viernes, julio 11, 2025

Los recortes que enferman: crónica de una emergencia anunciada

 Por Daniel Kiper


En la calle, bajo un frío sin clemencia, madres y padres alzan sus voces con más esperanza que fuerza, como quien grita para no morirse del todo. En el Congreso, al calor de intereses y estrategias, se disputa una sesión que ya no es técnica ni legislativa: es moral. Porque hoy no se debate una ley, sino un límite. Y ese límite —tan invisible como concreto— es el que separa a un país humano de uno desalmado.

A esta hora, miles marchan por la aprobación de la Ley de Emergencia en Discapacidad. Pero la emergencia, seamos sinceros, no empezó hoy. Viene gestándose en silencio desde que la motosierra fiscal del gobierno comenzó a segar sin mirar. Recortar en discapacidad no es un ahorro: es un acto de crueldad deliberada. Y no es metáfora. Es literal. Porque los recortes de salud enferman. Porque la omisión —cuando es política— también es violencia.

Ningún país se mide por sus recortes, sino por la dignidad con que trata a quienes no pueden valerse por sí solos. Y la Argentina que hoy se gobierna desde un Excel y según dictan algoritmos, parece haber olvidado que nuestras vidas —y con mayor razón las vidas de las personas con discapacidad— no caben en una planilla de cálculo. El derecho a la rehabilitación, al transporte, a la medicación, al acompañamiento, no es una dádiva ni un privilegio: es una obligación constitucional.

Las pensiones se demoran. Las coberturas se caen. Las familias deben judicializar cada asistencia como si fueran a mendigar un favor. Y mientras tanto, funcionarios de traje repiten —desde la comodidad de sus despachos y defendiendo sus sueldos millonarios— la palabra “ajuste” como si se tratara de una virtud cívica y no de una amputación ética.

Lo que hasta ayer parecía un drama administrativo, hoy amenaza con transformarse en tragedia institucional. Porque el presidente Javier Milei —con esa mezcla de soberbia tecnocrática y crueldad performática— ya anticipó que vetará la ley si el Senado la aprueba. “No hay plata”, repite como dogma. Y si el Congreso insiste, “judicializaremos la cuestión”, advirtió su vocero. Es decir: no solo recortan, también impiden que otros reparen.

Como si fuera poco, la ministra Patricia Bullrich —quizás la única capaz de endurecer aún más la escena— declaró que el país no puede ser “rehén de los reclamos de discapacidad”, como si el derecho a vivir con dignidad fuera un chantaje y no una exigencia constitucional. Alguien debería recordarle que, en democracia, el único rehén es el pueblo cuando sus derechos son pisoteados por el poder.

Gabriel García Márquez escribió que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.” ¿Qué recordaremos nosotros de este tiempo? ¿Qué relato quedará? ¿El de los indicadores macroeconómicos o el de los niños con discapacidad que dejaron de ir a terapia? ¿El de un superávit fugaz o el de los adultos mayores que ya no acceden a una silla de ruedas por decisión de funcionarios que ostentan el lujo con el desparpajo de los impunes?

Y si la pregunta duele, más duele la respuesta. Porque ya no se trata de negligencia. Es doctrina. Es decisión. Es modelo. Esparta —esa cuna del fanatismo militar— arrojaba a los recién nacidos con discapacidad a una fosa común llamada Apothetai, en las laderas del monte Taigeto. Según relatan autores como Plutarco, los ancianos del clan inspeccionaban al recién nacido: si no era sano y fuerte, lo abandonaban allí para que muriera. Creían que así preservaban la fortaleza del pueblo.

Hoy, en versión moderna y posmoderna, ciertos gobiernos optan por abandonar a quienes más necesitan, con argumentos que suenan sofisticados pero que ocultan la misma brutalidad.

En Mendoza, en Córdoba, en Tucumán, en Rosario, las protestas se multiplican porque la necesidad ya desbordó la paciencia. No es ideología, es desesperación. No es oposición, es humanidad. Pero el poder, cuando se envalentona, no escucha. Y cuando no escucha, degrada. Y cuando degrada, se degrada.

La salud pública no se sostiene con discursos abstractos ni con contabilidad contorsionista. Se sostiene con recursos, con decisiones, con sensibilidad. Y sobre todo, con una convicción simple pero urgente: que el Estado debe estar donde duele. No para observar el dolor, sino para aliviarlo.

Hoy el Senado tiene una oportunidad, pero también una deuda. Aprobar la Ley de Emergencia en Discapacidad no va a reparar todo lo dañado. Pero puede ser el primer acto decente en medio de una indecencia sostenida. Un mínimo gesto de cordura en el centro de una política cada vez más alejada del sufrimiento del pueblo.

Porque ajustar en discapacidad no es un sacrificio: es una renuncia. Y lo que se pierde cuando se renuncia a los más vulnerables, no se recupera con ningún superávit.

Y al final del día —cuando se apaguen las cámaras y queden solo los pasos arrastrados de quienes vuelvan a sus casas sin respuestas— quedará una pregunta:

¿Qué tipo de país somos cuando miramos a los ojos del que más nos necesita, y aún así elegimos mirar para otro lado?

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