martes, marzo 07, 2023

Los fallos que llevaron a la guerra

 Por Alberto Hutschenreuter 







No podemos asegurar cuál será el curso de la guerra en Ucrania. El mejor de los escenarios podría implicar un acuerdo realista, es decir, uno que no deje demasiado insatisfechas a las partes en liza. Ello se presenta muy difícil, pero tal vez se podría negociar un cese de la violencia a partir del cual intentar negociar. 

            El peor de los escenarios sería que la confrontación escale y deje la situación ad portas de una guerra mundial. Si ello sucediera, la crisis que llevó finalmente a la invasión rusa el 24 de febrero de 2022 habrá sido una "compuerta geopolítica", esto es, un hecho de cuño político-territorial que fue antesala (como otras compuertas en el siglo XX) de un acontecimiento internacional mayor que tampoco podemos saber qué desenlace tendría. Los grandes hechos han implicado momentos de inflexión, es decir, un orden nuevo. Pero con el nivel actual de fragmentación y acumulación militar de los países, cualquier intento de prognosis podría resultar desacertado o no tener sentido. 

            A más de un año de guerra, lo que sí podemos decir es que resulta cada vez más claro que hubo fallos que llevaron a la invasión y a la beligerancia, una confrontación que pudo haberse evitado; por ello, ésta no es una más de las guerras absurdas en la historia, pero probablemente sea una de las más innecesarias, aunque, claro, no exenta de intereses. 

            Existen (al menos) media docena de fallos significativos que llevaron a la guerra. Desde lo general a lo particular, considerémoslos brevemente. 

            En primer lugar, la ausencia de un régimen o orden entre estados. Desde el final de la globalización, a principios de siglo, no solo no se construyó una nueva configuración, sino que el hecho que detuvo la globalización, el ataque terrorista a Estados Unidos, determinó un ciclo casi hegemónico por parte de este último poder. Sin embargo, como el terrorismo transnacional implicaba un enemigo de Estados Unidos, Rusia y China, hubo cooperación entre estos centros, particularmente entre los dos primeros. En cuanto a la globalización de los años noventa, no fue un orden, pero quedó bastante claro que el comercio internacional es prácticamente el único sucedáneo de un orden cuando éste no puede ser alcanzado. 

            Como bien destaca el especialista Fulvio Attinà un orden internacional supone que no se modifica la condición anárquica entre estados, pero existe cierta organización porque todos los actores observan las reglas normalmente paritarias. Claro que, para que ello suceda, es importante que entre los actores preeminentes no exista una gran diferencia de capacidades. Pues, cuando existen demasiadas desigualdades entre ellas, la voluntad de uno de aquellos termina siendo desequilibrante. 

            Esto último sucedió de manera categórica en las dos décadas siguientes al final de la Guerra Fría. Estados Unidos fue, efectivamente, la “superpotencia solitaria”; luego, si bien continuó siendo el único actor grande, rico y estratégico del mundo, las capacidades tendieron a equilibrarse, pero los enfoques relativos sobre el orden se tornaron prácticamente irreductibles. Más todavía, aunque no implica una diferencia profunda, el experto australiano-chino Bobo Lo destaca que las concepciones de orden entre estados son diferentes entre Rusia y China (un dato no siempre señalado). 

            Y algo sumamente pertinente: cuando existe orden la tendencia es que se vaya afirmando una “cultura estratégica” entre los poderes principales, algo que hoy prácticamente ha desaparecido, hecho que explica los retiros y anuncios de suspensiones de tratados que se vienen registrando desde Washington y Moscú.  

            En segundo lugar, la falta de un orden implica falta de líderes. Los estadistas de escala no solo tienen una visión de presente, sino también de porvenir. Forjar un orden internacional supone algo más que ser un buen mandatario: supone ver más allá de lo que puede llegar a ver un buen dirigente o mandatario nacional. Y más: saber qué hacer para llegar a eso que puede otear.  

En su reciente obra Leadership. Six Studies in World Strategy, Henry Kissinger distingue dos modelos de liderazgo: “estadistas” y “profetas”. Los primeros son buenos administradores, virtuosos mandatarios. Pero los segundos son visionarios. Es posible que tras el fin de los líderes visionarios en el siglo XX, entre los años sesenta y setenta, hubo después buenos líderes, sin duda, pero prácticamente no hubo líderes visionarios. Y si los hubo, consideremos, por ejemplo, un Jaques Chirac, acaso no se atrevieron a modificar el statu quo. En cuanto a Vladimir Putin, podría ser un líder reparador, pero no hay ninguna cualidad transformacional en él: es un líder conservador y nacionalista. 

