jueves, noviembre 19, 2020

Soy un soldado de Perón: Los días del Tío Cámpora en México


Por Gustavo Ferrari Wolfenson




El 25 de mayo de 1973, Héctor J. Cámpora ganaba las elecciones de la República Argentina. Habían pasado dieciocho años de proscripciones desde el golpe
militar que derrotó a Perón y ocho presidentes entre constitucionales y de facto habían conducido los destinos de un país bajo la
sombra del caudillo exilado en Madrid, a quien el Presidente de turno, Alejandro Agustín Lanusse, señalaba a los cuatro vientos que no le daba el cuero para regresar.


La fórmula del FREJULI, “Cámpora al gobierno, Perón al poder”
resonaba como un himno y bandera en una generación que se fue
alimentando de la nostalgia, de las historias de sus familiares y de los
mensajes desde el exterior de esa figura mítica que, a los casi 50 años
de edad, decidió un día entrar en la vida política del país para no
abandonarla jamás.
Ese 25 de mayo de 1973 lo viví muy joven en México, donde mi padre
se desempeñaba como Representante Residente de Fondo de las
Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) para México y el Caribe. La
recepción oficial en la sede de la embajada parecía un velorio. Su titular,
el general Jorge Federico Von Stecher, muy protocolarmente celebró la
gesta patria, deseó éxito al gobierno entrante y bogó por la paz y la
reconciliación de los argentinos (creo que eso ya lo escuchamos
infinitas veces). Uno de los funcionarios acreditados en la misión,
específicamente el segundo a cargo de nombre Joaquín Otero, al
tiempo que acompañaba protocolarmente las expresiones del
embajador, murmuraba y aseguraba entre sus conocidos que quizá ese
sería el último acto dentro del servicio exterior. ¿Por qué tal afirmación?
Otero había sido en sus años jóvenes y como redactor en el diario La
Prensa, una de las plumas que le puso color al llamado Libro Negro de
la Segunda Tiranía, un testimonio escrito con sangre de pasión contra
los años del peronismo y estaba seguro que iba a ser separado del
cuerpo diplomático por las nuevas autoridades en venganza de aquellos
tiempos, cosa que efectivamente ocurrió meses después.
Su nominación como candidato, su posterior triunfo, el viaje a España a
buscar al general, los primeros roces ideológicos, los 49 días que estuvo
al frente de gobierno, su renuncia y su nombramiento casi de inmediato
como embajador en México fueron demasiados acontecimientos
inesperados para el popular “tío” y soldado de Perón, que aterrizó en el
Distrito Federal como un embajador que era recibido con todos los
honores de un ex presidente.
Don Héctor arribo al país azteca acompañado de su esposa, Georgina
Acevedo, una distinguida dama de San Andrés de Giles, hija de
estancieros, que había sido seducida en sus años mozos por las formas
galantes y gentiles del joven dentista arribado al pueblo. También lo
acompañaban su hijo Héctor, fugaz Secretario General de la
Presidencia durante el breve mandato, un valet, un chofer y un amigo
del alma de nombre Alfredo Rabufetti muy apegado a las charlas
eternas de café, el cigarrillo y los burros (caballos de carrera)
Por sugerencia de su sobrino, Mario Cámpora, diplomático de carrera,también llegarían semanas después para cubrir funciones en el departamento cultural, Esther Sylvia Malamud, rosarina, licenciada en
relaciones internacionales y recién egresada con uno de los mejores
promedios del Instituto del Servicio Exterior y el Ministro José María
Vásquez, mejor conocido como Perucho, yerno del político Rafael
Ocampo Jiménez, (ex gobernador de facto de La Rioja y ex embajador
en Italia), ahijado de Perón, casado con Marta Vásquez quien con los
años se convertiría en Fundadora de Madres de Plaza de Mayo al sufrir
-estando ellos destinados en México- la desaparición de su hija María
Marta y de su yerno Cesar Lugones, miembros ambos del grupo
pastoral Belén, de tareas sociales y evangelizadores en la villa miseria
de Flores.
La vida diplomática de Cámpora en México fue, hacia afuera, más social
que política. Era participe y protagonista de todo evento que se
presentara. Solía visitar los restaurantes argentinos y confraternizar con
los asistentes, así como con los espectáculos de tango o de variedades
que se presentaban en la ciudad. Por otra parte, fue el receptor y
anfitrión de las primeras camadas de asilados que llegaron a México
amenazados por las terribles AAA de López Rega, entre quienes se
encontraban Nacha Guevara, Alberto Favero, Luis Brandoni, Marta
Bianchi, Ricardo Obregón Cano, Pedro Orgambide, Héctor Sandler,
Manuel Puig, Rodolfo Puiggros, Carlos Ulanovsky, José Amiune,
Horacio Guaraní, el Bebe Esteban Righi, Raul Laguzzi etc., lo que
generaba más que un corto circuito con la línea dura impulsada desde
el gobierno argentino por el entonces canciller Alberto J. Vignes y el
entorno de la P-2 de López Rega, Liccio Gelli de acabar con todo “foco
comunista”.
Como buen político populista, el Tío abría la embajada a toda la
colectividad argentina que quisiera asomarse. La fiesta patria de 1974
fue una verbena de entrada libre que aún se recuerda sin los protocolos
propios de ser una celebración exclusiva para autoridades oficiales,
cuerpo diplomático en general o directivos de empresas y cámaras
relacionadas con el país. Recuerdo con especial detalle el arribo de
Libertad Leblanc que, con un vestido de encaje negro transparente y un
escote propio de su figura descomunal, desafiaba con un beso sensual
a quien quisiera ponerle la escarapela. Confieso que fui uno de los
afortunados.

