miércoles, agosto 19, 2020

Europa del este: donde la “vieja geopolítica” es la “nueva geopolítica”

Por Alberto Hutschenreuter 




Los recientes acontecimientos ocurridos en Bielorrusia han recentrado el gran significado de la geopolítica en el incierto mundo de hoy. La disciplina no se hallaba fuera del centro, desde donde en verdad nunca salió; pero la pandemia ha permitido estimular aquellas conjeturas que desde bastante antes del fenómeno infeccioso han tendido a “rebajarla, al tiempo que han conferido a los sitios “a-territoriales” o “zonas no mensurables” un lugar predominante desde los que no hay retorno. 

 

Sin duda alguna que el “campo digital” se ha convertido en una nueva dimensión de actividades cada vez más variadas, al punto que, junto con la robótica, está cambiando la vida de la gente. En algunos países (adelantados, claro, por caso, Japón) se considera que dicho avance producirá tal nivel de transformaciones que las sociedades pasarán a un nuevo segmento: “sociedades 5.0”, donde “todo y todos” recibirán los beneficios, según nos informa el experto Andrés Ortega. 


 

En un mundo así pareciera que la dinámica que relaciona intereses políticos sobre territorios con fines asociados al logro de ganancias de poder, es decir, la concepción tradicional de la geopolítica, quedaría cada vez más arrinconada por una nueva forma de interconectividad y tecnología; una era “globótica” que superaría nuestra capacidad de adaptación a ella, según nos advierte Richard Baldwin en su obra de 2019. Con el fin de evitar desterrar el vocablo, y a riesgo de sonar perimidos, tal vez podríamos decir que estamos en los comienzos de una “nueva geopolítica”. 

 

Sin embargo, tal vez resulte prematuro considerar que ese mundo se encuentra “doblando la esquina”. Hay mucho de él, sin duda, pero también hay mucho de aquella “vieja geopolítica”; más aún, posiblemente esa “nueva geopolítica” dependa en buena medida de la “geopolítica de antes”, o, peor todavía, quizá si se continúa tensionando a ésta queden violentamente postergados los eventuales beneficios que promete aquella, y solo predominen sus aspectos disruptivos, algunos de los cuales se manifiestan hoy en lo que se denomina la “guerra hibrida” o la “zona gris”. 

 

La geopolítica está muy presente en el mundo de hoy, pero hay zonas donde la relación interés político-territorio es vital y predominante, por caso, Europa del este, esa franja que el geopolítico estadounidense Benjamìn Cohen denominó “cinturón de fragmentación”. Es decir, el extenso territorio que se extiende desde el Golfo de Finlandia hasta el Mar Negro, un amplio tablero geopolítico sobre el que las piezas se mueven cada vez más osadamente, y donde el nivel de acumulación militar demuestra la creciente desconfianza que impera entre las partes en liza, la OTAN y Rusia. 

 

Es una rivalidad que lleva ya casi dos décadas, sobre todo desde que se produjo la segunda ola de ampliación de la Alianza Atlántica, pues la primera, la que dio cobertura a los países de Europa central, esto es, Polonia (el gran “otanmaníaco” centroeuropeo), República Checa y Hungría, se consideraba esperable. Fue esa marcha hacia el este, con todo lo que implica esa frase para Rusia, la que encendió alarmas en Moscú y terminó de convencer a los que todavía esperaban una “cogestión estratégica” OTAN-Rusia, que la victoria estadounidense en la Guerra Fría implicaba también el desplazamiento de las trazas de Yalta lo más al este posible. Se trató de la principal “renta geopolítica” de aquel gran laurel estratégico de occidente. 

 

Sabemos cuáles han sido las consecuencias al intentar llevar dichas trazas hasta la misma “zona geopolítica cero” de Rusia, esto es, las ex repúblicas soviéticas, cuya independencia tras el desplome de la Unión Soviética nunca significó ni podía significar “libre determinación geopolítica”. Una cosa era la soberanía, otra la condición geopolítica; si estos conceptos no se separaban, el resultado para esos actores sería una gran presión por diferentes medios e incluso hasta la misma guerra. 

 

A la hora de explicar la guerra en Georgia, la mutilación territorial de Ucrania y la disrupción en la zona oriental de este país clave para Rusia, pues, como advertía Zbigniew Brzezinski Rusia sin Ucrania se convierte en país asiático, necesariamente hay que considerar esa ilusión geopolítica sumada a la arrogancia geopolítica de la OTAN. 



