martes, diciembre 02, 2025

La Ley del Espejo: De Ucrania al Caribe

 Por Daniel Adrián Kiper


Hay hechos que no suceden en un día sino en un siglo, aunque el mundo los vea pasar como quien mira un barco cruzar el horizonte sin advertir que, detrás de su estela, se ha movido el mapa entero. Así ocurrió hace unas semanas, cuando un puñado de buques rusos entró silencioso en las aguas cálidas del Caribe venezolano y dejó flotando en el aire la sospecha de que algo muy antiguo se había quebrado: la seguridad con la que Estados Unidos creyó, durante doscientos años, que el hemisferio occidental era asunto exclusivo de su mirada.

Poco después, el mar Caribe ofreció una segunda escena. A la estela de las fragatas rusas le siguió la respuesta de Washington: destructores, guardacostas y aeronaves de patrullaje surcaron esas mismas aguas, como si una doctrina que muchos daban por enterrada se negara, tozuda, a abandonar el escenario. En ese espejo salino, buques rusos y buques estadounidenses se observan desde la distancia como dos presagios mudos de un orden que ya no sabe si está por terminar o por comenzar.

No hizo falta disparo alguno.
Bastó el rumor metálico de los cascos sobre el mar para resquebrajar un credo que Estados Unidos había proclamado casi como mandato divino: que todo lo que ocurriera en este hemisferio, desde el Río Bravo hasta la Patagonia, era, por derecho histórico y “destino manifiesto”, asunto suyo. Durante dos siglos, la Doctrina Monroe funcionó como contraseña y advertencia. Pero las doctrinas, como los imperios, no mueren de un solo golpe: primero se agrietan, luego se llenan de fisuras y, al final, un día descubren que ya nadie las obedece del mismo modo.

La llegada de Rusia al Caribe no fue un capricho ni una aventura romántica. Fue el resultado de una cadena de decisiones políticas: la expansión de la OTAN hacia las fronteras donde Rusia guarda su respiración más profunda; la voluntad de Moscú de reconstruir su condición de potencia; la necesidad de Caracas de encontrar aliados en medio del asedio económico; y la decisión de Washington de responder mostrando barcos, pero no compromisos claros a largo plazo. No hubo destino escrito: hubo cálculo, miedo, ambición y, también, errores.

Porque la política internacional —ese teatro donde se juega la vida de los pueblos sin que los pueblos lo sepan— no se mueve por discursos, sino por la combinación inestable de fuerza y percepción. Lo que Moscú vio acercarse en Europa durante tres décadas no explica todo, pero ayuda a entender por qué hoy busca proyectar su sombra en un mar que Estados Unidos consideró siempre propio.

Es un concepto clave del Realismo Geopolítico: la expansión de una potencia o alianza (la OTAN) genera inevitablemente una respuesta de balance (la proyección rusa en el Caribe). Es un juego de suma cero intensificado por la Teoría de la Decadencia Imperial de Estados Unidos, cuya sobreextensión en Asia y Europa le ha drenado la energía justo en el momento en que su hegemonía era más necesaria en su propia casa. Es decir, no se trata de moral, sino de la inestable combinación de fuerza y atención en el tablero global.

Al mismo tiempo, Rusia no es solamente una potencia reaccionando: es también un actor que lleva años reivindicando una “esfera de influencia privilegiada”, interviniendo en su vecindario y apostando por una presencia militar que la confirme como protagonista de primer orden.

Ni víctima inocente ni monstruo absoluto:
Rusia es, como Estados Unidos, un jugador del viejo juego del poder.

Del otro lado, los estrategas de Washington cometieron un pecado histórico que ningún alumno atento de política internacional debería pasar por alto: intentaron contener a Rusia sin incluirla, expandieron una alianza militar creada para encerrar a un enemigo que ya no existía y empujaron la frontera del miedo hasta las ventanas de Moscú. Las grandes potencias —esas criaturas inmensas que respiran en siglos— no toleran alianzas rivales rozando sus cristales. Que la OTAN no lo haya comprendido fue el error; que Rusia haya respondido, la consecuencia. Cómo respondió, en cambio, fue decisión suya.

