Por Eduardo Zamorano
En noviembre de 2008, me dio por escribir a partir del hito histórico de alcanzar los 25 años de la recuperación de la institucionalidad democrática.
Ya, para ese entonces, era público que el Dr. Alfonsín padecía una enfermedad terminal de la cual difícilmente se recuperaría. De allí que focalizamos nuestro comentario en el ex presidente y figura mítica de la política criolla.
Ante su fallecimiento el 1 de abril del corriente, hubo discursos, recuerdos, sentidas lamentaciones, síntesis biográficas, y hasta análisis de su proyección histórica.
Confieso que acusé el impacto y no me resistí a la emoción. En particular, me identifico con una frase de Jorge Lanata (Contratapa del diario Crítica del 2 de abril de 2009, titulada “PAPA NO PODIA VOLAR”, ver aquí) que transcribo:
“NO SE SI AHORA, AL HABLAR DE ALFONSIN, HABLAMOS DE ÉL O DE LO QUE FUIMOS; NO SE SI HABLAMOS DEL OCHENTA Y TRES, CUANDO SOÑÁBAMOS QUE PODÍAMOS SER”.
A continuación, como modesto homenaje a un político de fuste y buena persona, reproduzco el mencionado Panorama del mes de noviembre.
Aquél 30 de octubre de 1983 fue un día soleado y cálido.
Después de interminables diez años, con indisimulable entusiasmo, cumplí con una doble obligación ciudadana: voté y presidí una mesa electoral.
Luego del conteo de votos, llenado de planillas, lacrado de sobres y urnas, emprendí el regreso a mi casa. Para mi sorpresa, los primeros resultados propalados por la radio del auto favorecían al candidato radical; ya tempranamente, aún cuando se esperaba una avalancha de votos peronistas, en las esquinas claves la gente se arracimaba con banderas rojiblancas victoreando las consignas de la hora.
A las diez de la noche, una alegría contagiosa recorría los cien barrios porteños: Alfonsín había triunfado por más de diez puntos sobre Italo Luder, el candidato peronista, y concretaba la hazaña inédita de vencer al multitudinario movimiento en comicios libres, sin trampas ni proscripciones.
Pasaron veinticinco años de aquellos sucesos entrañables; emergíamos, maltrechos y todavía temerosos, de la peor dictadura militar de todas las inauguradas, trágicamente, en 1930.
Para muchos, casi milagrosamente, la presidencia de la nación era ocupada por un político de perfil progresista y republicano; carismático pero sin estridencias demagógicas; surgido del riñón partidario aunque propiciador de los elencos pluralistas y del diálogo constante.
Este escriba confiesa, sin pudor ni prevenciones, que vivió un momento de gran esperanza.
Permítaseme, entonces, esta evocación nostalgiosa para arrancar estos breves comentarios.
LA NEGOCIACIÓN PERMANENTE
Los tres primeros años de gestión estuvieron signados por la compleja transición hacia mecanismos democráticos después de un largo período de gobiernos de facto o semiconstitucionales.
El tema más acuciante se planteaba con las secuelas de la guerra sucia. Aquí, Alfonsín combinó, en brillante alquimia, su vocación humanista con una buena dosis de realismo político.
Primero cedió la iniciativa a los jueces militares para otorgar la chance de una dudosa autodepuración. Empero, conciente de los infranqueables límites corporativos, creó simultáneamente una comisión de notables para que descendiera a los infiernos y -de manera pausada pero firme- fuera despabilando a una sociedad surcada por la ignorancia o amurallada en la hipocresía.
La investigación, denominada “NUNCA MAS”, logró una difusión notable elevando la conciencia social de modo que permitiera el juzgamiento de los responsables de la masacre.
A diferencia de Nüremberg, no hubo un ejército vencedor respaldando los juicios; por el contrario, existió una sorda resistencia en las instituciones armadas que, poco tiempo después, se evidenció con las rebeliones carapintadas.
Y aquí comenzaron las críticas al gran negociador.
Para los eternos revolucionarios de café y no pocas almas bellas que hablan antes de pensar, Alfonsín fue blando ante el motín.
La frase: “felices pascuas, la casa está en orden” fue ridiculizada hasta el vituperio como sinónimo de engaño para desmovilizar al pueblo.
