Por Alberto Hutschenreuter
¿Se justifica que las relaciones entre Occidente y Rusia se deslicen hacia una situación de discordia mayor por el empeño a todo o nada de un país en ser miembro de la OTAN?
Por supuesto que no. Pero sucede que no es el deseo de Ucrania el que debemos mirar sino el de Occidente, es decir, de Estados Unidos. Si no fuera así, hace tiempo que la situación estaría superada; al menos no nos encontraríamos cerca de una confrontación militar como lo estamos hoy.
El hecho relativo con la presencia demócrata en el poder estadounidense es bastante determinante para que la situación haya llegado tan lejos. Generalmente, cada vez que esa fuerza alcanzó el poder, las relaciones con Moscú se deterioraron. Aunque no es exclusivo de los demócratas, en ellos anida un enfoque de "faro y cruzada" sobre el papel de la potencia preeminente en el mundo. Una visión estratégica global redentora que suele tener consecuencias desestabilizadoras para la propia seguridad internacional, pues, como advertía Kenneth Waltz, la excesiva concentración de poder por parte de un actor provoca respuestas (generalmente violentas) por parte de otro u otros, por caso, recordemos el fatídico 11-S, el desmoronamiento del Estado iraquí (y la consecuente emergencia del ISIS), la huida de Afganistán, etc.
El propósito relativo con convertir a Ucrania en un miembro de la OTAN y de la comunidad occidental obedece a esa visión; pero el fin verdadero busca colocar a Rusia en una situación políticamente aislada, geopolíticamente débil, económicamente estrangulada y militarmente comprometida. En estos términos, Rusia podría encaminarse hacia escenarios complejos hacia dentro, un hecho por demás funcional en Occidente para que el país se acerque a la "década tumultuosa" de los noventa, cuando la "potencia", debido a su extrema debilidad, dejó de implicar un reto. El entonces presidente Clinton no pudo expresar mejor la situación del “nuevo país”: "Las posibilidades que tiene Rusia de influir en la política internacional son las mismas que tiene el hombre para vencer la ley de gravedad".
Es difícil encontrar otra razón. Estados Unidos sabe que desde hace tiempo Rusia no atraviesa un buen momento socioeconómico. Las sanciones, la pandemia y la falta de reestructuración económica-tecnológica han hecho mella en la economía nacional; de modo que otro movimiento militar por parte de Moscú, como ser la ocupación del Donbas, podría dejar a Rusia en una situación muy comprometida, sobre todo con un frente de fuertes sanciones (al mismo corazón de los ingresos de divisas al país) y más aislamiento de foros y entidades internacionales.
Es decir, Occidente no ofrecerá garantía de seguridad a Rusia. Ello seguramente implicará que Moscú decida movilizar sus efectivos hacia el este de Ucrania. La respuesta occidental no sería militar sino a través de puniciones extremas.
Posiblemente, la estrategia implique admitir la ocupación, situación que tendría semejanza con lo que sucede en la disputa congelada en la región de Transnistria, en Moldavia, pero, aparte del torrente de sanciones, Occidente militarizaría sin límites el este de Europa (donde todavía existen restricciones para el estacionamiento permanente de soldados y armas) y se doblarían las demandas como las establecidas en la Plataforma de Crimea, en la que 46 Estados y organizaciones, entre ellas la OTAN, exigen la devolución de la península a Kiev.
Salvando diferencias, el propósito de “hacer de Rusia una Cartago”, es decir, que el actor euroasiático nunca más implique un desafío a la supremacía de Occidente, es un propósito que se puede discernir no solamente desde la marcha sin límites de la OTAN al este, que a los rusos les trae el temible recuerdo del Ostheer, la gran columna del Ejército alemán del este marchando sobre la URSS a partir de junio de 1941, sino también desde los interminables rodeos que da Occidente al pedido de garantías hecho por Moscú en diciembre pasado.
De todos modos, es riesgoso suponer que Rusia será reducida en función de su fragilidad. Los actores preeminentes siempre conservan capacidad de respuesta: aun en el estado de debilidad en que se encontraba, cuya mayor constatación fue la derrota sufrida frente a la insurgencia en Chechenia, en los años noventa Rusia no dejó de aplicar políticas de poder en el entono de las ex repúblicas.
Más allá de este propósito, podrían existir otras dos orientaciones estratégicas-geopolíticas por parte de Occidente.
Por un lado, la Unión Europea, el actor que, encerrado en su mundo de instituciones, nuevas temáticas y cuerpos jurídicos, consideró que el mundo exterior podía llegar a basarse en ese modelo. Es decir, un enfoque único, sin precedentes, de un mundo donde no habría geopolítica y sí alguna que otra misión de paz para superar diferencias entre Estados. Casi, “un mundo feliz”.
