Por GUSTAVO FERRARI WOLFENSON
Mi querido papá:
Hace 39 años, un 10 de diciembre de 1983, la democracia volvía al
país como un sueño, un modelo de vida que se recuperaba y que ponía
fin a muchos años de desencuentros y autoritarismos de
todo tipo de ideologías. Ese rezo laico que se declamaba
en cada esquina y que era el preámbulo de la Constitución
significaba el sentir de un pueblo que quería de una vez por todas vivir en paz, construir un nuevo país o por lo menos darle fuerza institucional a un modelo desbastado moralmente por las luchas individuales de aquellos que de una u otra forma siempre se sentían salvadores de la patria. Semanas antes, Roque Carranza llamó a casa, no había celulares ni whats app y luego de los saludos de rigor, me preguntó: “dónde está tu viejo que quiero ofrecerle un trabajito. Le dije que estabas en Ecuador en una misión de Naciones Unidas y que
por la noche te contactaría. Lo demás es historia. Hace 39 años, un 10 de diciembre de 1983, jurabas en una ceremonia imborrable para mi memoria como el primer Secretario de Recursos Hídricos de la Argentina democrática. Ese momento sublime en donde el Presidente Alfonsín te toma el juramento “por Dios, la Patria y los Santos Evangelios”, quedarán grabados en mi recuerdo por siempre.
Creo que no hay palabras para expresar la emoción y el orgullo de recordar esos días de fiesta cívica, del renacer democrático. Como hombre de bien serviste a la Patria en los momentos más decisivos de su historia, en los momentos de mayor esperanza y reconciliación nacional.
Los años venideros no fueron un lecho de rosas. El sentir demagógico de que gracias a la democracia se conseguiría un armonioso desarrollo colectivo y la realización personal de los individuos no se cumplió. El mensaje “con la democracia se come, se educa y se cura”, se convirtió en otro eco de frustración ante la creencia que democracia y recuperación económica se retroalimentarían recíprocamente, que la vigencia del sistema constituiría la garantía para que la población tuviera “salarios justos, pan, salud, educación y vivienda”.
Como partícipe activo de los tiempos democráticos que continuaron fui testigo de que esta imagen fue tornándose difusa al ritmo de las crecientes debilidades
institucionales que surgieron desde el inicio mismo del proceso. Se produjo, entonces, un progresivo sentimiento de “desencanto” como resultado del creciente contraste entre la diversidad de expectativas que había despertado el nuevo régimen y las posibilidades reales de satisfacerlas. Ya no sería “con democracia” sino “en democracia” donde podrían encontrarse las soluciones a nuestros problemas.
Los años posteriores se fueron consumiendo en la discusión sobre temas temporales, cuya trascendencia fue tan efímera como la propia coyuntura. Jamás se lograron definiciones sobre temas trascendentes para consolidar un destino que nos permitiera,
de una vez por todas, encaminarnos en un proceso de fortalecimiento institucional, crecimiento sostenido, bienestar colectivo y que nos alejara de los límites de la marginación y la exclusión.
Por eso nuestra democracia debió de ser algo más que normas, leyes y formas de organización. Nunca pudo constituirse en una cultura política, es decir un cuerpo de creencias sustentada por valores y expresada colectivamente a través de actitudes y conductas. No se lograron consensos políticos (más que electorales y de apetencias personales) y sociales para el logro de acuerdos de gobernabilidad que permitieran cambiar los viejos parámetros de la asignación de recursos públicos y se los destinaran a los que realmente los necesitaban. No se pudo erradicar el clientelismo,
el histórico protagonismo caudillista, ni generar mecanismos de participación de los ciudadanos, principios fundamentales de todo proceso de consolidación política. Nunca la dirigencia entendió que nuestra democracia necesitaba crear expectativas hacia un futuro estable y que no podía hacerlo con instituciones débiles, con procesos económicos muy lejanos a la búsqueda del bienestar compartido, con la falta de un marco de seguridad jurídica y con ineficiencias que generan mayor desigualdad en la sociedad.
Aquel diciembre de 1983 fue la expresión de la voluntad y la razón de un país que puso de manifiesto que la democracia iba a persistir gracias al esfuerzo, lucha y respaldo de todas y todos los ciudadanos.