A los pocos días de esa celebración Cámpora viaja a la
Argentina. Un Partido Peronista Autentico se estaba
gestando y lo quería tener como referente. Lo presidía
Oscar Bidegain y entre sus filas estaban Rodolfo
Puiggros, Ricardo Obregón Cano, Miguel Bonasso, Juan
Gelman quienes con posterioridad formarían el
Movimiento Peronista Montonero (MPM). Cámpora
nunca se sumó a Partido Autentico ya que su propósito
era, según sus palabras, luchar desde las propias
estructuras del peronismo.

En esos días de pleno invierno, para ser exacto el 6 de junio de 1974,
Perón cumple con el compromiso de visitar nuevamente Paraguay –la
Nación que lo albergara en su primera etapa del exilio-, esta vez como
presidente de la Argentina. Delegó el mando en Isabel, voló a Formosa
y desde allí viajó a Asunción en el barreminas “Neuquén”. Al arribar a la
capital del país vecino, Perón permanece de pie en la cubierta de la
nave bajo una llovizna fría y pertinaz, mientras es saludado por una
salva de veintiún cañonazos disparados desde aquella cañonera que lo
alojara en 1955, como acto simbólico de desagravio.
Declarado huésped ilustre de la ciudad de Asunción, Perón recibe la
bienvenida de su par Alfredo Stroessner. Apenas se baja lo toma del
brazo y le confía al presidente paraguayo “General sosténgame que
siento que me muero”. Estas palabras me las comentó años más tarde
en una tertulia, el entonces segundo de la embajada en Asunción,
Arturo Ossorio Arana testigo de los hechos. De la aventura y del frio de
ese viaje jamás Perón se recuperó. Sus salidas fueron escasas, pero
tuvo tiempo para echar de la plaza a esos “estúpidos e imberbes” y
firmar sobre una almohada el último acto de servicio a la patria: la
renuncia de Héctor J. Cámpora como embajador en México, sin antes
pronunciar la frase “¡qué asco!”.
Perón muere el 1 de julio de 1974. Ese día era el cumpleaños de mi
abuela Sara vieja defensora de las causas libertarias y renegada
antiperonista (y ahora me hablan de la grieta). Al desearle felicidades,
su respuesta fue lacónica: “ya he recibido el mejor regalo de
cumpleaños”.

En la embajada, a cargo del ministro Vásquez se abre el libro de condolencias
propio del protocolo y se invita a una misa de honor a celebrarse en los siguientes
días. Sin saber el paradero del embajador renunciado, supuestamente en
Argentina, y sin haber recibido aún el decreto o cable oficial de su destitución,
en plena homilía del servicio religioso y para sorpresa de todos, aparece la figura
elegante de Cámpora luciendo esa sonrisa “Colgate” que siempre lo
caracterizó.
Siendo un embajador ya sin funciones, saludó a todo el mundo muy
cortésmente, realizó declaraciones a cuanto medio de comunicación se
le acercaba respondiendo siempre lo mismo: “yo soy un soldado y
cumplí con el mandato de Perón. ¡Dios guarde al general!
Ante un escenario tan poco favorable hacia su persona en Argentina,
Cámpora aceptó la cordial invitación del presidente de México Luis
Echeverría Álvarez para radicarse en el país con el status de huésped
distinguido.
La política internacional de Echeverría estaba marcada por una fuerte
solidaridad hacia las causas políticas del continente, teniendo como
testimonio el asilo otorgado a la viuda de Salvador Allende, Hortensia
Bussi y a toda la dirigencia política de la Unidad Popular chilena. Ahora
con Cámpora se repetía una historia recurrente, empezada con Trotsky
en 1937 que años después continuaría con Mohammad Reza Pahlevi,
sha de Persia y Evo Morales.