Menos aún se le perdonó que transigiera con los levantiscos otorgándoles las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida”.
Los apóstoles de la intransigencia pretendían que reprimiera sin miramientos a los sublevados acudiendo a las “tropas leales” o, en su defecto, lanzara contra ellos a las enardecidas masas populares, pertrechadas con piedras y matagatos.
La insensatez de esta alharaca de barricada quedó al descubierto con la marcha de tortuga del General Alais (jefe de las supuestas “fuerzas leales”) o, peor todavía, con el infantilismo suicida de Gorriarán Merlo y su patrulla perdida en el episodio de La Tablada.
NO PUDO, NO SUPO, O NO QUISO.
Cuenta la leyenda que la economía es el talón de Aquiles de los radicales, y Don Raúl no fue la excepción.
Su gobierno finalizó anticipadamente en medio de una inflación desbocada y un clima preanárquico que obligaron a adelantar la asunción de Menem.
Años después, se produjo el otro suceso que erosionó el prestigio del líder radical.
En 1995, Menem perseguía denodadamente su re-elección; agrandado por una gestión ponderada por buena parte de la veleidosa sociedad argentina, el riojano estaba resuelto a conservar el gobierno con el mismo empecinamiento puesto en retener su apreciada “Ferrari testarrossa”.
Bajo ese contexto incierto, Alfonsín volvió a negociar: esta vez el canje fue la soñada re-elección por un aggiornamiento de la Constitución Nacional introduciéndole algunos institutos presuntamente orientados a morigerar su excesiva impronta presidencialista, los cuales mostraron su inoperancia ante la contundencia de una cultura política forjada en el caudillismo.
Después, la eximia muñeca para la rosca pergeñó la fallida experiencia de la “Alianza”, derrumbada ante tempus ante una pasividad de Alfonsín que varios observaron con suspicacia.
Fue el tiro del final: el radicalismo junto a su líder inició su peregrinar por el desierto.
En efecto, los sucesivos fracasos electorales, especialmente agudos en los grandes centros urbanos, provocaron una constante diáspora de militantes tanto hacia la derecha como a la izquierda del arco político.
Hoy, buena parte de los analistas políticos consideran que el añoso partido de Alem e Yrigoyen es una especie política en vías de extinción.
¿PROFETA EN SU TIERRA?
Este itinerario poblado de contrastes torna más valioso el reconocimiento que dirigentes políticos y sociales, pero también una porción significativa de la opinión pública, brindan actualmente a Raúl Alfonsín.
El fenómeno es aún más llamativo si se piensa que la Argentina ha sido extremadamente ingrata con sus máximos dirigentes mientras vivieron.
En rigor, es un país cultor de la necrofilia y, como tal, suele valorar post mortem a sus figuras políticas trascendentes. Por ello, el exilio (San Martín, Rosas, Sarmiento) o la indiferencia (Belgrano, Yrigoyen, Frondizi) se han practicado con cruel insistencia.
Hasta el mismísimo Perón vió truncado el majestuoso tributo popular en Ezeiza por la violencia desatada entre sus seguidores.
Es posible que algunos estilos de conducción ajenos a la negociación y el diálogo hayan revalorizado aspectos no siempre recordados de la gestión alfonsinista; particularmente aquéllos tendientes a revertir las tendencias autoritarias de la sociedad argentina. Con mayor o menor fortuna, hubo iniciativas para favorecer una mayor democratización de las instituciones y de la vida cotidiana: la ley de reordenamiento sindical, el congreso pedagógico, el tratado de límites con Chile así como la consulta popular que lo posibilitó, la ley de divorcio vincular, etc.
En su lúcido ensayo: “La Invención de la Argentina”, un reciente visitante, el politólogo inglés Nicholas Shumway desarrolla su tesis sobre la necesidad, válida para cualquier país, de crear un imaginario que sirva de catalizador histórico y referente intergeneracional. Ello permite cohesionar a un pueblo cimentando la confianza en su porvenir.
Este imaginario se edifica a partir de la exaltación de líderes positivos; personajes que sinteticen los valores de un proyecto nacional.
La construcción de un símbolo en torno a su figura asociado al republicanismo y la tolerancia, tal vez sea el mejor servicio a su patria de Raúl Alfonsín.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario