Por Alberto Hutschenreuter
La decisión rusa de aumentar sus capacidades militares en la frontera con Ucrania con el fin de intervenir eventualmente en este país ocupando la zona del Donbás, ha elevado la tensión entre Rusia y Occidente a una cota sin precedentes en los últimos treinta años. El hecho que se trate de dos actores preeminentes implica que, si bien la crisis tiene lugar en una región del mundo, la placa geopolítica de Europa del este, las repercusiones de la misma, en caso de producirse una intervención, serán de alcance global. En cuanto a un escenario de escalonamiento mayor, es decir, querellas militares entre Rusia y la OTAN, la carencia de registros en materia de choques entre poderes con capacidades militares totales vuelve casi imposible la traza de escenarios.
Pero hasta el momento, con marchas y contramarchas, la diplomacia se mantiene activa, aunque también hasta el momento en Occidente se ha evitado toda referencia a la “demanda cero” de Moscú, esto es, la petición rusa de garantías relativas con el abandono por parte de la OTAN de continuar la expansión al este, es decir, al inmediato oeste y sur de Rusia; indudablemente, se trata de la “clave de bóveda” para salir de la preocupante situación.
Ahora bien, más allá del desenlace que llegue a tener esta crisis mayor entre Estados, quizá es pertinente plantearnos qué nos dice la misma sobre el estado de las relaciones internacionales, particularmente tras el tremendo seísmo mundial que ha causado la COVID-19, una de cuyas manifestaciones más discernibles ha sido y es el grado de desconfianza y poco sentido de unión, particularmente entre los actores poderosos.
Por tanto, si ante una amenaza no estatal letal e invisible como son los virus los países priorizaron la vía nacional por sobre la vía de una ampliada cooperación, vía que se pregona y hasta pondera en cuestiones como el riesgo ambiental, ¿podemos realmente sostener que hay o habrá cambios favorables o de escala en las relaciones entre Estados? Entonces, de nuevo: ¿qué nos dice la crisis en Europa del este sobre ello?
Comencemos por el rasgo principal en dichas relaciones: la anarquía internacional, es decir, la ausencia de un gobierno mundial superior que centralice la política entre las múltiples unidades políticas.
Desde comienzos de este siglo han surgido corrientes de pensamiento que relativizan la anarquía entre Estados como rasgo central de la disciplina. Consideran que mantener aquello que la teoría sostiene hace décadas es hoy un ejercicio perimido. Más todavía, piensan que insistir en dicho rasgo ha creado algo así como una “anarchophilia”, o “discurso de la anarquía”, que no resiste una conectividad global que va creando diferentes niveles de anarquía; es decir, se van estableciendo, a diferencia de la vieja anarquía fragmentadora, diferentes planos de “anarquías cooperativas”. En alguna medida, ello va fundando un grado de “gobernanza mundial”.
Sin duda que el mundo está más conectado que nunca y las redes son cada vez más profusas. Pero ello no ha implicado que las relaciones internacionales se hayan des-jerarquizado. Por el contrario, los reparos y cuidados de los Estados frente a fenómenos percibidos como “relocalizantes” de su autoridad los empujaron a fortalecer mecanismos de control (más, por supuesto, en aquellos actores políticamente centralizados).
En estos términos, la “tercera imagen” a la que se refería Kenneth Waltz (“un perimido”), la estructura anárquica como causa de rivalidad y confrontación entre Estados, continúa siendo tan válida como cuando ese autor la consideró en su obra “El hombre, el Estado y la guerra”, escrita hace más de sesenta años.
Las “nuevas formas”, que parecen haber afirmado una “sociedad internacional”, no equivalen a la superación de la sustancia de las relaciones internacionales. Por más que nos esforcemos en tratar de ver al mundo desde el sitio del idealismo-liberal, siempre acabaremos sintiéndolo desde el poder, la seguridad, los informes de inteligencia, las capacidades propias y las inciertas intenciones de sus principales protagonistas, los Estados; por cierto, todos componentes categóricamente presentes en la crisis en Europa del este y más allá también.
Por otro lado, guerra y geopolítica: la crisis actual volvió a recentrar estos “vocablos malditos”.
Queda suficientemente en claro que por más intentemos mantenernos lejos de ellos, la guerra y la geopolítica vienen a nosotros. También aquí hay nuevas corrientes que nos dicen que en un mundo bajo el “imperio” de la interdependencia, la conectividad y la inteligencia artificial, guerra y geopolítica se encuentran en camino de ser moderadas y hasta superadas.
Cuando terminó la Guerra Fría, pareció que con ella se fueron esas realidades que habían marcado a fuego el siglo XX. Es verdad que (siguiendo la “moda” de entonces) no se habló de “el fin de la guerra”, aunque sí de “el fin de la geopolítica”. Treinta años después, estamos de lleno frente a ambas realidades, en acción (la geopolítica) y en potencia (una guerra mayor). De nuevo, la corriente de los anhelos ve el mundo en términos de Locke y Kant, es decir, comercio y paz. Pero indudablemente, y no solo por la crisis de Europa del este, lo que vemos en el mundo está más cerca de Hobbes (rivalidades) y “semi-Locke” (“comercio beligerante”).
