miércoles, agosto 03, 2022

Estados Unidos, el pacificador ofensivo

 Por Alberto Hutschenreuter 




Las visiones de seguridad estratégica, tanto de Estados Unidos como de la OTAN, señalan: a Rusia como una amenaza directa para el orden mundial, y a China como el principal competidor y reto estratégico. Los hechos muestran que, frente a los dos actores, Washington ha descartado cualquier esquema o técnica de poder que implique la búsqueda de equilibrio. Es decir, la estrategia seguida se basa en la impugnación del concepto y la práctica de la seguridad indivisible. 

  

La seguridad indivisible implica un balance geopolítico entre poderes preeminentes, pues, en el caso de alterarse tal pauta, la seguridad de una de las partes se logra en detrimento de la otra parte. Por tanto, el resultado es la insatisfacción y la casi segura reacción por parte del que queda en desventaja. 

 

En estos términos, para los hacedores de la política exterior estadounidense nunca existió un "error fatídico" al ampliar la OTAN al este de Europa central (según la apreciación en clave de advertencia hecha por el diplomático George Kennan en 1997), es decir, la ampliación más allá de lo que fue el "ensanchamiento normal" de la Alianza para incluir a Polonia, Hungría y República Checa. 


Es cierto que desde 2014 Rusia desplegó una política exterior más arriesgada frente a Occidente (con quien hasta entonces había mantenido una política de cooperación); pero no menos cierto es que desde mucho antes, se podría decir desde el mismo final de la rivalidad bipolar, Estados Unidos ha basado su enfoque ante Rusia en una geopolítica de cuño ideológico-revolucionario, es decir, un enfoque que no se detendría hasta que Rusia cancelara su “gen geopolítico revisionista", olvidara convertirse en un super-poder euroasiático y "optara vivir junto a Occidente" (como lo intentó hacer a principios de los años noventa). En términos del experto Stephen Kotkin, el propósito consistía en que Rusia abandonara su "geopolítica perpetua". 


En este cuadro, ninguna lógica diplomática podía conceder a Rusia sus demandas estratégicas mayores antes del 24 de febrero pasado, esto es, una garantía de la OTAN de no expandirse al inmediato oeste y suroeste de Rusia, y que Kiev restableciera derechos a las poblaciones del este del territorio. Por tanto, el “fracaso” de la diplomacia implicó que Rusia invadiera Ucrania y comenzara una guerra, si no "funcional", al menos sospechosa de ser funcional en relación con aquellos propósitos. 


La invasión de Rusia también ha resultado “funcional” para el principal propósito de Estados Unidos en relación con sus aliados: evitar cualquier posibilidad de “fuga estratégica”, es decir, que (eventualmente) la Unión Europea o alguno de sus miembros más fuertes, digamos Alemania o Francia, se “emancipara” del ascendente que ejerce Washington sobre Europa. Hasta hoy, no solo ha logrado fortalecer la relación atlanto-occidental, sino que consiguió desacoplar energéticamente a la UE de Rusia, un propósito deseado desde hace tiempo, sobre todo desde que Estados Unidos alcanzara no solamente la autonomía energética nacional, sino la capacidad de ser uno de los principales productores de gas y petróleo. 

 

Esta concepción de “política de grandes potencias” se extiende también a China, el gran reto al poder estadounidense en el siglo XXI. 

 

En el Asia-Pacífico, el ascendente de Estados Unidos también ha buscado robustecerse a partir de lo que sucedió en Ucrania, sobre todo con los principales aliados de Nor-Asia (actualmente, Japón, que en 2014 aprobó una reinterpretación constitucional que le permite a las Fuerzas de Autodefensa apoyar con recursos a los aliados en caso de guerra, se encuentra en plena concentración de sus capacidades militares), pero también con los de la zona del Índico-Pacífico, particularmente, Australia, India y Nueva Zelanda. 

