El Gobierno reaccionó como lo hizo otras veces. Aludió a un hipotético boicot o a un plan conspirativo. Kirchner afirmó, incluso, que el escenario elegido, su provincia natal, no fue una casualidad. ¿Existió tal conspiración? El Presidente y el gobernador de Santa Cruz, Sergio Acevedo, quedaron convencidos de que esos piqueteros duros buscaron con la revuelta la víctima que en estos años no tuvieron. Esa fatalidad les hubiera dado argumentos, a lo mejor, para tornar otra vez masivas las marchas en distintos lugares del país. Las marchas vienen languideciendo en número aunque no en intensidad.
Informaciones de inteligencia aseguran que también se había detectado la posibilidad de un foco de agitación en Salta. Aníbal Fernández, el ministro del Interior, habló con el gobernador Juan Carlos Romero para alertarlo. El Gobierno le temía a una represión que pudiera terminar mal. Romero no comparte los mismos criterios de Kirchner y Acevedo sobre cómo afrontar aquellos desafíos.
Las creencias oficiales sobre el supuesto plan de la izquierda se nutrieron con otros datos de la realidad: esas agrupaciones, cuya base es el Polo Obrero, tienen sus expresiones más fuertes en el sur (Santa Cruz y Neuquén) y en el norte (Salta).
¿Pudieron ellos solos desatar semejante locura? ¿Pudieron haber cambiado el plan original por un asesinato a un policía que les arroja todavía mayor descrédito popular? Las opiniones en el poder se bifurcan. Acevedo está persuadido de que los manifestantes y los violentos eran todos de la zona. Quizá no de Las Heras, pero sí de Caleta Olivia o Pico Truncado. En el Gobierno conjeturan que hubo revoltosos que habrían llegado de otras provincias. ¿Todos de la izquierda? "Presumimos que sí", dicen. Sin absoluta fe.
Un conflicto de los petroleros no es ninguna novedad en Santa Cruz. Los pleitos que soporta Acevedo los tuvo también en su momento Kirchner. Pero aquel conflicto ganó hervor en un par de semanas más de lo aconsejable. El reclamo por las modificaciones impositivas y mejoras salariales se tradujo en enero en una drástica caída de la producción: de 500 mil metros cúbicos habituales descendió a 350 mil. Pero los directivos de las empresas petroleras advirtieron sobre la gestación de un clima de intimidación y amenazas. Incluso sobre sus familias.
La dureza suele ser también una característica de las luchas laborales en el sur. De allí el predominio de las posturas radicalizadas. Hasta resulta a veces muy complicado trazar una frontera entre quienes demandan de buena o mala manera y quienes deben proteger el orden. La realidad indica, por caso, que un número importante de esposas de policías militan hoy en la izquierda y organizan mitines en reclamo de mejores salarios para sus maridos. Un abismo separa el sueldo de los agentes —que dependen del Estado— del de los trabajadores petroleros.
Pero el problema grave está cuando los límites se esfuman. A fin del año pasado Acevedo tuvo un alerta sobre la posible incubación de violencia cuando ordenó detener a piqueteros que llegaron a Santa Cruz portando bombas molotov. Ahora se cuidó de cualquier provocación y recién luego de la tercera orden judicial dispuso el desalojo de los piqueteros. Pero nunca creyó que podía ocurrir lo que ocurrió. Más de 130 balazos disparados sobre la comisaría de Las Heras, una ambulancia también tiroteada, camionetas que pasaron raudamente amparadas en la oscuridad disparando con armas de alta precisión.
¿Sólo un grupo de desaforados? ¿O una operación orquestada? ¿Sólo un espamo de activistas? ¿O alguna organización con logística y financiamiento? Acevedo tiene por delante una tarea doble: desentrañar esas dudas que golpearon también las oficinas del Presidente pero, ante todo, investigar y hacer justicia por la muerte del indefenso policía. No hay un horizonte despejado porque la política del miedo parece haberse instalado las últimas semanas en el pueblo de Las Heras. Los testigos dicen todavía menos de lo que saben. Y el resto enmudece. Resulta imprescindible para la Argentina que este caso tome el mismo rumbo que adquirieron los asesinatos de Maximiliano Kostecki y Darío Santillán en la estación Avellaneda.
Esos retos para Acevedo son también retos para Kirchner. La violencia está, por ahora, sólo confinada en el sur. Pero los piquetes siguen provocando el caos urbano y malquistan, sobre todo, a los habitantes porteños que no fueron generosos con él en el momento de votar. Se reproducen las demandas salariales y demasiados conflictos van adoptando la metodología piquetera. Bañeros y vecinos de Mar del Plata cortaron el tránsito por los destrozos que la pleamar causó en varios balnearios. Se interrumpen calles y se interrumpen rutas.