No existe la paz total, ni siquiera existe la paz sino el orden; sin embargo, existe la guerra total. Y en Europa del este, aunque difícilmente suceda, la posibilidad de una confrontación armada entre poderosos nos dejaría ante un territorio desconocido: la “guerra post-total”. En cuanto a la geopolítica, es decir, política-territorio-poder, a la luz de los acontecimientos tal vez deberíamos preguntarnos si el siglo XXI no va camino a ser otro siglo de geopolítica total.
Por otra parte, la pugna por Eurasia no solo supone una continuidad geopolítica con el siglo XX, sino que la iniciativa geoeconómica de China, presentada en 2013, supone la emergencia de una concepción geopolítica de nuevo cuño, una suerte de diagonal político-territorial euroasiática entre los enfoques terrestres y los de tierras costeras. Un rumbo que, por primera vez, tendría a un actor no blanco como protagonista central.
En tercer término, en las relaciones internacionales no existen “buenos y malos”.
En la actual crisis hay cierto sesgo a presentarla como una contienda entre liberales defensores de la seguridad y conservadores revisionistas geopolíticos; un eufemismo por “buenos” de un lado, “malos” del otro. Pero en las relaciones internacionales solo existen intereses y competencia. En la materia lo central es el poder, y el poder es un concepto relacional: importa si le permite lograr a un actor, frente a un determinado rival, ganancias o ventajas, precisamente de poder.
De nuevo recurrimos a Waltz, pues su “segunda imagen” alude a los Estados como causa de confrontaciones. Pero allí el autor no hace referencia alguna a “Estados buenos” y “Estados benevolentes”; podrán existir políticas exteriores agresivas, pero siempre lo serán en función de intereses o ambiciones. En relación con la crisis actual, Occidente exige a Rusia que practique el “pluralismo geopolítico”, es decir, una concepción benevolente que consiste en respetar la soberanía en su “vecindad”. Ahora, ¿practica la OTAN el pluralismo geopolítico cuando se expande sin considerar reparos y aprensiones territoriales de Rusia? ¿Qué habilita a la OTAN a hacerlo? ¿La victoria en la Guerra Fría? ¿Algún sentido de repartidora de justicia internacional?
Hans Morgenthau (¿acaso “otro perimido”?) sostuvo entre sus principios de realismo político algo que deberíamos considerar sobremanera en relación con lo que estamos tratando: “El realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de una nación en particular con los preceptos morales que gobiernan el universo”.
En cuarto lugar, en caso de inseguridad los Estados no tienen a quién acudir.
Básicamente, nos estamos refiriendo a lo que se conoce como “autoayuda”. Aquí tenemos una realidad contundente en relación con la condición de anarquía que prevalece en las relaciones internacionales. Por ello, a menos que un Estado se encuentre bajo la protección de otro u otros, está obligado a contar con sus propias capacidades para sobrevivir.
Nada existe en el mundo de hoy que nos haga considerar que en este tema hay “nuevas realidades”. Stanley Hoffmann diría que existe “lo de costumbre”, es decir, recursos propios y vigentes que permiten a los Estados afrontar per se una situación de amenaza a su seguridad e intereses mayores.
Las inversiones en materia de defensa son contundentes: en 2020, dos billones de dólares, y en 2021, posiblemente un 2.8 por ciento más que en 2020, En este marco, al menos 12 países de la OTAN incrementaron sus partidas hasta quedar en un 2 por ciento del PBI, tal como lo demandaba Washington.
Finalmente, las posibilidades relativas con un multilateralismo ascendente.
El multilateralismo en baja ha sido una realidad durante los años previos a la llegada de la COVID-19. La pandemia expuso dicha realidad y la ausencia de régimen internacional no es una realidad que favorezca el fortalecimiento del multilateralismo. No obstante, hay reputados expertos, por caso, el embajador argentino Ricardo Lagorio, que sostienen que las respuestas que exigen los desafíos globales necesariamente impulsarán la lógica multilateral por sobre la territorial.
Pues bien, en buena medida, el desenlace de la crisis en Europa del este podría ser un hecho favorable, es decir, si allí finalmente predomina una resolución que combine casos donde diplomacia y reconocimiento superaron conflictos, como sucedió en la crisis de los misiles de 1962 y en la Conferencia de Helsinki de 1975 (un “Helsinki 2.0”, como la ven hoy), quizá existan posibilidades para abordar otras temáticas (armas estratégicas, ataques cibernéticos, clima, etc.).
Pero si finalmente la situación permanece o, peor, hay confrontación, la situación internacional se orientará hacia la desconfianza y la rivalidad, es decir, el mundo se alejará de cualquier esbozo de orden y multilateralismo ascendente. Será un mundo donde no habrá ni guerra ni paz.
En breve, hemos tratado aquí algunos de los principales temas de las relaciones internacionales en un contexto de discordia creciente entre Occidente y Rusia. Hay otras cuestiones, pero las desarrolladas seguramente serán suficientes para dudar y continuar reflexionando sobre el mundo del siglo XXI.
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