Pero algunas situaciones bien tangibles, por caso, Crimea, Siria, ISIS, nor-África, la posibilidad de guerra en territorio europeo, etc., hicieron volver a la UE a la realidad habitual del mundo: las relaciones internacionales no son lo que uno desea, sino lo que siempre han sido. Durante los últimos años, en la UE surgieron voces relativas con la necesidad de reconsiderar la geopolítica, ese “veneno intelectual”, según la calificación de un geógrafo estadounidense, que implicó la fragmentación internacional en la primera mitad del siglo XX, particularmente en el territorio europeo.
La recuperación de la geopolítica suponía que la UE debía desarrollar una reflexión política-territorial propia, no basada en los intereses de Estados Unidos, el “pacificador”, según la expresión de John Mearsheimer. Pues no hacerlo implicaba que Europa correría riesgos de quedar atrapada en lógicas de conflictos y retos ajenos. Además, en un mundo con nuevos centros de poder, no era del todo congruente continuar dentro de una lógica de confort estratégico correspondiente a otro tiempo.
Aunque sin proponérselo, el ex presidente Trump favoreció la orientación europea en relación con trazas e intereses propios, pero la UE hizo muy poco para aprovechar el momento, hasta que con la llegada de los demócratas se regresó al patrón clásico atlántico antes que occidental: Estados Unidos adentro y arriba, Europa subordinada.
El ascendente estadounidense en Europa tiene varios propósitos, entre ellos, desacoplar a los países de la UE, particularmente a Alemania, del suministro de energía proveniente de Rusia. Si bien Berlín logró imponer en 2021 su voluntad y defender el emprendimiento Nord Stream II con Rusia, el deterioro de la relación entre Occidente y Rusia podría hacer que se reconsidere la situación. Además, una Europa desprovista de geopolítica propia favorece los intereses de Washington en relación con el alejamiento de Rusia de Europa. En este sentido, situaciones como el envenenamiento del opositor ruso Alekséi Navalni en 2020 fungieron para afirmar dicho propósito. De hecho, fue esta situación la que llevó a considerar a algunos tanques de ideas en Rusia si no era momento para pensar más en Asia.
Finalmente, Estados Unidos necesita re-fortalecer alianzas y formular nuevas, y aquí los países de la UE son imprescindibles, no tanto por el poder que pueden aportar, sino por cuestiones relativas con el aporte de “legitimidades” en “procedimientos internacionales” y con actos relativos con el noble “principio de proteger” bienes mayores, por caso, derechos humanos de pueblos, como sucedió en su momento en Libia.
Por otro lado, la marcha de la OTAN hacia el este también podría tener relación con los emprendimientos de China en el corredor o puente terrestre asiático-europeo, que se complementa con el corredor marítimo a través del Índico.
Estados Unidos no forma parte de la “BRI” (Belt and Road Initiative), un emprendimiento que, al menos en clave geoeconómica, podría proporcionar cierto régimen internacional regional, además de potenciar a China y a otros actores, incluidos países de la UE.
Es cierto que, debido a la pandemia, a cambios de orientación en la economía china, a la crisis de las cadenas de suministros, etc., la BRI ha perdido relevancia. Pero podría tratarse de una pausa, sobre todo tratándose de China, un actor con tiempos diferentes, paciencia estratégica y que rehúye el enfrentamiento directo.
La crisis en Europa del este podría hacerse sentir más fuertemente en Eurasia y llegar a tener consecuencias sobre la BRI, pues un descenso de la seguridad regional, particularmente en esta gran placa geopolítica del globo, podría ralentizar proyectos e incluso detener acercamientos entre países, por caso, entre las mismas Rusia y China, Rusia y Turquía, etc. Por tanto, la crisis con Rusia por la situación en Ucrania podría fungir como un hecho favorable para que la fragmentación acabe predominando sobre el movimiento de cohesión, para utilizar el término de Robert Kaplan, que supone el proyecto de Pekín (en el que ya hay varios millones de dólares invertidos).
En otros términos, si en la zona terrestre interna de Eurasia se está creando una concepción geopolítica nueva que implicará ganancias de poder e incremento de liderazgo para los actores implicados en ella, principalmente para China, nada más funcional que una crisis mayor que no llegará a dinamitar el proyecto, pero sí tal vez lo resienta.
En breve, es necesario mirar el conflicto central entre Occidente y Rusia por Ucrania; pero también es importante dirigirnos más allá de éste. Porque en las relaciones internacionales, la búsqueda de ganancias de poder por parte de los centros preeminentes implica el despliegue de estrategias que muchas veces resultan poco visibles y hasta impensadas.
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