martes, diciembre 07, 2021

Lo que está en juego en Ucrania

 Por Alberto Hutschenreuter



En 1991 acabó la Guerra Fría, la gran rivalidad soviético-estadounidense que desde 1945 (o acaso desde 1917) redujo las relaciones entre los estados a su propia lógica de ideología y poder. El ex Secretario de Estado James Baker observó que el momento estratégico de finalización fue el día que la Unión Soviética no se opuso a la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que condenó la invasión a Kuwait por parte de Irak, un viejo “estado-cliente” de Moscú en el Golfo Pérsico.  

Ese acompañamiento de la entonces URSS a Occidente significó que Moscú no solo ya no se encontraba en condiciones de sostener la competencia, sino que su política exterior realizaba un giro sin precedentes. Aunque fue un momento discernible de capitulación, el Kremlin lo veía en el marco del “nuevo pensamiento” destinado a restructurar y revitalizar el país.  

El gobierno del “estado continuador” de la URSS, la Federación Rusa, continuó con esa política exterior de cooperación, aunque la llevó hasta el paroxismo. Para el ministro de Relaciones Exteriores Andrei Kozyrev, Rusia no podía volver a equivocarse como lo hizo en 1917: era necesario que Rusia acompañara a Occidente porque ambos, siempre según el particular enfoque del tándem Kozyrev-Yeltsin, habían triunfado en la Guerra Fría al haber derrotado al comunismo soviético. 

Claro que Estados Unidos no pensaba así: la competencia acabó con la victoria de una sola de las partes y, por tanto, no había dividendos geopolíticos para repartirse, como sucedió tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Más todavía, mientras Rusia desplegaba un enfoque externo romántico, alejado de cualquier pasado zarista y soviético, Estados Unidos mantuvo la política de poder con el fin de evitar que la “nueva Rusia” volviera eventualmente a desafiar la supremacía y los valores de Occidente. 

Pronto Rusia comprobó el viejo aserto de Bismarck relativo con que “una política sentimental no conoce reciprocidad”. Hacia mediados de los años noventa, Rusia se convenció que nada conseguiría de Occidente, y que a éste solo le importaba afianzar un “orden” o “Yalta de uno”. Es decir, solo habría una esfera de influencia en Europa: la de Occidente. Cualquier esfera de influencia de Rusia quedaría acotada al territorio ruso. Pero incluso esta posibilidad, según algunas propuestas geopolíticas realizadas por estrategas estadounidenses para “facilitar la gestión territorial de Rusia”, podría llegar a verse restringida. 

La ampliación de la OTAN al este de Europa central, es decir, a las mismas adyacencias del territorio de Rusia, como sucedió con el ingreso a la Alianza de los tres países del Báltico, dejó en claro que Occidente se proponía llevar a cabo esa “Yalta de uno”.  

Pero para lograr ese propósito, que implicaba una concepción y práctica de post-contención a un estado irremediablemente conservador y revisionista, Occidente debía sumar a su cobertura estratégica militar a los países del Cáucaso más Ucrania y Bielorrusia, es decir, acabar con las zonas de amortiguación protohistóricas de Rusia, aquellas que le permiten a Rusia contar con lo que en algunas zonas del mundo puede que se encuentre perimida: la profundidad estratégica. 

En un reciente análisis en su sitio digital “Geopolitical Futures”, George Friedman explica claramente la importancia de estos territorios para Moscú: “Rusia no es un país que confía, por una buena razón. Alemania lo invadió dos veces en el siglo XX, Francia lo invadió una vez en el siglo XIX y Suecia una vez en el siglo XVIII. No se trataba de las incursiones mordisqueras a las que estaba acostumbrada Europa, sino de penetraciones profundas destinadas a capturar el corazón de Rusia y subordinarlo permanentemente. Cada siglo vio un asalto a Rusia que amenazaba su existencia. Es difícil olvidar algo así, y es difícil para Rusia no sospechar de los movimientos en su periferia. No hay nada en la historia de Rusia que haga que sus líderes piensen de otra manera”. 

Queda suficientemente en claro que Rusia jamás permitirá que se consume un “orden de Yalta” cuyo perímetro sean las fronteras orientales de las ex repúblicas soviéticas, norte en el caso de las del Cáucaso. Para la sensibilidad territorial de Rusia, aceptar semejante situación implicaría reducir prácticamente a cero el nivel de su seguridad nacional. 
La actual situación en Ucrania se debe a esta posibilidad. Los ejercicios que ha venido realizando Rusia se basan en que, finalmente, Ucrania pase a formar parte de la OTAN. Si se llegara a consumar el ingreso, las fuerzas rusas invadirán el este de Ucrania envolviendo a las fuerzas ucranianas. 
Ahora bien, ¿puede ocurrir que Ucrania marche a la OTAN? En Moscú consideran que las autoridades de Kiev han abandonado cualquier alternativa que no sea el ingreso; asimismo, en Kiev prácticamente no quedan funcionarios que defienden la negociación con Rusia; por último, las fuerzas ucranianas están mejor preparadas y armadas que en 2014, cuando Rusia anexó o reincorporó la península. A ello, hay que agregar que la OTAN no solo no “modera” a Ucrania, sino que responsabiliza a Rusia del peligroso descenso de la seguridad en la región como consecuencia de la acumulación militar en la frontera con Ucrania. 
En este contexto, la diplomacia prácticamente se encuentra paralizada, y ni a Ucrania ni a Rusia les interesa demasiado revivir los Acuerdos de Minsk II de febrero de 2015, por los que Rusia debía retirar sus fuerzas del Donbas y Ucrania llevar adelante una reforma constitucional que proporcionara más autonomía a las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y de Lugansk. 
En un reciente artículo en la revista “Foreign Affairs”, la especialista Angela Stent considera que tal vez una reformulación de dichos acuerdos podría traer estabilidad. Un “Minsk III” en el que Estados Unidos se comprometa más con la búsqueda de salidas que favorezcan a las partes y se reformule la estructura de seguridad europea. 
Pero ese escenario no parece viable, pues todo acuerdo que le proporcione a Rusia reaseguros geopolíticos, es decir, que no haya nuevos ingresos a la OTAN, supondrá ganancias para Moscú. Y si hay ganancias de poder para Rusia, no habrá entonces una victoria categórica de Occidente en la Guerra Fría. Una Yalta de uno solo podrá ser si Rusia pierde toda capacidad para influir en su “extranjero adyacente”. Si no, Estados Unidos ganó la contienda, sí, pero Rusia no la perdió totalmente, sobre todo porque preservará su activo geopolítico mayor:  su eterna necesidad de contar con barreras territoriales. 


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2 Comentarios:

Blogger guiullermo dijo...

Excelente. Una mirada muy medulasa la de como Rusia ve a occidente en función de las invasiones que soporto.

2:39 p.m.

 
Blogger Die Carca dijo...

Brillante análisis, claro, sencillo y veraz. Los espacios circundantes para Rusia, son tan importantes como Canadá y México para EEUU. El juego geopolítico es realmente atrapante!!!

4:58 p.m.

 

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