Uruguay no quiere seguir dialogando sobre el conflicto por la instalación de las papeleras en Fray Bentos mientras continúen bloqueados los pasos fronterizos. No hay que mezclar peras con manzanas: los entrerrianos asumieron esa forma de queja drástica porque no tienen ninguna garantía de que aquella industria sobre el río Uruguay no termine arruinándoles la vida. No piden salarios, planes sociales ni derraman discursos saturados por ninguna ideología. Pero tampoco parece esa la manera de solucionar el problema.
Kirchner tiene una disyuntiva y el gobernador Jorge Busti otra. Pretenden atenuar la protesta pero —por la permisividad en otros casos— carecen de autoridad y de argumentos convincentes para lograrlo. La decisión de llevar el litigio hasta el Tribunal de La Haya no fue suficiente: los cortes continúan. Hay que repartir culpas en las dos orillas: Tabaré Vázquez no se atrevió a demorar el proyecto y hacer un estudio exhaustivo de impacto ambiental para no ser acusado por la oposición colorada que propició la idea; el Gobierno se percató aquí del embrollo muy tarde porque el año pasado se dedicó a la política electoral.
El conflicto permanece casi estancado. El último diálogo de Kirchner con Tabaré había abierto una hendija de negociación. Pero el mandatario uruguayo la cerró cuando sostuvo que la construcción de las papeleras no se detendrá. Después enmendó tanta intransigencia ensalzando a Kirchner y proponiendo una cumbre entre ambos. La política doméstica obliga a Tabaré a un constante bamboleo.
El Presidente está bien resguardado por el peronismo. Los bonaerenses han dejado a Eduardo Duhalde y reivindicaron la semana pasada el liderazgo de Kirchner. Kirchner necesita esos votos para asegurarse la reforma a la Magistratura y dar la batalla que la oposición planteará, además, por el conflicto con Uruguay. Por eso se enojó con Felipe Solá cuando el gobernador pretendió avanzar sobre el PJ provincial para cobrar los guarismos de octubre. Pero aquel enojo aflojó. Los ex duhaldistas, en cambio, no olvidan la amenaza.
La política asomó otra vez con ramalazos de esa interna. La economía tuvo después de largo tiempo malas noticias. El brote de aftosa en Corrientes provocará pérdidas millonarias en las exportaciones de carne y volverá a mellar la confianza de los mercados del mundo en la producción argentina. ¿Sólo un accidente o ausencia de un verdadero control?
El percance no representa ninguna calamidad. Pero es un síntoma de que nuevos y viejos problemas económicos, políticos y sociales regresaron. El país ha dejado de reposar.
- Joaquín Morales Solá, "La Nación" - "Los problemas que Kirchner no puede resolver":
Un río enfurecido y, en el otro extremo, el desierto patagónico taladrado a balazos. Gualeguaychú y Las Heras. Néstor Kirchner, el presidente sin oposición diestra, encontró su calvario político en el revuelo de los simples peatones, algunos más interesados que otros en extenuarlo. Es una adversidad que no puede explicar ni explicarse. Le sucedió justo a él, que se pasó casi tres años diciéndoles palabras demagógicas a los argentinos de a pie.
El problema con Uruguay por las papeleras se acerca a una probable solución técnica y política. Kirchner y Tabaré Vázquez están hablando, entre secretos de aquí y de allá, más de lo que se supone. Pero el punto nodal del conflicto sigue ahí: la sociedad de Gualeguaychú no está dispuesta a bajar los brazos. El puente que une ambos países está cortado, casi siempre. La temporada turística de Uruguay ha sido un desastre, porque muchos argentinos eligieron ir a lugares donde sabían que llegarían algún día.
Los políticos tienen parte de la culpa. El gobernador Busti soliviantó a esa sociedad, al principio, con el objetivo imposible de que las fábricas no debían levantarse en la ribera del Uruguay. Todo lo que se consiga ahora, por debajo de esa consigna inútil, se parecerá siempre a una derrota. Están sublevados allí las amas de casa, los jornaleros, los comerciantes, el obispo y el intendente. No son los piqueteros de Castells ni de Pitrola. A éstos los pueden desafiar los gendarmes vestidos con parafernalia de guerra. A aquéllos, no.
Hay dos cosas ya irreversibles en el conflicto de las papeleras: se levantarán en Uruguay y lo harán en Fray Bentos. El desafío de los gobiernos consiste ahora en achicar los daños. Se está bosquejando una solución que podría disminuir hasta lo imperceptible los problemas del olor y del cloro, que son los principales. Una comisión de ambos países podría controlar no sólo la construcción de las fábricas, sino también su producción futura. Ambos gobiernos podrían suscribir un acuerdo con esos grandes trazos.
