Por Bernardo POBLET
Caminar por ese pequeño sendero en los bordes sureños de la Cordillera era como volver a ver una entrañable película en la que se redescubre siempre algo nuevo.
La tarde parecía cansada y le dejaba el espacio a nubes amenazadoras que la estaban pintando de gris, Un relámpago trazó en el cielo lo que me pareció la marca del zorro y una explosión hizo temblar el bosque o por lo menos a mí. No tenía miedo pero sí esa sensación de sentirse vulnerable frente al poder de la naturaleza; cuando eso ocurre me refugio en la poesía, me rebelo a las racionales explicaciones de la física, me gusta fabular que son los dioses que se enojan y expresan su bronca con truenos, rayos, centellas y tomados.
Apuré el paso y pronto divisé con alivio el pequeño refugio: en una elevación, sólido, gruesos troncos y un techo inclinado para que en el invierno la nieve se deslice y su peso no lo aplaste. Apenas tuve tiempo para acomodar mi mochila, un verdadero diluvio se desplomó, el agua comenzó a correr por las rocas con inusitada velocidad abriéndose paso con prepotencia. Una rápida mirada me tranquilizó, el guarda parque hacía bien su trabajo: leña seca, un par de cacerolas, un balde para recoger agua y limpios la mesa, los bancos y un hacha. No se necesita más. Rápidamente el fuego comenzó a ambientar. Un salamín, una galleta seca, agua de la cantimplora seria mi cena.
Mientras me envolvía ese estruendo de furia con el que me estaba amigando al saberme seguro, por un rato, me sentí sumergido en la esencia de la naturaleza y en mi mente, como en un film, aparecieron imágenes, como empujadas por ráfagas de viento: el mar, que siempre me regala horizontes; ese otro mar, el de arena, donde descansan los restos de las que alguna vez fueron montañas; más de mil millones de estrellas que me abruman en su infinito; velocidades fantásticas de todo el sistema en movimiento que el intelecto no entiende; el planeta que se enfría lentamente y a veces cruje con terribles impactos para los que vivimos en su frágil superficie; el fascinante misterio de leyes que ordenan el universo. No parece nada fácil para la vida sobrevivir en este asombroso entorno pero también ¡ qué maravilla!
Me acosté para dormir en uno de los bancos, con la mochila como almohada; tuve que levantarme tres o cuatro veces para alimentar las llamas mientras la tormenta mantenía su intensidad. Desperté con la claridad del amanecer, sin lluvia y un esperado silencio, sólo el rumor de las hojas que una tímida brisa movilizaba. Sentí que debía romper el hechizo de no haber pronunciado una sola palabra durante toda la noche, el fragor de la borrasca domina todos los sonidos, abrí la puerta, respiré profundo, experimenté el gozo de estar vivo, de ser y con toda mi voz, sin pensarla, una palabra surgió con con toda mi fuerza…
¡SER!!!.... Sorprendido con el sonido mi propia voz, escuché un eco que repetía… ¡SER!.!.......SER!
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