El día que Carlos Monzón se vistió de diplomático
Por Gustavo Ferrari Wolfenson
Corría fines de 1974, en la ciudad de México. Hacía pocos meses que
en su último acto de gobierno Juan Domingo Perón habia firmado el cese de
actividades de Héctor J. Cámpora como embajador argentino en ese
país. Según algunas versiones de esos tiempos, ya casi en su lecho
agonizante, expresó: “qué asco” cuando puso la firma en el decreto. El
general murió el 1 de julio de ese año y según la historia que me fue
contada y avalada por personajes presentes en ese momento, en la
primera reunión de gabinete de Isabelita como Presidente, los
ministros designaron al doctor Ángel Federico Robledo a cargo de la
cartera de Defensa, como vocero para pedirle a la viuda de Perón el
alejamiento de López Rega del gobierno.. Cuando Robledo abrió la
boca e hizo el pedido, todo el resto de los asistentes se quedaron
callados y entonces al ministro no le quedó otra cosa que renunciar.
Como premio a su trayectoria y militancia. Robledo fue designado
embajador en México, tarea que ejerció con un alto patriotismo a pesar
del reconocimiento que el gobierno mexicano aún le seguía
dispensando a Cámpora, ya residente en ese país porque no podía
volver a la Argentina. Como dato más explicativo, Cámpora era
invitado a todas las recepciones diplomáticas y oficiales, muchas
veces tapando y haciendo sombra al propio embajador Robledo quien
en su interior, como compañero de causas políticas y su ex presidente,
las aceptaba.
Yo en esa época era un importante Ejecutivo V del Departamento
Cultural de la Embajada Argentina en México. Tenía 19 años y al decir
Ejecutivo V significaba que era el “Che Pibe de “Ve a hacer tal trámite”
“Ve a buscar al aeropuerto a tal persona que llega”, o “Ve a apoyar a
quien lo necesitaba”.
Luis Echeverría, entonces presidente de México, había visitado un par
de meses atrás la Argentina en pleno luto por la muerte del líder y
entre los convenios celebrados estaba la promoción deportiva entre
los dos países. Entre esos acuerdos y con la participación de
promotores argentinos (Tito Lecture y Hernán Santos Nicolini) y
mexicanos (Jaime de Haro) se preparó una velada con cinco púgiles
argentinos enfrentando a cinco aztecas, cuya pelea estelar serìa en
ciudad de México, con Horacio Saldaño, uno de los pocos ídolos que
tuvo el boxeo argentino, frente al magistral José Mantequilla Nápoles
por el título mundial wèlter unificado que tenía el cubano-mexicano.
Mantequilla había sido masacrado, literalmente, en febrero de ese
mismo año por Carlos Monzón en una pelea en París y tenía sed de
revancha contra los argentinos. Ese espectáculo donde también
intervinieron un joven Pipino Cuevas, Omar Guillotti venia vestido por
la presencia en ese momento de los reconocidos Carlos Monzón,
Víctor Galìndez (que acababa de ganar el título mundial ante Len
Hutchin) y el siempre pintoresco Ringo Bonavena.
El resultado de la pelea estelar fue simple. Mantequilla aplastó en el
cuarto round a Saldaño quien, en los entrenamientos previos, ya en
suelo mexicano, se sacó de lugar el hombro derecho y casi
inmovilizado, decidió seguir adelante sólo por la bolsa, sabiendo que
iba a un suicidio pugilístico. Terminada la velada y en mi papel de
anfitrión, chofer y acompañante de las estrellas deportivas, el
embajador Robledo los esperaba con una recepción en la residencia
de la Embajada. Monzón estaba en la etapa plena de su esplendor y
apagaba con su luz propia a un Galíndez aún primitivo y a un Ringo
siempre fanfarrón.
Pasamos primero por un canal de televisión donde el famoso Jacobo
Zabludovsky, ìcono de la televisión mexicana, lo entrevistó y le
preguntó: “dígame señor Monzon, usted cree que Mantequilla Nápoles
lo odia porque usted lo derrotó este año en Paris? El Carlos con la
naturalidad y diplomacia que lo caracterizaba contestó: “no creo que
me odie porque gracias a mi cobró la mejor bolsa de su carrera”. Asì de simple.
Seguimos camino rumbo a la Embajada y al entrar por los jardines de
la residencia, en un segundo acto diplomático, me dijo muy
directamente: “quiero mear” y sin más tiempo para indicarle donde
estaba el baño, se arrimó al primer árbol que encontró en el jardín y
cumplió sus necesidades fisiológicas con también frase diplomática
“me estaba meando”. Luego entró en la recepción, saludó indiferente
al embajador Robledo (que por cierto se sentía más incómodo que
terrorista en una conferencia de paz) y se apoltronó en un sillón para
que todos lo vieran y admiraran. Sus primeras palabras fueron:
“ustedes serán los diplomáticos, pero el que tiene la guita (plata) soy
yo” y así permaneció sentado toda la noche. Las damas presentes se
le acercaban, pedían fotos, le alababan su vestimenta a lo cual él les
contestaba: “yo tengo mi sastre en Italia, él tiene mis medidas y
cuando quiero una pilcha se la encargo y él me la manda”. Qué tal.
La velada diplomática terminó como todas, con una despedida a la
hora que el protocolo lo señala. Antes de retirarse quiso nuevamente
orinar y esta vez lo convencí de usar los sanitarios para tal fin. Nos
subimos a la combi que los trasladaba al hotel y al llegar los estaban
esperando unas chicas tucumanas para, según sus propias palabras
dilomáticas, enfiestarse.
Han pasado casi 46 años de esa historia. Cámpora murió en el exilio
en México. Monzón finalizó invicto su carrera pugilística, terminó
preso por el asesinato de su pareja para luego fallecer en un accidente
automovilístico de carretera a 140 kilómetros por hora. Víctor
Galindez también murió en 1980 a los 31 años, atropellado durante
una carrera de turismo carretera. Ringo Bonavena terminó sus días
asesinado en el marco de una disputa con el mafioso Joe Conforte, en
un prostíbulo y casino en Reno Nevada. Mantequilla Nápoles murió en
el 2019 sumido en la extrema pobreza, luego de presumir durante
muchísimos su colección de 150 trajes de vestir. Horacio Saldaño, la
pantera tucumana, sigue contando sus hazañas de las recordadas
peleas con Abel Cachazú, mientras Ángel Federico Robledo continuó
sirviendo a la patria y el final de sus días los vivió como un activo
miembro del Consejo de Consolidación de la Democracia bajo el
gobierno de Raúl Alfonsín.
Y yo, ese Ejecutivo V de aquellos tiempos, que seguí andando por los
caminos de la vida internacional acumulando ya más de 40 países,
estoy sentado hoy recordando a ese Carlos Monzón diplomático,
desde un rincón de una isla del Caribe.
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