Por Alberto Hutschenreuter
El atentado que el sábado por la noche acabó con la vida de Darya Dugina, hija del conocido pensador ruso Alexandr Dugin, causó una tremenda conmoción y consternación en el país como así también a escala mundial. No solo porque se trató de una violenta acción sobre una figura conocida, sino porque fue un impacto dentro de Rusia, a 40 kilómetros de su capital.
Casi automáticamente se relacionó el atentado con la guerra, es decir, con la posibilidad de que agentes ucranianos se hayan infiltrado en Rusia para perpetrar un acto de terrorismo. A pocas horas del hecho, el servicio de seguridad ruso aseguraba que se trataba de agentes de Ucrania, incluso indicaron el nombre de una mujer.
Es una hipótesis posible e inmediata. Rusia se encuentra en guerra con Ucrania, ocupa parte de su territorio y, desde la más alta instancia de poder, se ha negado la existencia de Ucrania.
Por supuesto, no se trata de la única conjetura: también se ha considerado que el ataque pudo haber sido realizado por alguna agrupación rusa, incluso un denominado "Ejército Nacional Republicano", del que nadie nunca ha oído hablar, salvo un ex parlamentario ruso exiliado en Ucrania, quien fue el que afirmó que dicho ejército fue el que perpetró el atentado.
También se ha considerado que podría haber sido una operación rusa de “falsa bandera” (en la terminología de los servicios: un “sacrificio sagrado”).
Finalmente, un nuevo “ajuste de cuentas” entre facciones del segmento de seguridad. Y también se llegó a decir que se trataba de células reactivadas del otrora denominado “califato del Cáucaso”.
En suma, una pluralidad de posibles responsables. Ninguna de las hipótesis de puede descartar, más allá que algunas presentan más fuerza que otras.
La relativa con los servicios de inteligencia ucranianos merece que nos detengamos en ella. La pregunta que hay que hacerse aquí es si Alexandr Dugin, al que presuntamente estaba pensado y preparado el atentado, representa un valor para los responsables. Posiblemente, si solo se considera a Ucrania la respuesta es no; pero si incluimos a Estados Unidos (país que aporta más del 60 por ciento de la ayuda total que desde el exterior se hace llegar a Ucrania) como mentor del atentado, la respuesta es bastante más amplia.
En esta conjetura ampliada, Dugin representa todo aquello que Occidente, es decir, Estados Unidos, desprecia de Rusia: conservadurismo, patriotismo, antioccidentalismo, ortodoxia, paneslavismo, geopolítica ofensiva, civilización marchante, antiglobalismo, militarismo, vínculo con Alemania, eurasianismo… Es decir, todos los componentes que, puestos en movimiento, desbaratan cualquier intento occidental por debilitar a Rusia por medio de una eventual instauración de un gobierno prooccidental, como el del “Yeltsin I”, es decir, un mandatario que entre 1992 y 1994 convirtió a Rusia en prácticamente un apéndice de Occidente.
El enfoque estadounidense en materia de política exterior es de cuño revolucionario, es decir, es trotskista, en el sentido de revolución o movimiento permanente. Podríamos decir que, salvo el período de Donald Trump (a quien Dugin consideraba un “aliado” de Rusia por su lucha contra el globalismo), todas las administraciones, particularmente las demócratas, mantuvieron ese pulso en política exterior: un curso casi mesiánico que, como otrora era la ideología soviética, no negocia ni está interesada en pautas de poder que impliquen consenso o balance internacional.
Podemos nombrar a muchos expertos y funcionarios estadounidenses que defienden y promueven esa línea, por caso, Robert Kagan, quien considera que solamente ejerciendo Washington una primacía sobre Rusia y China puede lograrse orden y estabilidad. En rigor, no importan tanto estos países, sino que Estados Unidos, el único país grande, rico y estratégico del mundo, no abandone el objetivo del ejercicio de la primacía.
Volviendo a la guerra, en Occidente existe consenso que será prolongada y una Rusia debilitada acabará pidiendo un acuerdo. Pero, mientras, hay que continuar con la presión militar en Ucrania. En paralelo, comenzar a llevar la guerra al interior de Rusia (algo que Ucrania siempre ha querido pero que, hasta ahora, Estados Unidos se opuso). Se considera que es el momento propicio, pues Rusia está mostrando cada vez menos resultados en el teatro. La combinación no solo podría acelerar los problemas en el frente (falta de recursos), sino crear inestabilidad dentro del régimen y entre la sociedad y el régimen.
No se trata de algo nuevo. Ya desde abril desde diferentes sectores aconsejan fomentar disturbios dentro de Rusia y debilitar al régimen desde adentro, incluso haciéndolo en lugares como Chechenia, Bielorrusia, Kazajstán, etc.
Se trata de una estrategia riesgosa. En suma, el reciente atentado tendría una lógica con base en Ucrania, siempre y cuando se considere que Occidente está dispuesto a derrotar a Rusia. Pero ello supone el paso a una estrategia muy peligrosa. John Mearsheimer ha advertido recientemente sobre los peligros de “jugar con fuego”, pues, para este autor, Occidente está subestimando a Rusia.
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