 

Bielorrusia completa este cuadro de geopolítica frenética. Por si no fueran suficientes las cuestiones político-territoriales que implican Georgia y Ucrania, Bielorrusia toda se explica en función del ascendente geopolítico. 

 

Aunque difícilmente sucederá, si Bielorrusia se convirtiera en miembro efectivo de la OTAN, su frontera oriental, de la que Moscú se encuentra a poco más de 380 kilómetros, desde lo que se denominan “las puertas de Smolensk”, implicaría el derrumbamiento de un bien geopolítico mayor y protohistórico de Rusia: la profundidad territorial, un activo clave para todas sus victorias ante las potencias centralmente marítimas provenientes del norte y el oeste que intentaron someter al país-continente. Por tanto, Bielorrusia representa un interés de carácter vital para Rusia, es decir, este país iría a la guerra si se encontrara en juego la condición de “strategic buffer” que implica Bielorrusia. 

 

En 2017, Rusia realizó en ese país el ejercicio “Zapad 2017”, que sirvió, de acuerdo al analista Patrick Tucker, para que Rusia construyera líneas ferroviarias en el país, considerando un eventual rápido despliegue de fuerzas rusas hasta la frontera polaca-lituana. 

 

Por su parte, este año, 2020, Estados Unidos realizó en este país de Europa del este el ejercicio “Defender”, consistente en gran parte en amparar la denominada “brecha de Suwalki”, esto es, un corredor polaco-lituano de aproximadamente 60 kilómetros de ancho que separa a Rusia de su militarizado óblast de Kaliningrado, y a través del cual las fuerzas de la OTAN tendrían que marchar para llegar a los países del Báltico en caso de conflicto. 

 

En este marco de datos y hechos predominantemente geopolíticos, el presidente Vladimir Lukashenko, pro-ruso y en el poder desde hace un cuarto de siglo, ha permitido cierto acercamiento de Estados Unidos. Aunque ello fue considerado una señal de intento de aflojar la dependencia de Rusia, tanto militar como energéticamente, en verdad el mandatario bielorruso estaría buscando un delicado equilibrio que le permita obtener ganancias de ambas partes: de Rusia el flujo de recursos sin ceder en el pedido de una base aérea rusa en su territorio, como así de más cercanía (e incluso fusión) interestatal, y de occidente evitar cualquier incremento de sanciones económicas que acaben por poner en serio riesgo su continuidad como presidente. 

 

El especialista Glen Howard, autor de un trabajo acerca de la creciente importancia de Bielorrusia en el flanco báltico de la OTAN, considera que la posición soberanista de Lukashenko evita la injerencia de Moscú y, por tanto, la OTAN obtiene ganancias al poder por si eventualmente hay que defender adecuadamente la brecha de Suwalki. 

 

En este sentido, para este autor Bielorrusia se parece bastante a Yugoslavia en los años 50, antes de la ruptura de Stalin con Tito. Yugoslavia ocupaba una posición crucial y luego se convirtió en un baluarte contra la expansión soviética en Grecia: la ruptura de relaciones entre Tito y Stalin terminó permitiendo a Occidente resistir los esfuerzos soviéticos para extenderse al Adriático y al Mediterráneo oriental. En términos de “usos de la historia”, Lukashenko podría convertirse en otro Tito. 

 

Si bien es una conjetura interesante, Bielorrusia no es Yugoslavia, ni Lukashenko es Tito. Una situación en la que Rusia sospeche que operan en ese país voluntades que intentes alejarla de Rusia, sin duda se implementarán diversas técnicas de poder que afectarán sobremanera la soberanía de Bielorrusia, país que forma parte del Organización del Tratado de Seguridad Colectiva y cuyas fuerzas prácticamente están integradas a las fuerzas rusas. 

 

En breve, la dinámica geopolítica en Europa del este es casi incesante: si no hay registros en el Mar Negro, los hay en la región del Donbass; si no hay movimientos en el Báltico, hay cruces entre Rusia y Suecia, país que sin ser de la OTAN prácticamente “es de la OTAN”. 

 

Hay una nueva geopolítica en el mundo, sin duda. Pero en algunos casos, como el que vimos, la nueva geopolítica no es más que la vieja geopolítica. No hay allí cambios digitales-robóticos que llevarán a una “Vida 3.0”, según el concepto de Max Tegmark sobre el mundo que viene. Allí, en esa muy sensible “placa geopolítica” del mundo, hay una vida “como de costumbre”, es decir, dependiente casi totalmente de las “leyes” de la geopolítica. 


Mapa: Maps Minsk

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