En tercer lugar, puede que desde hace tiempo haya cierta indiferencia en relación con la experiencia histórica. Considerando específicamente el caso de Ucrania, es un país importante ubicado en una placa geopolítica sensible, pero no se trata de una potencia mayor. Lo que queremos decir es que los poderes preeminentes jamás pueden poner en juego la estabilidad regional y global accediendo a los deseos estratégicos de un actor menor o intermedio, sobre todo cuando existen alternativas para este actor. 

No era un hecho irreductible que Ucrania fuera parte de la OTAN “a todo o nada”. Sin embargo, Occidente alentó ese enfoque que Kiev lo consideró como vía única en materia de política exterior y de seguridad. 

Y aquí entramos en otros términos en esta secuencia de fallos: la transgresión de principios estratégicos y geopolíticos que siempre deben tratar de preservarse entre poderes mayores. 

En relación con los principios o códigos estratégicos, la experiencia político-militar nos aconseja que nunca los términos de una victoria tienen que ser rebasados. Estados Unidos ganó la contienda bipolar, pero con la expansión indeterminada de la OTAN hacia el este terminó por crear una situación de crisis e inestabilidad internacional. Finalmente fue la guerra. 

En relación con los principios o códigos geopolíticos, todas las potencias mayores mantienen firmen convicciones en relación con su territorio. Los reflejos de dichos actores en materia de salvaguardar sus áreas de interés siempre serán reactivos, más todavía en aquellos geográficamente vulnerables e históricamente retados. Para Rusia el “pluralismo geopolítico” es un concepto muy relativo (por no decir inexistente) cuando se trata de su vecindario cercano o inmediato. Es el equilibrio geopolítico el que debe procurarse entre poderes. 

En sexto término, la Unión Europea nunca estuvo a la altura de la situación. Aquí también hay una cuestión de liderazgos, pero no por la ausencia de ellos, sino por el contexto en el que ellos crecieron: un escenario de instituciones y normas que terminó casi por desgeopolitizar las reflexiones y prácticas en materia de política exterior y de seguridad. Solo hay que recordar que hasta los sucesos de Ucrania-Crimea, los países de la UE habían descartado posibles choques interestatales en el continente. 

Súbitamente, en menos de treinta años Europa se encontró con otra crisis mayor en su territorio. Entonces, en lugar de desplegar su principal activo como poder mayor institucional, una contundente y decidida diplomacia, continuó desempeñando un papel estratégico inferior en una alianza más atlántica que occidental. Hoy, a más de un año de guerra, no solo continúa haciéndolo, sino que prácticamente mantiene una situación de “no guerra” o guerra latente con Rusia, mientras tiene que reconfigurar su dependencia energética. 

Finalmente, la inteligencia rusa ha cometido uno de sus peores fracasos, pues si la técnica de poder para salvaguardar sus intereses sería una guerra corta si no se respondía positivamente su demanda, jamás consideró que se encontraría en una compleja campaña, la peor de las situaciones para una fuerza ocupante. Asimismo, tampoco pareció prever suficientemente que Occidente se aglutinaría como lo hizo.  

Pero también es cierto que en Occidente, si se llegó a considerar que habría guerra, la reflexión estratégica fue insuficiente, pues finalmente Rusia no quedó aislada. Peor todavía, como ha advertido recientemente Emma Ashford, todo parecería indicar que vamos hacia una nueva era de Yalta, es decir, un mundo con esferas de influencia: “La guerra ha dejado en claro el fracaso de la disuasión por parte de Occidente. Es cierto que Occidente se ha unido más, pero su política de disuasión previa no funcionó”. 

Concluyendo, sin duda que siempre que un estado comete un acto de agresión contra otro automáticamente caerán sobre él las responsabilidades. Pero ampliando el enfoque sobre las causas de esta disrupción internacional podremos comprobar que hubo errores múltiples y repartidos que van más allá de la retórica occidental que presenta a Rusia como un actor incivilizado, hostil y revisionista.  

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