Este diciembre del 2022, 39 años después, nos encontramos nuevamente ante un desafío institucional en donde la dirigencia y la sociedad deberán empezar a
desgranar sus pensamientos y propuestas concretas del modelo democrático y
republicano del futuro. Tendrán que entender que un país avanza hacia su
consolidación institucional cuando hay un sólo patrón para medir los valores éticos y su responsabilidad civil; cuando cada ciudadano acepte que su futuro depende de su profunda reflexión y de su exhaustivo examen de conciencia; cuando todos nos decidamos de una buena vez a entrar en la historia por el camino de la verdad, de la libertad, asumiendo como seres maduros nuestras propias debilidades y nuestros propios errores. Siento que cuando todo ello suceda, allí estaremos más cerca de encontrar nuestro destino como Nación.
Mientras tanto, querido papá, con el recuerdo tan presente de aquel 10 de diciembre de 1983, sólo me queda decirte que ese camino trazado, sigue presente con tu recuerdo, ejemplo y legado.
Los años venideros no fueron un lecho de rosas. El sentir demagógico de que gracias a la democracia se conseguiría un armonioso desarrollo colectivo y la realización personal de los individuos no se cumplió. El mensaje “con la democracia se come, se educa y se cura”, se convirtió en otro eco de frustración ante la creencia que democracia y recuperación económica se retroalimentarían recíprocamente, que la vigencia del sistema constituiría la garantía para que la población tuviera “salarios justos, pan, salud, educación y vivienda”.
Como partícipe activo de los tiempos democráticos que continuaron fui testigo de que esta imagen fue tornándose difusa al ritmo de las crecientes debilidades
institucionales que surgieron desde el inicio mismo del proceso. Se produjo, entonces, un progresivo sentimiento de “desencanto” como resultado del creciente contraste entre la diversidad de expectativas que había despertado el nuevo régimen y las posibilidades reales de satisfacerlas. Ya no sería “con democracia” sino “en democracia” donde podrían encontrarse las soluciones a nuestros problemas.
Los años posteriores se fueron consumiendo en la discusión sobre temas temporales, cuya trascendencia fue tan efímera como la propia coyuntura. Jamás se lograron definiciones sobre temas trascendentes para consolidar un destino que nos permitiera,
de una vez por todas, encaminarnos en un proceso de fortalecimiento institucional, crecimiento sostenido, bienestar colectivo y que nos alejara de los límites de la marginación y la exclusión.
Por eso nuestra democracia debió de ser algo más que normas, leyes y formas de organización. Nunca pudo constituirse en una cultura política, es decir un cuerpo de creencias sustentada por valores y expresada colectivamente a través de actitudes y conductas. No se lograron consensos políticos (más que electorales y de apetencias personales) y sociales para el logro de acuerdos de gobernabilidad que permitieran cambiar los viejos parámetros de la asignación de recursos públicos y se los destinaran a los que realmente los necesitaban. No se pudo erradicar el clientelismo,
el histórico protagonismo caudillista, ni generar mecanismos de participación de los ciudadanos, principios fundamentales de todo proceso de consolidación política. Nunca la dirigencia entendió que nuestra democracia necesitaba crear expectativas hacia un futuro estable y que no podía hacerlo con instituciones débiles, con procesos económicos muy lejanos a la búsqueda del bienestar compartido, con la falta de un marco de seguridad jurídica y con ineficiencias que generan mayor desigualdad en la sociedad.
Aquel diciembre de 1983 fue la expresión de la voluntad y la razón de un país que puso de manifiesto que la democracia iba a persistir gracias al esfuerzo, lucha y respaldo de todas y todos los ciudadanos.
Este diciembre del 2022, 39 años después, nos encontramos nuevamente ante un desafío institucional en donde la dirigencia y la sociedad deberán empezar a
desgranar sus pensamientos y propuestas concretas del modelo democrático y
republicano del futuro. Tendrán que entender que un país avanza hacia su
consolidación institucional cuando hay un sólo patrón para medir los valores éticos y su responsabilidad civil; cuando cada ciudadano acepte que su futuro depende de su profunda reflexión y de su exhaustivo examen de conciencia; cuando todos nos decidamos de una buena vez a entrar en la historia por el camino de la verdad, de la libertad, asumiendo como seres maduros nuestras propias debilidades y nuestros propios errores. Siento que cuando todo ello suceda, allí estaremos más cerca de encontrar nuestro destino como Nación.
Mientras tanto, querido papá, con el recuerdo tan presente de aquel 10 de diciembre de 1983, sólo me queda decirte que ese camino trazado, sigue presente con tu recuerdo, ejemplo y legado.
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