 

Aquí también predomina una concepción que excluye el balance o equilibrio de poder con el actor preeminente, China. La visita de la presidente de la Cámara de Representantes a Taiwán para reunirse con su presidente Tsai en momentos que ha crecido la tensión entre los dos grandes poderes, precisamente por la “provincia rebelde”, no es un acontecimiento ajeno a la estrategia de post-contención o de provocación creciente que aplica Estados Unidos sobre Pekín, una estrategia que supone el destierro categórico de lo que tradicionalmente fue la “ambigüedad” estadounidense en relación con el compromiso de defensa de Taiwán. En 2020, Richard Haass y David Sacks lo expresaban sutilmente del siguiente modo: “La mejor manera de garantizar que Estados Unidos no necesita salir en defensa de Taiwán es indicarle a China que está preparada para hacerlo. Lo que suceda o deje de suceder en el Estrecho de Taiwán bien puede definir el futuro de Asia”. 

 

Dicha estrategia se complementa con la ofensiva geoeconómica que lleva adelante Washington en la región: restringir mercados para los productos de China a través de acuerdos o marco comerciales entre Estados Unidos y los pujantes países del Asia-Pacífico. Tal vez, el propósito también apunta a impactar la economía china antes que la misma se revitalice con el impulso de la ruta de la seda euroasiática, una estrategia de Pekín que la “aleja” de las provocaciones estadounidenses en la región del Asia-Pacífico. 

 

En breve, ante Rusia y China, Estados Unidos se manifiesta decidido a aplicar estrategias de primacías sobre enfoques centrados en el equilibrio y la seguridad inseparable. Con el primero lo viene haciendo hace tiempo, al punto que quizá la guerra fue el resultado del uso de la técnica más riesgosa de poder. A juzgar por los hechos, ante China también predomina un enfoque que busca reducir la influencia de Pekín a través de una proyección de poder firme en su entorno, e incluso se muestra dispuesto a desafiarla militarmente si es necesario. 

 

La experiencia nos dice que es arriesgado sostener enfoques de primacía por largo tiempo. Una de las pocas lecciones del realismo es que la concentración excesiva de poder por parte de un actor acaba siendo retada por la acción de otros en ascenso. Como bien advierte John Mearsheimer, hace un cuarto de siglo Estados Unidos estuvo en condiciones de restringir o demorar el ascenso de China controlando, por caso, las exportaciones de tecnologías sofisticadas al país asiático. Pero no lo hizo porque predominó entonces el triunfalismo liberal: “No hay un ejemplo comparable de una gran potencia que fomente activamente el surgimiento de un competidor par”. Concluye el experto que hoy es tarde para ralentizar el crecimiento chino. 

 

Frente a Rusia, sin duda que el prestigio internacional de este país quedó dañado. Pero si el propósito era lograr impactar el frente socio-económico y, por tanto, el frente político con el fin de un posible desplazamiento de Putin por una elite propensa a occidentalizar la política externa rusa, ello no solo no se ha logrado, sino que posiblemente las relación ruso-china se afiance más en los próximos tiempos. 

 

Estados Unidos continuará siendo el único país grande, rico y estratégico del mundo, pero no por siempre. China se ha fijado plazos relativos con el ascenso de su poder militar, y su proyección de poder blando le ha permitido “colonizar” buena parte de los bienes públicos internacionales creados por Estados Unidos en 1945.  

 

En este contexto, persistir con un enfoque de supremacía en un mundo donde la estructura de poder está cambiando, y donde hay cuestiones domésticas que requieren atención tras el vendaval de la pandemia y las secuelas de la guerra, implica un alto riesgo, no solo para el “pacificador ofensivo”, sino para la seguridad internacional.   

 

La diagonal del consenso y el equilibrio no implica ninguna señal de apaciguamiento, y hoy es más necesaria que nunca si queremos evitar un nuevo siglo de perturbaciones y escenarios desconocidos.  


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