A esta historia hay que añadirle un capítulo menos vistoso pero más profundo: la guerra económica. Las sanciones, presentadas como castigos quirúrgicos, se volvieron una red que terminó atrapando a quienes pretendían aislar. Venezuela, Irán, Cuba, Siria y luego la propia Rusia tejieron, por necesidad vital, un sistema paralelo para sobrevivir fuera del dólar y del circuito financiero dominado por Estados Unidos. La multipolaridad empezó a tomar cuerpo ahí, no en los discursos altisonantes, sino en la obstinación de los sancionados por no rendirse.

Así, casi sin que nadie lo notara a simple vista, Venezuela dejó de ser un problema interno de América Latina para convertirse en pieza de un tablero mucho más grande. A fuerza de presiones y castigos, Washington no debilitó al gobierno venezolano: lo arrojó a los brazos de quienes buscaban una puerta de entrada al hemisferio occidental. Sin proponérselo, convirtió a Caracas en enclave estratégico de Rusia, China e Irán: en un puerto de entrada militar, financiero y político.

La tragedia —si cabe la palabra— es que todo esto ocurre mientras la credibilidad moral de Estados Unidos se desvanece como tinta al sol. Los pueblos ya no creen en sus cruzadas por la libertad. Irak, Libia, Afganistán, Guantánamo… han dejado una sombra demasiado larga como para volver a iluminarla con palabras. Cuando la retórica pierde valor, queda sólo el poder desnudo. Y cuando el poder se muestra desnudo, lo que surge casi siempre es la resistencia.

Hoy, la sobreextensión de Estados Unidos —ese afán desmedido por estar en todas las guerras y en todas las esquinas del planeta— lo ha dejado exhausto, dividido y sin manos libres para responder en su propio vecindario. Ucrania, Taiwán, el mar Rojo, Oriente Medio… demasiados frentes para un solo corazón imperial. Fue en ese instante de cansancio, casi humano, cuando los barcos rusos atravesaron el Caribe y los barcos estadounidenses acudieron a marcar presencia, como si el dueño de casa se hubiese despertado tarde y a medio vestir.

La escena no anuncia, por ahora, una guerra abierta.
Anuncia algo más complejo: el final de una certeza.

Por eso el título de esta nota es, a la vez, diagnóstico y exageración. La Doctrina Monroe que creímos eterna ya no existe como regla indiscutida, aunque permanezca en los libros y todavía inspire reflejos defensivos. Lo que vemos no es un certificado de defunción, pero sí una enfermedad grave: una crisis terminal de esa idea de hegemonía exclusiva. El nuevo siglo no reconoce dueños únicos ni vigilantes indiscutibles. Es un mundo donde cada fuerza busca su equilibrio, donde los castigos generan alianzas inesperadas, donde los excluidos levantan su propio sistema.

Sin embargo, conviene no idealizar el paisaje. La multipolaridad no llegó para ofrecernos un paraíso de equilibrios justos. La historia de las relaciones internacionales enseña, con una frialdad casi cruel, que los sistemas multipolares suelen ser más inestables y más propensos al conflicto que los unipolares o bipolares. Demasiadas potencias, demasiadas agendas, demasiados malentendidos. Un mundo de varias manos puede ser más libre, pero también más imprevisible.

En el Caribe, los buques rusos y estadounidenses no proclamaron una paz nueva ni declararon una guerra vieja. Anunciaron algo tal vez más inquietante: un mundo donde nadie tiene la última palabra, donde las lógicas geográficas se mezclan con decisiones políticas a veces racionales y a veces no, donde los sancionados buscan refugio unos en otros y donde las grandes potencias reparten su atención entre Europa, Asia y América sin saber si les alcanzarán las fuerzas.

Cuando el poder pretende abarcarlo todo, corre el riesgo de perderlo justamente donde más lo necesita: en su propia casa.

Y en ese margen estrecho —entre la soberbia de los imperios y la fatiga de sus ciudadanos— se abre un tiempo nuevo, lleno de incertidumbres. No será la historia, ni la geografía, ni las doctrinas las que decidan su desenlace, sino las decisiones humanas —a veces lúcidas, a veces irracionales— de quienes hoy están al mando de estos barcos que cruzan el horizonte moviendo, sin decirlo, el mapa entero.

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