Busti sabe ahora que es tan fácil sacar la gente a la calle como difícil es devolverla luego a sus casas. ¿Por qué ir a La Haya si hay una antigua sociedad práctica y emocional entre los dos países y un ámbito común como el Mercosur?
La última: los problemas deben resolverse aun cuando, al comienzo, no se perciba su magnitud. Lo que comenzó siendo un conflicto medioambiental es ahora una cuestión política, porque son gestos políticos los que se necesitan. La administración argentina precisa de una concesión uruguaya para enterrar el conflicto en Gualeguaychú. El gobierno uruguayo requiere que liberen el puente binacional para terminar el bosquejo de una solución. Todo eso es política y no sólo medio ambiente.
Kirchner barrunta que el desmadre de Santa Cruz estuvo armado. No sabe todavía por quién. ¿Hubo asesinos a sueldo, como sospechan en Santa Cruz? ¿La interminable balacera buscó quebrarle el equilibrio al propio presidente? ¿O fue, acaso, la consecuencia de viejas trifulcas entre hombres duros del Sur?
Los piquetes obreros -y petroleros- en Santa Cruz han sido siempre rudos y volcánicos, pero nunca han llegado al vandalismo de matar y de provocar un tiroteo que cause tal estrago. El conflicto involucra a tres empresas petroleras, pero sólo una, Repsol, decidió dar la cara. El conflicto en sí tiene muy poco que ver con las empresas: un reacomodamiento sindical (los obreros de empresas subcontratistas quieren pasar del sindicato de la construcción al de los petroleros) y la eliminación del impuesto a las ganancias. El primero es una cuestión del Ministerio de Trabajo, y la segunda, una decisión política del gobierno federal.
En el Gobierno hay un pacto de silencio sobre lo que sucedió en el confín del país en la noche del martes ingrato. Nadie dice nada -ni dirá nada- hasta que tengan la versión completa de la conspiración. La conspiración existió, según el Gobierno, pero ahora hay que lograr que encajen los datos de la realidad en la convicción previa. No siempre es posible.
Las empresas, que ya vienen traqueteadas por los vaivenes de Kirchner y sus extrañas reglas, reclaman ahora un marco de garantías para recobrar la normalidad. No trabajan con un producto cualquiera; se trata de la indispensable energía en un país que se encamina, alegre y parlanchín, hacia una crisis energética.
Hubo un muerto en las tierras de Kirchner. Es una trágica ironía (¿o un complot?) que eso le haya pasado en Santa Cruz y justo a él, que veló durante dos años y nueve meses para que ninguna muerte manchara su gestión. Cabalgó los meses más duros del piqueterismo (los primeros luego de su acceso al poder) para esquivar una noticia de violencia y de luto. Lo había conseguido.
Se equivocó cuando empezó a confabular con algunos piqueteros y éstos le ofrecieron sus gentiles servicios de apriete y de extorsión. Entonces fue, quizá, cuando se perdió la noción de una orilla entre el Estado y el delito.
Los 130 orificios de bala en una comisaría de la provincia de Santa Cruz no pueden considerarse en forma aislada de los insultos que desde la conducción de una de las entidades gremiales de los empresarios ganaderos se dirigieron contra el presidente de la República. Ambos episodios ocurren cuando se aproxima el 30º aniversario del último golpe militar, aquel que comenzó la remodelación quirúrgica de la sociedad argentina. El gobierno de Néstor Kirchner es el primero que en esas tres décadas ha afectado intereses de los capitales más concentrados y se ha atrevido a cuestionar tanto la lógica económica impuesta desde entonces como la conducta de quienes usaron sin límites éticos ni jurídicos la fuerza del Estado para allanar cualquier resistencia a ese proyecto de “venganza social de la oligarquía contra la Argentina plebeya.
Los resplandores nocturnos que apagaron la vida de un funcionario policial patagónico y tumbaron con heridas a otros cinco provinieron de armas que fueron admitidas sin impugnaciones efectivas dentro de una manifestación de trabajadores. A su manera, también ellos reaccionaban contra las consecuencias de aquel proceso de desintegración social, pocas horas antes de que se conociera que los índices de pobreza habían vuelto a caer mientras la desigualdad entre quienes perciben ingresos había vuelto a aumentar.
Mientras las investigaciones avanzan hacia el esclarecimiento de los hechos, el episodio de Santa Cruz obliga a un análisis cuidadoso, que eluda cualquier conclusión lineal y que sin olvidar la especificidad provincial vaya más allá de sus confines. Es decir, que conserve validez más allá de que en este caso concreto se determine si quienes dispararon fueron manifestantes o provocadores, de derecha o de izquierda.
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