viernes, agosto 07, 2020

De aquella bomba a esta incertidumbre

 Por Alberto Hutschenreuter 


El 6 de agosto de 1945 a las 8:15 de la mañana una bomba atómica (de uranio) detonó a 500 metros de altura sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Los tripulantes del bombardero B-29 estadounidense desde el que fue arrojada la bomba fueron los primeros en registrar la inmensa y espesa columna de humo de gases radiactivos de más de seis kilómetros de altura sobre el terreno real del enemigo. Por debajo de ella, la destrucción fue total y el número de muertos nunca dejó de contarse, pues a la muerte instantánea de más de 80.000 habitantes que produjo la explosión (equivalente a más de 1.600 toneladas de dinamita) siguió por años la muerte agónica de docenas de miles de japoneses. Tres días después, otro artefacto nuclear (esta vez de plutonio) fue arrojado sobre Nagasaki matando a más de 40.000 habitantes; el 15 de agosto Japón se rindió, teniendo lugar el acta formal de capitulación el 2 de septiembre. 




En buena medida y a un grado absoluto de violencia y destrucción, la utilización de la bomba terminó dando crédito a aquellos teóricos del poder aéreo en tiempos de guerra, como el general italiano Gulio Dohuet, que defendían los ataques aéreos indiscriminados contra blancos con el fin de doblegar la voluntad del enemigo. La muerte masiva de civiles en las confrontaciones militares ha sido una de las principales características de las “guerras integrales” en el siglo XX y, por lo que se puede constatar en sitios como Libia, Siria, etc., también en las guerras intraestatales del siglo XXI. 

El uso de la bomba en 1945 implicó también otras cuestiones, más allá de la principal, esto es, la rendición de Japón. Proseguir la guerra hasta asaltar la isla y tomar la bombardeada capital y lograr allí la capitulación, habría implicado la vida de miles de estadounidenses. Para los combatientes japoneses la tradición centrada en el honor significaba morir matando, como en Birmania y en otros tantos sitios de combate. Según datos que proporcionan investigadores, en la batalla de Tarawa perdieron la vida los 4.800 marinos japoneses que participaron, mientras que en Saipán sólo sobrevivieron 1.000 de los 32.000 soldados japoneses, muchos de ellos por causa de atentados suicidas. Las batallas de Iwo Jima y Okinawa fueron otros casos mayores de resistencia hasta la muerte por parte de los soldados japoneses. 

Esa misma filosofía de guerrero total se transformó en sumisión total una vez que el emperador llamó a la rendición. Para el general MacArthur, ese cambio de escala en los japoneses fue uno de los hechos que más lo impactaron. 

 A Estados Unidos no le quedó otra opción que arrojar la bomba. Como sostiene el profesor de historia de la Universidad de Harvard, Charles Maier, para el presidente Harry Truman “hubiera sido difícil de justificar ante la opinión pública estadounidense por qué se prolongó la guerra, cuando se disponía de esta arma”. 

Pero hubo otros propósitos más allá de utilizar la bomba para lograr la rendición de Japón y el final de la Segunda Guerra Mundial en el teatro del Pacífico. 

La nueva arma debía “ser probada en el terreno real”, puesto que, si bien Estados Unidos había realizado pocas semanas antes una prueba en el desierto de Nuevo México, el momento preciso en que se inició la era nuclear, era necesario conocer las consecuencias sobre una población urbana, como asimismo poner a prueba todo lo relativo con el vuelo, el lanzamiento del artefacto y el alejamiento de la nave. 

Finalmente, el lanzamiento de la bomba tuvo también otro destinatario: la Unión Soviética, país que, en virtud de los acuerdos de Yalta de febrero de 1945, declaró la guerra a Japón el 8 de agosto, dos días después de la explosión sobre Hiroshima. 

De este modo, la guerra la ganaron los aliados, sin duda, pero no todos tenían las mismas capacidades tras la victoria. Nadie como el general Charles de Gaulle supo apreciar como el poder se marchaba definitivamente del continente cuando sostuvo que “en Europa hubo dos países que perdieron la guerra, mientras que los demás fueron derrotados”.  

La capacidad nuclear desmarcó estratégicamente a los Estados Unidos entre 1945 y 1949, cuando la URSS obtuvo dicha capacidad. Solo a partir de entonces hubo bipolarismo en las relaciones entre estados, y solo a partir de entonces fue posible la dialéctica del equilibrio nuclear. Si en algún momento durante esos cuatro años de solitaria supremacía Estados Unidos hubiera “presionado” a su rival, tal vez habría prevalecido, es decir, podría haber obtenido ganancias de poder en Europa centro-oriental, que pronto pasó a ser una hermética esfera de influencia de Moscú.  

Pero la Unión Soviética había derrotado a Alemania en el este y lo hizo “poniendo la sangre”, como sostuvo Stalin. En la marcha desde Stalingrado (o desde la “Operación Bagration”) a Berlín, la URSS se fue convirtiendo en un poder preeminente.  

Estados Unidos, que había prestado una gran ayuda a la URSS durante la guerra, pudo apreciar el notable sostenimiento de recursos humanos y materiales en la guerra contra Alemania por parte de quien era su rival ya desde 1917. Porque fue precisamente esa condición la que la hizo finalmente prevalecer en la guerra de exterminio contra el invasor. En su excelente obra “Russias’s War 1941-1945”, el británico Richard Overy sostiene que la URSS superó a Alemania en la producción de armamento, y ello lo logró convirtiendo buena parte del área soviética en lo que Stalin denominó “un solo campo armado”. A ello se sumó la reforma del Ejército Rojo y de la fuerza aérea emprendida en 1942. 

Pero cuando terminó la guerra, la URSS se encontraba casi agotada por el esfuerzo bélico y necesitaba un tiempo de recuperación. En modo alguno se encontraba la Unión Soviética en condiciones de enfrentar a Estados Unidos y vencerlo, menos aún frente a la condición nuclear de este último, que, aparte, no había sufrido la guerra en su territorio. 

Sin embargo, como muy bien sostiene el desaparecido gran experto en temas soviéticos Adam Ulam en una obra fundamental sobre la política exterior dela URSS, “el Kremlin era lo suficientemente astuto como para percibir que si los Estados Unidos se daban cuenta de cuán desesperante era aquella necesidad y consecuentemente cuán fuerte era su propia posición frente a Moscú, los soviéticos se encontrarían sujetos a presiones por parte de los Estados Unidos. La única forma de neutralizar la abrumadora superioridad americana era comportarse como si no existiera, aparentar que la Unión Soviética sí estaba dispuesta a ir a la guerra antes que aflojar sus garras sobre Europa Oriental o actuar allí y en otros lugares de acuerdo a sus compromisos de tiempos de guerra”. 

Se trataba de una viaja táctica soviética basada en el engaño y en la obtención de tiempo para la recuperación, proceder que logró su cometido, pues Washington tuvo una percepción no solo de fortaleza de la URSS, sino de disposición de su rival de arriesgar una guerra con Occidente si era necesario. 

Hacia fines de los años cuarenta la situación cambió, y a partir de los años cincuenta la carrera nuclear atravesó fases que fueron desde la “capacidad unilateral de primer golpe” (que ostentó primero Estados Unidos) hasta la “capacidad bilateral de primer golpe”, hacia la segunda mitad de la década, según los análisis de André Beaufre. 

No obstante este escalonamiento de capacidades de armas mayores, que disparó alarmas en Estados Unidos cuando la URSS colocó el Sputnik en el espacio, nunca una ostensible ventaja de una de las partes sobre la otra implicó, al menos hasta la crisis de los misiles en Cuba, una confrontación atómica “ad portas”, pues cada parte se encontraba disuadida de actuar directamente contra el otro. Siguiendo al estratega francés, solo se podía ejercer presiones de manera indirecta: “la disuasión bilateral supone la necesidad de pruebas de fuerzas indirectas a través de personas interpuestas. Así se explicaban los enfrentamientos de Corea, Vietnam y Medio Oriente”. 

Como sostiene Kissinger en sus “Memorias”, la crisis de los misiles en el Caribe llevó a que ambos sacaran conclusiones diametralmente opuestas: mientras que a Estados Unidos la crisis condujo a la búsqueda del control de armas, en la Unión Soviética la misma implicó el desplazamiento de Kruschev y el lanzamiento de un programa de largo plazo para extender todas las categorías de su capacidad militar. 

Pero la existencia de una “cultura estratégica” llevó a ambos poderes a realizar negociaciones que evitaran que los desajustes que podían poner en riesgo el equilibrio nuclear los condujera a una situación de descontrol. Tanto el Tratado sobre misiles antibalísticos (ABM) como los acuerdos sobre limitación de armas estratégicas (SALT), fueron la respuesta a la amenaza de desequilibrio estratégico en los sesenta. 

Hubo marchas y contramarchas en los años siguientes, incluso en los años ochenta, con un Estados Unidos estratégicamente vital y una URSS en declive, volvieron a encenderse alarmas ante el disparo de una nueva carrera armamentista; algunos expertos, por caso, Stanley Hoffmann, consideraban que se estaba yendo más allá del balance del terror. 

Pero, una vez más, aquello que John Kennedy denominó “reglas precarias de convivencia”, es decir, acuerdos en el segmento estratégico, volvió a recentrar el orden nuclear entre los dos poderes: el denominado START (sobre reducción de armas estratégicas) y sus actualizaciones recentró el balance nuclear. Ante la pérdida de vigencia del tratado, en 2010 firmaron el START III, que caduca en 2021. Si antes de la fecha los dos países no llegan a un acuerdo habrá desaparecido el único vínculo que existe entre Estados Unidos y Rusia en el segmento de armas estratégicas. Entonces, cada uno quedará habilitado para seguir el camino que más garantice su seguridad nacional. 

En verdad, hace tiempo que ambos vienen tomando medidas en relación con tal garantía, más precisamente desde que a principios de siglo Washington decidió unilateralmente abandonar el crucial Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972. Sin ambages, sostuvo entonces el presidente Bush que ese tratado limitaba a Estados Unidos el desarrollo de nuevas capacidades de defensa. 

Luego siguieron otros retiros (o “des-firmas” como lo denominan en Europa) por parte de las dos potencias de tratados decisivos para la estabilidad internacional, incluso en segmentos tan sensibles como el de control de plutonio. La última caída fue la correspondiente a las armas de rango intermedio (500 a 5.000 kilómetros). 

En alguna medida, el mundo actual en clave nuclear podría estar en camino de lograr una combinación de dos peligrosas situaciones del pasado, pero con tecnologías incomparablemente superiores: desarrollo de sistemas defensivos absolutos y capacidades de destrucción sin precedentes, es decir, una nueva carrera de acumulación nuclear con el propósito de vulnerar capacidades de contrafuerza. 

Aún quedan algunas posibilidades de acuerdo. Pero si finalmente no hay, entonces prácticamente tendremos la certeza de que ambos poderes se aprestan a dejar en el pasado el equilibrio del terror para vivir en una dimensión estratégica desconocida, tan o más desconocida que la que se inició aquella mañana del 6 de agosto sobre la hasta entonces tranquila ciudad de Hiroshima. 


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