viernes, agosto 07, 2020

El día que Carlos Monzón se vistió de diplomático

 Por Gustavo Ferrari Wolfenson











Corría fines de 1974, en la ciudad de México. Hacía pocos meses que

en su último acto de gobierno Juan Domingo Perón habia firmado el cese de

actividades de Héctor J. Cámpora como embajador argentino en ese

país. Según algunas versiones de esos tiempos, ya casi en su lecho

agonizante, expresó: “qué asco” cuando puso la firma en el decreto. El

general murió el 1 de julio de ese año y según la historia que me fue

contada y avalada por personajes presentes en ese momento, en la

primera reunión de gabinete de Isabelita como Presidente, los

ministros designaron al doctor Ángel Federico Robledo a cargo de la

cartera de Defensa, como vocero para pedirle a la viuda de Perón el

alejamiento de López Rega del gobierno.. Cuando Robledo abrió la

boca e hizo el pedido, todo el resto de los asistentes se quedaron

callados y entonces al ministro no le quedó otra cosa que renunciar.

Como premio a su trayectoria y militancia. Robledo fue designado

embajador en México, tarea que ejerció con un alto patriotismo a pesar

del reconocimiento que el gobierno mexicano aún le seguía

dispensando a Cámpora, ya residente en ese país porque no podía

volver a la Argentina. Como dato más explicativo, Cámpora era

invitado a todas las recepciones diplomáticas y oficiales, muchas

veces tapando y haciendo sombra al propio embajador Robledo quien

en su interior, como compañero de causas políticas y su ex presidente,

las aceptaba.

Yo en esa época era un importante Ejecutivo V del Departamento

Cultural de la Embajada Argentina en México. Tenía 19 años y al decir

Ejecutivo V significaba que era el “Che Pibe de “Ve a hacer tal trámite”

“Ve a buscar al aeropuerto a tal persona que llega”, o “Ve a apoyar a

quien lo necesitaba”.

Luis Echeverría, entonces presidente de México, había visitado un par

de meses atrás la Argentina en pleno luto por la muerte del líder y

entre los convenios celebrados estaba la promoción deportiva entre

los dos países. Entre esos acuerdos y con la participación de

promotores argentinos (Tito Lecture y Hernán Santos Nicolini) y

mexicanos (Jaime de Haro) se preparó una velada con cinco púgiles

argentinos enfrentando a cinco aztecas, cuya pelea estelar serìa en

ciudad de México, con Horacio Saldaño, uno de los pocos ídolos que

tuvo el boxeo argentino, frente al magistral José Mantequilla Nápoles

por el título mundial wèlter unificado que tenía el cubano-mexicano.

Mantequilla había sido masacrado, literalmente, en febrero de ese

mismo año por Carlos Monzón en una pelea en París y tenía sed de

revancha contra los argentinos. Ese espectáculo donde también

intervinieron un joven Pipino Cuevas, Omar Guillotti venia vestido por

la presencia en ese momento de los reconocidos Carlos Monzón,

Víctor Galìndez (que acababa de ganar el título mundial ante Len

Hutchin) y el siempre pintoresco Ringo Bonavena.

El resultado de la pelea estelar fue simple. Mantequilla aplastó en el

cuarto round a Saldaño quien, en los entrenamientos previos, ya en

suelo mexicano, se sacó de lugar el hombro derecho y casi

inmovilizado, decidió seguir adelante sólo por la bolsa, sabiendo que

iba a un suicidio pugilístico. Terminada la velada y en mi papel de

anfitrión, chofer y acompañante de las estrellas deportivas, el

embajador Robledo los esperaba con una recepción en la residencia

de la Embajada. Monzón estaba en la etapa plena de su esplendor y

apagaba con su luz propia a un Galíndez aún primitivo y a un Ringo

siempre fanfarrón.


Pasamos primero por un canal de televisión donde el famoso Jacobo

Zabludovsky, ìcono de la televisión mexicana, lo entrevistó y le

preguntó: “dígame señor Monzon, usted cree que Mantequilla Nápoles

lo odia porque usted lo derrotó este año en Paris?  El Carlos con la

naturalidad y diplomacia que lo caracterizaba contestó: “no creo que

me odie porque gracias a mi cobró la mejor bolsa de su carrera”. Asì de simple.

Seguimos camino rumbo a la Embajada y al entrar por los jardines de

la residencia, en un segundo acto diplomático, me dijo muy

directamente: “quiero mear” y sin más tiempo para indicarle donde

estaba el baño, se arrimó al primer árbol que encontró en el jardín y

cumplió sus necesidades fisiológicas con también frase diplomática

“me estaba meando”. Luego entró en la recepción, saludó indiferente

al embajador Robledo (que por cierto se sentía más incómodo que

terrorista en una conferencia de paz) y se apoltronó en un sillón para

que todos lo vieran y admiraran. Sus primeras palabras fueron:

“ustedes serán los diplomáticos, pero el que tiene la guita (plata) soy

yo” y así permaneció sentado toda la noche. Las damas presentes se

le acercaban, pedían fotos, le alababan su vestimenta a lo cual él les

contestaba: “yo tengo mi sastre en Italia, él tiene mis medidas y

cuando quiero una pilcha se la encargo y él me la manda”. Qué tal.

La velada diplomática terminó como todas, con una despedida a la

hora que el protocolo lo señala. Antes de retirarse quiso nuevamente

orinar y esta vez lo convencí de usar los sanitarios para tal fin. Nos

subimos a la combi que los trasladaba al hotel y al llegar los estaban

esperando unas chicas tucumanas para, según sus propias palabras

dilomáticas, enfiestarse.

Han pasado casi 46 años de esa historia. Cámpora murió en el exilio

en México. Monzón finalizó invicto su carrera pugilística, terminó

preso por el asesinato de su pareja para luego fallecer en un accidente

automovilístico de carretera a 140 kilómetros por hora. Víctor

Galindez también murió en 1980 a los 31 años, atropellado durante

una carrera de turismo carretera. Ringo Bonavena terminó sus días

asesinado en el marco de una disputa con el mafioso Joe Conforte, en

un prostíbulo y casino en Reno Nevada. Mantequilla Nápoles murió en

el 2019 sumido en la extrema pobreza, luego de presumir durante

muchísimos su colección de 150 trajes de vestir. Horacio Saldaño, la

pantera tucumana, sigue contando sus hazañas de las recordadas

peleas con Abel Cachazú, mientras Ángel Federico Robledo continuó

sirviendo a la patria y el final de sus días los vivió como un activo

miembro del Consejo de Consolidación de la Democracia bajo el

gobierno de Raúl Alfonsín.

Y yo, ese Ejecutivo V de aquellos tiempos, que seguí andando por los

caminos de la vida internacional acumulando ya más de 40 países,

estoy sentado hoy recordando a ese Carlos Monzón diplomático,

desde un rincón de una isla del Caribe.

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