Elecciones en Rusia: Putin ganará, pero su verdadera victoria aún espera
Por Alberto Hutschenreuter
El próximo domingo, Vladimir Putin será elegido presidente de la Federación Rusa por cuarta vez. Si se mantiene al frente del país durante los seis años que establece la Constitución, habrá estado casi el mismo tiempo que estuvieron Alejandro I (1801-1825) y Alejandro II (1855-1881), y un poco menos que Nicolás I (1825-1855) y Stalin (1926-1953), los líderes que más tiempo se mantuvieron en el poder en los dos últimos siglos.
Salvo considerar algunas de las razones por las que los rusos volverán a elegir a Putin, es casi un ejercicio fútil detenerse en la compulsa del 18 de marzo. El hecho que sí resulta interesante está asociado al después del evento; al tiempo que dispondrá el mandatario, que podría extenderse hasta 2030 (Putin tendrá entonces 78 años), para transformar a Rusia en un país moderno, es decir, en una superpotencia abarcadora o completa, algo que hasta hoy nunca pudo ser, ni en tiempos del zarismo, ni durante el “largo invierno soviético”, ni en lo que lleva como Federación Rusa.
Allí radica y aguarda su victoria verdadera y trascendente, no en el mero trámite de una nueva “jornada electoral Putin”.
Transformar a Rusia en un actor preeminente cabal supone que el país pase a desempeñar un papel protagónico predominante en los segmentos clave del poder interestatal, esto es, el económico, el cultural, el tecnológico y el estratégico-militar.
El único país que desde 1945 desempeña un papel central en todos los segmentos es Estados Unidos; el único país grande, rico y estratégico del mundo, a lo que hay que sumar su condición de creador, promotor y garante del orden liberal internacional que hoy está llegando a sus límites.
La Unión Soviética fue el otro polo de poder tras 1945, pero fue un “superpoder” por la magnitud de su segmento estratégico-militar (incluso hasta 1949, cuando tuvo el arma nuclear, el país fue vulnerable a un primer ataque estadounidense). Podría considerarse el poder de su ideología, pero el rumbo que dieron al marxismo los mandatarios desde 1917 fue tal, que en las décadas del sesenta y del setenta era habitual escuchar de los propios soviéticos decir que en la Unión Soviética aquel que era marxista era un verdadero revolucionario. Por ello, el experto Adam Ulam se refirió a la existencia de un “marxismo de vitrina” en la URSS.
Más allá de estos componentes de poder, la Unión Soviética no logró ser una “superpotencia”, por caso, en el segmento comercio-económico su alcance estaba limitado prácticamente a los países que formaban parte del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), es decir, el espacio de la Europa central sovietizada, y a algunas plazas geopolíticas en Asia, África y América.
Incluso en su segmento de poder solo igualado por Estados Unidos, el geopolítico, había cuestiones porque su encerrada ubicación obligó a la URSS a realizar un notable esfuerzo para romper el cerco impuesto por la política de contención de Occidente y por la fatalidad de la propia geografía. Pero, finalmente, ese esfuerzo acabó afectado por el fenómeno histórico que aquejó tradicionalmente a los poderes preeminentes e imperios, la “sobre-extensión imperial”.
Por ello, Putin afronta un reto muy por encima de la prueba electoral del domingo. Ese reto no es el que señalan expertos occidentales como Stephen Kotkin, esto es, que Rusia haga un pacto con su pasado, abandone sus reflejos geopolíticos imperiales y se convierta en un “país normal”, es decir, restrinja el amparo de su (dilatado) interés nacional y respete la soberanía de sus vecinos. Como cualquier otro poder mayor del orden interestatal lo haría si le sucediera, Rusia continuará desplegando políticas activas de poder frente a desafíos que plantean poderes que prácticamente se encuentran en sus “líneas rojas”. El “pluralismo geopolítico” no es una categoría de los actores preeminentes; existe sí, el equilibrio geopolítico entre ellos.
Conducir a Rusia hacia una plataforma sobre la que se erija en actor completo, implicará modernizar el país; y ello se tendrá que hacer independientemente del precio por el que pasen sus principales productos de exportación. Se trata de un punto central, porque si dichos precios se encuentran en un nivel medio (no digamos alto), volverá a suceder lo de siempre: se postergará la modernización, y la retórica volverá a ocupará su sitio.
Básicamente, la modernización de Rusia supondrá la creación de centros regionales de investigación y polos tecnológicos de escala. Y no será un esfuerzo que alcance solamente con lo nacional, sino que exigirá la cooperación con otros países vitales para dicha empresa rusa, por ejemplo, con Alemania en materia de robótica y nanotecnología, por citar dos temas centrales; pero para ello se deberán superar cuestiones que hoy obstaculizan la cooperación.
El cambio de la estructura productiva rusa colocará al país en una nueva situación internacional. Una Rusia con una economía plural o diversificada reducirá su dependencia del precio de las materias primas, la alejará de la condición de “mera proveedora” de las mismas e incrementará su presencia en el mercado global.
Asimismo, el cambio y ascenso tecnológico de Rusia podría coadyuvar a superar el viejo problema que afecta al país: el subdesarrollo agrícola, e incluso podría modificar las dificultades que afronta el país en el segmento demográfico.
Dicho desafío estará acompañado de una oportunidad única para Rusia, si aquel es finalmente superado: los planes de China en relación con transformar el Asia Central en un espacio geoeconómico que redefinirá el verdadero “corazón terrestre” mundial del siglo XXI.
En estas cuestiones radica el verdadero triunfo de Putin y de Rusia. Un cambio impostergable que, de llevarse adelante y con éxito, convertirá a Rusia en un actor completo y preparado para ser arte y parte en la todavía lejana configuración interestatal del siglo XXI.
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