lunes, febrero 20, 2023

Una guerra que nos recuerda que las relaciones internacionales son, ante todo, relaciones de poder

 Por Alberto Hutschenreuter





El 24 de febrero de 2022 Rusia puso en marcha lo que denominó una "operación militar especial" en Ucrania. En los términos del Kremlin, lo hacía para proteger a la población del este de Ucrania y para desnazificar el gobierno de ese país. Es decir, en dichos términos se trataba de una medida nacional de carácter "defensivo".  

 

          ¿Pudo evitarse lo que fue una invasión a un país soberano? Sin duda que sí. Es verdad que ningún país estaciona 130.000 soldados y equipos alrededor de otro país si no es para presionar y eventualmente lanzarse sobre él. Pero casi hasta último momento se pudo evitar la intervención. La "demanda cero" de Rusia implicaba, básicamente, dos cosas: algún aval relativo con que la OTAN no se extendería al oeste inmediato de Rusia, es decir, a Bielorrusia  Ucrania y Georgia; y que se restituyera el estatuto de autonomía a las poblaciones del Donbass (hay que recordar que en febrero de 2014 la ley Kivalov-Kolesnichenko de 2012, que permitía el uso oficial de la lengua rusa, fue abolida por el Parlamento ucraniano; también es pertinente recordar que los Acuerdos de Minsk, de 2014 y 2015, preveían la autonomía de dicha región). 

 
          No se trataba de una demanda incumplible. Ni siquiera hacía falta una garantía: bien podía haberse establecido una moratoria de diez años, por marcar un tiempo. La diplomacia occidental hizo ofrecimientos interesantes, por ejemplo, en materia de acuerdos de desarme y medidas de confianza, pero no sólo no dio respuestas al pedido medular de Rusia, sino que continuó siendo "ambigua" sobre la ampliación. Claramente, hoy tiene toda la justificación para hacerlo. De hecho, el Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN aprobado en 2022 en Madrid implica una previa de ampliación al incrementar sensiblemente la acumulación de capacidades desde el Báltico hasta el Mar Negro. 


          Ahora bien, ¿por qué no se evitó la invasión si era posible hacerlo? La respuesta a esta pregunta muy posiblemente se halla en los “fundamentals” de las relaciones internacionales, es decir, en aquellos patrones sobre los que descansa protohistóricamente la disciplina: la competencia, el poder, la influencia, las capacidades, la inteligencia, la autoayuda y la incertidumbre en las intenciones de los estados. 


          Es cierto que hay otros componentes que suponen gestión en las relaciones: la diplomacia las organizaciones intergubernamentales, el oficio de personalidades o funcionarios de escala, las redes comerciales, la conectividad, el balance de poder, etc. Los mismos adquieren mayor funcionalidad en tiempos de orden internacional, es decir, en tiempos de paz. 


          Son dos situaciones: el modelo de polos o de poder, y el modelo multilateral. Hoy, y desde hace mucho tiempo, predomina el primer modelo. No obstante las ventajas del segundo en relación con la estabilidad, ello no implica que, como advertía Churchill, los poderes mayores vayan a permitir que las organizaciones adopten decisiones por ellos. Solo predominan  condiciones para que la cooperación fluya, entre ellas, la relativa satisfacción estratégica de esos poderes. 


          Regresando a nuestro planteo, si Occidente accedía a la demanda rusa, entonces habría una “capitulación” ante Rusia y se echaría por tierra la concepción y acción estratégica-geopolítica que se llevaba adelante frente a ese país desde hace mucho tiempo, posiblemente desde el mismo final de la Guerra Fría, cuando, tras la victoria, Occidente se propuso impedir que una Rusia eventualmente poderosa en Eurasia volviera a cuestionar la supremacía occidental. 


          Desde entonces y hasta hoy, dicho propósito descartó cualquier diagonal, consenso o equilibrio con Rusia, es decir, componentes que tienden a estabilizar las relaciones internacionales. 


          Mientras en términos estratégicos se buscó llevar la victoria de la Guerra Fría más allá, rentabilizando la misma, ahora ante la Federación Rusa, geopolíticamente se buscó un modelo de poscontención que mantuviera a una Rusia (geopolíticamente revisionista bajo cualquier régimen) encerrada dentro de sus fronteras. Es decir, se maximizaron los componentes del modelo de poder, no los de acuerdos y los de deferencia geopolítica, siempre necesarios para evitar descontentos y humillaciones que acaban creando disrupciones. 


          Y así fue hasta que Rusia, cuando no logró la respuesta esperada a su demanda, recurrió a la técnica de poder más riesgosa para salvaguardar intereses: la guerra. Y, tras un año de confrontación, la lógica occidental continúa siendo la de lograr el debilitamiento (y de ser posible la capitulación) de su rival. Nada es más funcional en materia de rivalidad interestatal que una de las partes se encuentre en una situación de sangrado (“bloodletting”), que es también una técnica relativa con la obtención de ganancias de poder entre estados. 


          Por ello, de muy poco sirve concentrarse en las relaciones internacionales en categorías como "bondadosos" y "malévolos", "pacíficos" y "belicistas", "autócratas" y "democráticos", entre otras. Es mucho más efectivo concentrarse en aquellas cuestiones habituales o "políticas como de costumbre", según los términos de Stanley Hoffmann, al momento de tratar de comprender lo que sucede en la denominada arena internacional donde los estados, a modo de gladiadores, se estudian y desconfían entre sí, según nos sigue advirtiendo Thomas Hobbes desde su principal obra. 


          Estados Unidos y la ex Unión Soviética redujeron por décadas las relaciones internacionales a su lógica de poder. Si bien la segunda no aceptaba el statu quo porque era un poder revolucionario, construyeron un sistema relativamente equilibrado de poder que "amortiguaba" tensiones y conflictos. Lo central, entonces, era la estructura del sistema internacional, esa "tercera imagen" a la que se refería Kenneth Waltz como factor de estabilidad o guerra. 


          Lo que sucede en Ucrania obedece a cuestiones de poder. A lógicas de rivalidad desprovistas de red, es decir, sin siquiera mínimos de orden. En ese conflicto se concentran todos aquellos factores que dan vida a las relaciones internacionales. Nada que pueda sorprender: relaciones de poder; pero, y es lo preocupante, prácticamente bajo condiciones de "suma cero", puesto que ninguna parte se muestra dispuesta a ceder, algo que siempre ha significado escenarios de disrupción mayor. 


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