El lector, divino tesoro: castigo, perdón, reconciliación u olvido...y un homenaje a la lectura
Por Eduardo Zamorano
Transcurre 1958 y Alemania (la trama se ubica en el entonces llamado sector “occidental”) va emergiendo de entre los escombros a que la redujo el desvarío nazi.
Un romance infrecuente entre un estudiante adolescente de quince años, introvertido y soñador, con una guarda de tranvía treinteañera, hosca y solitaria, es el disparador de una formidable reflexión fílmica sobre temas cruciales que hoy despiertan ardorosos debates.
¿Existe el MAL ABSOLUTO o, aún en sujetos execrables anidan vestigios de nobleza y hasta bondad?
¿Es ético que el receptor de un secreto íntimo se niegue a revelarlo, aún sabiendo los males que sobrevendrán sobre su confidente, fruto de esa omisión?
¿El castigo de los crímenes de lesa humanidad termina centrándose en un puñado de victimarios notorios para que sean chivos expiatorios tranquilizadores de las conciencias de las mayorías, testigos mudos ante el horror, negadoras al borde de psicosis de masas, o pusilánimes aferrándose a una posible sobrevivencia?
¿Las relaciones sexuales entre adultos y adolescentes, aún en un marco de amor y absoluto consenso, dejan en los menores cicatrices inesperadas?
Estas son las propuestas del film “EL LECTOR”, recientemente estrenado, dirigido por Stephen Daldry, y basado en la célebre novela de Bernhard Schlink.
HANNA SCHMITZ -notable interpretación de Kate Winslet, ganadora del Oscar por su labor- es una mujer bella pero afeada por una expresión dura, distante y por momentos crispada. Vive sola y parece no tener parientes o amigos. Su vínculo durante unos meses con el jovencito MICHAEL BERG comienza con una impronta fuertemente erótica pero, sin abandonar ese perfil, se va deslizando hacia un rito que liga a los amantes, tanto o quizás más que el sexo.
En efecto, Michael se convierte en el “lector” de Hanna quién, al escucharlo, se abandona libremente a sus emociones: ríe, llora, y sus ojos trasmiten una conmovedora curiosidad.
Hanna encierra dos secretos. El primero se le revela a Michael (ya estudiante de abogacía) cuando, como parte de su formación académica, asiste a un juicio celebrado contra guardias femeninas acusadas de crímenes de guerra perpetrados contra mujeres judías prisioneras. Para estupor del joven, una de las presuntas victimarias es precisamente Hanna.
El otro dato oculto (que no explicitaremos, pero que el lector ya estará sospechando) también aparece ante un azorado Michael en las audiencias finales del juicio.
La vida continúa. Michael ya graduado, se casa con una brillante colega y tienen una hija, pero la sombra omnipresente de Hanna lo convierte en un hombre bloqueado para el auténtico compromiso afectivo.
Los encuentros postreros entre los protagonistas de la historia comprueban que en Hanna hay espacio para la ternura y el arrepentimiento. También Michael hará catarsis arrojando sus lastres del pasado para encontrar nuevas perspectivas familiares y sociales.
A pesar de la multiplicidad de abordajes que permite la película, el enfoque del genocidio nazi resulta el mas impactante. El personaje de Hanna parece diseñado siguiendo la línea de lo que Hannah Arendt denominó: “la banalidad del mal”.
¿El nombre escogido por Schlink para la protagonista de su novela será un velado elogio a la notable pensadora?
En este sentido, hay sujetos que actúan bajo circunstancias tales que hacen imposible, o al menos confuso, que comprendan en toda su dimensión la maldad de sus actos.
Arendt no reniega de la condición criminal de estos sujetos (por ejemplo: personal subalterno de escaso discernimiento cumpliendo órdenes bajo intensa presión psicológica), pero propone distinguirlos de sus jefes e ideólogos en punto a su tratamiento penal.
Sobre el punto no tienen desperdicio las respuestas -rigurosamente veraces y lanzadas sin un atisbo de especulación- que brinda Hanna a sus juzgadores; en particular, aquéllas referidas a la selección de las prisioneras enviadas a Autschwitz y a su pasividad frente al incendio de la Iglesia repletada de deportadas. El juicio a Hanna obliga a asociarlo, salvando distancias, con el realizado a Adolfo Eichmann, suceso que motivó las esclarecedoras reflexiones de Arendt.
Hay quiénes cuestionan que el film no define una postura frente a estos casos: castigo, perdón, reconciliación ú olvido.
Discrepamos con la objeción. Nos parece que un final abierto es más efectivo para impulsar el pensamiento autónomo que el mensaje moralizante o panfletario.
Por último, este escriba se permite una confidencia a sus lectores: al terminar la película sintió que, en algún lugar tal vez secundario o lateral, se escondía un emotivo homenaje al placer de la lectura.
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