).
Pero aquella necesaria persuasión no sólo nunca ocurrió, sino que se dio una situación que alimentó la línea de política exterior ucraniana relativa con la marcha hacia la OTAN como única alternativa o pauta de seguridad nacional en el marco de una estructura político-militar multinacional. Occidente no llegaba a admitir que Ucrania ingresaría, pero tampoco era categórico en cuanto a que la Alianza no continuaría con su ampliación hacia el este y sur de Europa (y así se mantuvo hasta el 24 de febrero, cuando Rusia movilizó sus fuerzas). En otros términos, lo que la OTAN había sostenido hacía tiempo en su cita de Bucarest, es decir, la posibilidad de que Ucrania y Georgia podrían convertirse en miembros de la Alianza, continuaba vigente.
En noviembre de 2021 se produjo un hecho (acaso poco advertido) que afirmó el enfoque de Kiev en relación con aquella línea de política exterior y con el apoyo de Occidente a sus decisiones frente a Rusia. El 10 de ese mes, Estados Unidos y Ucrania (a través de su secretario de Estado y su ministro de Exteriores, respectivamente) firmaron una "Carta de Asociación Estratégica", según la cual el país de Europa Oriental estaba comprometido con las necesarias reformas "para su plena integración en las instituciones europeas y euroatlánticas".
Si bien desde bastante antes Occidente había demostrado que no ejercería deferencia ante lo que Moscú consideraba su "línea roja", esto es, el ingreso de Ucrania en la OTAN y al apoyo militar occidental para las fuerzas que combatían en el Donbass, la "Carta de Asociación Estratégica" posiblemente haya sido una situación límite, pues la misma no solo garantizada el rumbo OTAN de Kiev, sino que hasta respaldaba el propósito ucraniano de "retomar" el Dombass, Crimea y la base de Sebastopol.
La situación no cambió durante las semanas previas a la invasión, la que casi con precisión sobre cuándo se produciría anunciaba una y otra vez por el mandatario estadounidense. Ni siquiera se consideró la posibilidad de una moratoria estratégica relativa con los tiempos que demanda la adopción de una neutralidad reforzada, que bien podría haber descomprimido la situación. A lo más, Occidente propuso a Rusia acuerdos sobre desarme y medidas de confianza por medio de diferentes foros internacionales; sin duda temas importantes, pero lejos de las demandas centrales y específicas de Moscú.
Sabemos qué sucedió después. Cabe preguntarse, por tanto, si el fracaso de la diplomacia no se debió a la búsqueda por parte de Occidente de conseguir ganancias de poder e intereses frente a Rusia.
Fuera de toda duda queda el acto de ilicitud internacional cometido por Rusia al invadir Ucrania; pero es necesaria la consideración relativa con la denominada política de grandes potencias, donde la rivalidad implica la utilización de recursos diversos por parte de las mismas. La historia es abundante en ello. Hace ya unos años, el ex asesor de Seguridad Nacional del presidente Carter, Zbigniew Brzezinski, sostuvo que empujar a la URSS a la guerra en Afganistán fue una brillante estrategia de los Estados Unidos. Durante los años ochenta, los tres enemigos de este país, la URSS, Irán e Irak, se hallaban envueltos en situaciones bélicas que implicaban para ellos "desangrado estratégico", mientras que para aquel suponía ganancias de poder.
La guerra en Ucrania tiene tres anillos o bandas muy relacionadas: la superior, es decir, la rivalidad entre Occidente y Rusia; la intermedia, entre Ucrania y Rusia; y la táctica o inferior, la pugna en el este de Ucrania.
La superior o estratégica implica un proceso que arrancó desde el mismo final de la Guerra Fría. Entonces, Estados Unidos, único ganador del conflicto bipolar, mantuvo una línea de política externa dirigida a impedir que Rusia (eventualmente) se convirtiera en un gran poder que volviera a retarla. Por ello, rentabilizó su victoria a través de diferentes medidas orientadas a dicho propósito, siendo la ampliación de la OTAN la más categórica en relación con lo que parece ser una regularidad histórica: mantener a Rusia fuera o lejos de Occidente (algo siempre advertido por Nikolái Danilevski en el siglo XIX) y vigilada. De esta manera, se "rebajaba" la ventaja de Rusia en relación con sus posibilidades para afirmarse como un gran poder en Eurasia.
En otros términos, a la fatalidad que supone una ubicación geografía que ha implicado casi una cuestión de (in) seguridad casi constante para Rusia, se sumaban deliberadas medidas para evitar que Rusia pudiera maximizar su geopolítica predominantemente terrestre.
En este contexto, y siempre considerando la rivalidad en clave de política de grandes potencias, la invasión de Rusia a Ucrania podría haber fungido como altamente "funcional" para Occidente. Además del impacto que la misma ha tenido en materia política, social, económica, militar y de prestigio para Rusia, y que seguirá teniendo aun en el caso de lograrse un acuerdo, Estados Unidos ha "reafirmado" su ascendente en y sobre Europa. Más todavía, ha logrado que la UE (particularmente Alemania) se desvincule energéticamente de Rusia, acaso uno de los logros más buscados por parte de Washington desde bastante antes de la guerra.
Asimismo, la responsabilidad de Rusia al recurrir a la fuerza y violar los grandes principios del derecho internacional, prácticamente la excluye de toda posibilidad de ser parte de un eventual diseño de orden interestatal. Aunque sabemos sobre las consecuencias de exclusiones internacionales, algunos expertos consideran que el grado de ilicitud de Rusia habilita a Estados Unidos para que ejerza influencia internacional de manera consistente y efectiva. En este sentido, Robert Kagan advierte que por no haber ejercido su influencia en las décadas del veinte y del treinta del siglo XX se produjo la agresión de Italia, Japón y Alemania. Compara la Rusia de Putin con el Japón de antes de Pearl Harbor: o cooperaba con los Estados Unidos o lo retaba.
Concluyendo, se ha creado una narrativa relativa con que en el mundo de hoy ya no es posible la guerra; que aquellos que la hacen desafían la estabilidad internacional y merecen la punición. Es relativo lo primero, es cierto lo segundo. Pero por ahora y por los próximos lustros no hay razón para descartar la utilización de técnicas asociadas a ganancias de poder por parte de poderes preeminentes. Las relaciones interestatales son, ante todo, relaciones de poder antes que relaciones de derecho.
La invasión rusa y la catástrofe humanitaria pudo haberse evitado, sin duda. Pero posiblemente fueron los intereses y propósitos relativos con el nivel estratégico o superior los que merecen ser reflexionados si pretendemos comprender la razón del fracaso de la diplomacia en esta crisis. ..
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