Más allá de la sobreactuación de la presidenta CFK con su escape/elusión a América Central a apenas horas de la catástrofe electoral, la situación hondureña debe preocuparnos a todos los que defendemos el sistema democrático como el único camino posible, aún con las amplias imperfecciones que en muchos casos ostentan nuestros gobiernos constitucionales.
De todas maneras, no pueden dejar de todas maneras de observarse distintos elementos en la crisis institucional del país centroamericano. La disputa -más allá del repudiable quiebre constitucional- se entabla entre un golpismo de derecha cuasi típico (militares, clase empresarial, clero, ciertos sectores civiles, etc) y un gobernante echado a la fuerza que carga con consistentes denuncias de corrupción y que a la vez pretendió eternizarse en el poder. Lo cual no justifica la impromta violenta y violatoria de los golpistas, pero aporta una saludable contextualización, la misma que le permite a uno dudar de cuál hubiera sido la respuesta del matrimonio presidencial argentino si por ejemplo el caído en desgracia hubiera sido el derechista primer mandatario colombiano Alvaro Uribe a partir de sus censurables intentos de rereelección vedadas por la ley.
En este marco, caben rescatar Recortes de la columna que el especialista en política internacional Juan Gabriel Tokatlián publicó ayer en Página 12 titulado Neogolpismo, comenzando con una radiografía histórica:
“El golpe de Estado convencional –la usurpación ilegal, violenta, preconcebida y repentina del poder por parte de un grupo liderado por los militares y compuesto por las fuerzas armadas y sectores sociales de apoyo– fue una nota central de la política latinoamericana y del Tercer Mundo durante el siglo XX. El fin de la Guerra Fría, la ola democratizadora de los años noventa, el avance de la globalización, la gradual reducción de las disputas fronterizas entre países, la creciente interdependencia mundial y las promesas de la integración económica regional parecieron presagiar el ocaso del golpismo en la periferia”.
Tras ello, el profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Di Tella y miembro del Club Político Argentino puntualiza: “el espectro golpista sigue intacto. Desde 2000 a la fecha se han llevado a cabo 24 golpes de Estado, unos exitosos y otros fallidos, en Africa, Asia y América latina y el Caribe. Los dos últimos, en 2009, se han producido en Madagascar y Honduras.
Con el tiempo, se fue gestando un neogolpismo: a diferencia del golpe de Estado tradicional, el “nuevo golpismo” está encabezado más abiertamente por civiles y cuenta con el apoyo tácito (pasivo) o la complicidad explícita (activa) de las Fuerzas Armadas, pretende violar la constitución del Estado con una violencia menos ostensible, intenta preservar una semblanza institucional mínima (por ejemplo, con el Congreso en funcionamiento y/o la Corte Suprema temporalmente intacta), no siempre involucra a una gran potencia (por ejemplo, Estados Unidos) y aspira más a resolver un impasse social o político potencialmente ruinoso que a fundar un orden novedoso”.
Al adentrarse en nuestra región, Tokatlián subraya los últimos tintes que han adquirido estos nuevos fenómenos de nuevos golpes, la reacción de la comunicad internacional y alerta sobre el futuro oscuro que puede esperarnos si esta intentona hondureña logra cristalizarse definitivamente:
“En Latinoamérica ha existido una suerte de “aprendizaje” en materia de golpismo. Por ejemplo, los que se efectuaron en Ecuador –contra Abdalá Bucaram en 1997 y Jamil Mahuad en 2000– fueron ganando en efectividad y sofisticación, al punto de que los “putchs” cívico-militares fueron, a regañadientes, tolerados y aceptados en la región. No existió una virulencia desproporcionada y las sucesiones presidenciales se encargaron de darles visos de cuasi constitucionalidad. Washington y Brasilia (en especial, en el caso de Mahuad) no cuestionaron seriamente lo ocurrido y el Grupo de Río y la Organización de Estados Americanos se desentendieron. Tiempo después, en 2002, se produjo la fracasada remoción forzada de Hugo Chávez en Venezuela. La región –particularmente Argentina, Brasil y Chile– reaccionó de inmediato, repudiando lo ocurrido y definiendo lo sucedido con el calificativo de golpe de Estado. La Casa Blanca no deploró el golpe; más aún lo justificó (lo mismo hicieron España, Colombia y el Fondo Monetario Internacional). La administración del presidente George W. Bush actuó como si se tratase de un “golpe benévolo”; es decir, le dio la bienvenida al intento de derrocamiento de un gobierno electo democráticamente, ya que los golpistas actuaban en consonancia con las preferencias ideológicas de Estados Unidos. La coalición cívico-militar venezolana terminó consumando un golpe ortodoxo y autoritario que, no obstante, resultó fallido: el detenido Hugo Chávez retornó a la presidencia. Dos años más tarde, en 2004, se produjo la salida forzada de Jean-Bertrand Aristide en Haití. Tal como en Venezuela, en el ejemplo haitiano los golpistas insistieron en que Aristide fue el que provocó, con su comportamiento, la crisis institucional que lo llevó a su remoción del gobierno: de ese modo se justificó la destitución del presidente. De hecho, se producía –al igual que en el caso de Chávez pero esta vez con éxito– una inversión de valores, pues se terminó responsabilizando a la víctima en lugar del victimario. La coalición golpista y Washington aprendieron de un error previo en el caso venezolano: en vez de detener temporalmente a Aristide, el embajador de Estados Unidos puso al depuesto mandatario haitiano en un avión y lo envío a República Centroafricana; donde se había producido un golpe de Estado exitoso en 2002 y el golpista François Bozizé hizo redactar una nueva Constitución y resultó electo presidente en 2003. Así llegamos al primer golpe de Estado exitoso en Centroamérica en el siglo XXI: el 28 de junio fue derrocado el presidente de Honduras, Manuel Zelaya... Los golpistas de la poderosa coalición cívico-militar aprendieron las lecciones de Venezuela y Haití: preservando el funcionamiento del Legislativo y del Judicial, expulsaron del país al mandatario constitucional. Sin embargo, en esta oportunidad el rechazo y repudio general fueron elocuentes. Todo el hemisferio, sus organizaciones políticas, las Naciones Unidas, la Unión Europea, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, ONG de derechos humanos y gobiernos de diversa orientación ideológica se manifestaron masiva y unánimemente contra el golpe de Estado. La coincidencia de voces fuertemente críticas es muy alentadora. Sin embargo, si el golpe resulta victorioso –y esto significa que Zelaya no es restituido siquiera temporalmente en la presidencia– entonces la tentación del neogolpismo regional crecerá. Los golpistas entonces habrán aprendido una nueva lección: deponer y ejecutar el mandatario en el gobierno, simular que la crisis era de tal envergadura que no había otra opción que remover al Ejecutivo, mantener formalmente las instituciones y esperar hasta que las políticas antigolpe de la comunidad internacional resulten improductivas”.
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