Por Eduardo Zamorano
El homicidio del ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu, a manos del núcleo inicial de la organización “Montoneros”, puso una bisagra en la violencia política que caracterizó las décadas del sesenta y setenta en la Argentina.
Antes de este suceso -ocurrido a fines de mayo de 1970- hubo episodios de guerrilla rural (“Uturuncos”; “Ejército Guerrillero del Pueblo”; “Fuerzas Armadas Peronistas”, entre los grupos más notorios); urbana (“Tacuara” con el asalto al Policlínico Bancario; y el “Grupo Cóndor” con el secuestro de un avión para aterrizarlo en Malvinas); y hasta insurrecciones populares masivas ( “Cordobazo”). Empero, el secuestro y ejecución de Aramburu provocó un avance cualitativo sin precedentes de la insurgencia de izquierda, convirtiéndose en una señal de largada para el incremento de las acciones de este tipo.
En la novela “TIMOTE” (Planeta-2009), el ensayista y escritor JOSE PABLO FEINMANN acomete la difícil empresa de ficcionalizar esta tragedia.
Con un formato coral, las voces de los actores del drama (el propio Aramburu, Fernando Abal Medina, Norma Esther Arrostito, Mario Firmenich, y unos pocos más) testimonian al lector las causas del estallido revolucionario así como la prefiguración de la masacre represiva que inevitablemente desataría.
Feinmann no se aparta de la historia canónica sobre el acontecimiento. Trazando una apretada síntesis:
Un reducido grupo de jóvenes católicos tercermundistas, convencidos que el regreso de Perón al país debía obtenerse a punta de fusil desdeñando negociaciones artificiosas de cúpula aún cuando el líder exilado pudiera participar de las mismas, resuelve eliminar al General Aramburu con un doble propósito: (i) Convertirse en la vanguardia revolucionaria del pueblo peronista, vengando los escarnios y vejaciones de la Revolución Libertadora en su referente más preclaro. (ii) Neutralizar al Aramburu político quién, paradojalmente, podía convertirse en puente y garante del ansiado retorno de Perón; claro que en un marco de concesiones y seguridades recíprocas que frenarían, una vez más, el potencial revolucionario de la brumosa identidad política de las masas argentinas.
Esta percepción por parte del autor de los acontecimientos que rodearon el crímen se expresa en los diálogos que surcan la novela; por lo tanto, no existen en su trama los desvíos conspirativos que alimentan algunos cultores de esta célebre maniobra (complot organizado desde bambalinas por la inteligencia de Onganía; conspicuos integrantes del grupo ejecutor con pertenencia inorgánica a los servicios de informaciones; etc)
Debe reconocerse que, aún sin matizar los estereotipos convencionales de guerrilleros y militares, Feinmann evita sacralizar o demonizar a sus criaturas.
En este sentido, Aramburu es el militar astuto y pragmático que, si bien justifica las crueldades perpetradas por el golpe del 55, es conciente de su inutilidad para “desperonizar al pueblo”; antes bien, a diferencia de la mayoría de sus pares de entonces, intelige que esas inicuas desmesuras fortalecieron políticamente al mito.
Fernando Abal Medina -en rigor el libro condensa un contrapunto dialéctico entre el nombrado jefe guerrillero y el general antiperonista, siendo comparativamente insignificantes los decires de los otros personajes-, encarna al católico fundamentalista; no ya del estilo vetusto de los discípulos del Padre Meinvielle, veneradores de Maurras y otros epígonos de la derecha eclesiástica, sino con un fanatismo disimulado bajo un discurso profundamente humanista, que retoma la espada bíblica para liberar a los pobres de la explotación de los nuevos mercaderes.
Fernando es duro, intransigente, rotundo en su impiedad, pero no disfruta con su gesta; por el contrario, hay sufrimiento en los momentos previos a la consumación de la sentencia revolucionaria.
A la hora de construir algunos personajes, la novela discurre, como anticipamos, por algunos lugares comunes del imaginario setentista:
1.- Arrostito, alias “La Gaby”, es una suerte de femme fatale intelectualizada, el cerebro teórico del grupo, la escriba punzante y creativa. Es también la “mentora” que, con intensa militancia previa en el Partido Comunista y siete años mayor que Fernando, lo introduce en las inescrutables complejidades de “El Capital” así como en los deliciosos misterios del sexo.
En definitiva una exótica mezcla de Mata Hari con Rosa Luxemburgo.
2.- Firmenich (motejado “Manolito” por Fernando, más por sus razonamientos simplistas que por su parecido con el personaje de Quino) es cincelado como una especie de “Salieri” juvenil, celoso del carisma de Fernando como de la fascinación que logra en la hembra más apetecible y deseada.
Es el segundón, paciente y desconfiado, al asecho de su oportunidad sabedor que la temeridad de Fernando, su apasionado romance con la muerte, es el reaseguro para alcanzar la cúpula de la Orga.
La novela presenta una estructura casi teatral; más aún, pensamos que no pasará demasiado tiempo para su pertinente adaptación y puesta en escena en algún teatro porteño.
Por el contrario, sería un desatino mayúsculo emprender la ímproba misión de guionarla para una eventual película, la cual con toda seguridad sería tan pesada como los plomos que se cruzaban en aquel tiempo.
Concluímos con dos frases que Feinmann pone en boca de sus principales personajes, las cuales los insertan en el clima de la época mostrando sus diferencias pero también sus proximidades en cuanto a formación religiosa.
Fernando interpela a Dios en estos términos:
“Señor, te pedí que no desviaras hacia mi persona tu mirada. Soy libre y me basto. No esta vez, Señor. Voy a quitar una vida. Voy a matar. Los hombres se matan los unos a otros y no parecieran preocupados por tu juicio. Ni por tu clara sentencia: No matarás ¿Cómo podía cumplirla en un mundo en que nadie la cumple? ¿Cómo podría yo no matar en un mundo cuya ley es la muerte? Podría hacerlo sin confesártelo ¿Te enterarías? Lo dudo.”
A su turno, Aramburu reconviene con dignidad a Fernando:
“No creas que no llevo en mi conciencia el peso de los muertos que me tirás a la cara. Pero no por vos, por Él. Tengo miedo de presentarme en pecado cuando me convoque ¿y vos, pibe? ¿Qué pensás decirle a nuestro Señor, al Dios de nosotros, los católicos, cundo te pregunte por qué me mataste? ¿No te preguntaste eso? Un católico es un hombre temeroso del juicio de Dios. Si no lo es, no es un católico”.
En definitiva, una pincelada interesante sobre la gran tragedia argentina.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario