Por María Vega
El muro se le vino encima. Se le descascaró la mirada aquella tarde de sol enfermo.
No pudo entrar al bar de siempre, ni sentarse en la histórica mesa; la segunda a la derecha,
pegada a la ventana.
Sin café, sacó del bolso un ajado libro prestado por la biblioteca del Partido. No pudo leer más allá
de la primer página.
Desde ese lugar, miró la vida con idéntica impotencia, con la misma vieja militancia contestataria.
Tomó valor y supo que había llegado el momento de jubilar sus sueños, de poner fin a la pequeña
guerra cotidiana.
Definitivamente solo, salió a la calle.
Sus ojos cansados vieron multiplicarse miserias. Miserias pequeñas, miserias abrumadoras y
nuevas miserias.
Como pantallazos vinieron a su encuentro los días de panfletos y escondidas, el miedo de sus
padres, la última sonrisa de Paula, los rostros queridos que nunca más volvió a tocar, el terror y el
exilio.
Parado en el vacío. Tanto recorrido y todo el coraje invertidos al servicio de la nada.
Dobló por la diagonal. A paso firme subió las escaleras del desvencijado edificio, el mismo que
había albergado su única fe durante eternos y fervorosos 25 años.
Masticó el dolor con la convicción que nace del verdadero compromiso.
Con rabia palpó el bolsillo izquierdo de su abrigo y confirmó que había llegado el momento de la
despedida.
Ya no más, se dijo.
Decir basta. Frenar la marcha. Olvidar lo inolvidable. Inaugurar los adioses.
Abrió su saco y dejó la nota de renuncia al Partido.
Se hundió por la Avenida cuando empezaba a llover.
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