A las pocas semanas de su radicación como
un ciudadano más en México, una
fotografía en la sección sociales del diario
Excélsior mostraba al doctor Héctor J.
Cámpora con su bata blanca de dentista,
apoyado en el sillón típico de los martirios
dentales, anunciando la apertura de su
consultorio odontológico junto a su colega
Ricardo Obregón Cano. Dicho consultorio
era un aporte del señor Roberto Buffano, un
empresario argentino radicado desde hacía
muchos años en México

Al poco tiempo, Ángel Federico Robledo es designado nuevo embajador
argentino. Ministro de Defensa de Cámpora y Perón, poseía excelentes
relaciones con las fuerzas armadas. Conocía también el oficio
diplomático ya que había sido jefe de misión en Perú durante el segundo
gobierno del general. Robledo había tenido una salida muy traumática
del gobierno de Isabel. Elegido por sus pares de gabinete para alzar la
voz y recomendar a la Presidente la necesidad de separar del gobierno
a López Rega, cuando hizo la moción, los demás ministros se quedaron
callados, no lo respaldaron y tuvo que presentar dignamente su
renuncia al cargo. Lealtad peronista se podría decir.
La llegada de Robledo a México fue como su personalidad, con señorío
y sencillez. En cada reunión diplomática u oficial, se cruzaba con
Cámpora, a quien saludaba con el respeto de una vida de
compañerismo político y de jerarquías, pero con cierta ironía a quien
había sido su jefe siempre le tiraba alguna frase como “me dejó vacía la
bodega de la embajada con sus fiestas”
Mientras tanto la Casa Argentina de la calle Roma 1, seguía creciendo
y reuniendo a los argentinos que llegaban a buscar la protección política
del gobierno mexicano, en una suerte de embajada paralela. Robledo
seguía desde su oficina de Paseo de la Reforma 84, todos los sucesos
que pasaban en el país y era consultado permanentemente por los
sectores militares y políticos peronistas sobre los movimientos que se
iban sucediendo o planificando.


Su estancia en México duró poco tiempo también. El gobierno de Isabel
en una clara imposibilidad de hacer coexistir dos personalidades tan
ligadas al sentimiento peronista y compañerismo, decide trasladarlo a
Brasil, donde duraría cuatro días para volver al país como Ministro de
Relaciones Exteriores primero, del Interior después, y posteriormente
asumir el papel de hombre fuerte y pensante de un gobierno que se
tambaleaba sin rumbo y se desintegraba institucionalmente cada vez
más.
El gran desafío de la cancillería argentina era elegir quien era la persona
idónea para cubrir la vacante en México, dada la presencia permanente
e urticante de Cámpora allí. Cuenta la historia que el entonces ministro
Alberto Vignes llamó a todos los jefes de área del Palacio San Martín y
en una reunión general le fue preguntando a cado uno de ellos que
opinaba y pensaba de Héctor Cámpora. Como buenos diplomáticos de
carrera, prudentes y equilibrados en sus declaraciones, cada
funcionario midió sus palabras sin asumir una posición alguna que fuera
determinante. Sin embargo, cuando le tocó dar su opinión a uno de
ellos, entonces director del área de América del Norte expresó “es un
hijo de puta que entregó al país a los 49 días de haber sumido, etc., etc.
El ministro Vignes, sin dejar que su interlocutor terminara sus
comentarios, lo miró fijamente y le dijo “Ya está, embajador usted se va
para México” (sic)
El nuevo designado fue Francisco Molina Salas embajador de carrera,
hijo de diplomático de carrera y curiosamente de madre mexicana. Se
convirtió así, de repente, en la única persona que no le debía nada
políticamente a Cámpora, ni debería rendirle ningún tipo de pleitesía.

Los días del tío en México se fueron apagando de a poco
hasta su regreso al país en los últimos meses de 1975.
Escribió, bajo la pluma de su hijo Héctor un libro titulado
“El Mandato de Perón” donde narraba su fidelidad y
lealtad al líder y cómo había sido su papel en el regreso
al país del máximo referente histórico del movimiento
justicialista. Dicho documento del cual colaboré
aportando material de mis archivos periodísticos que
hasta la fecha sigo agrupando, me fue dedicado en su
primer ejemplar por Cámpora con su puño y letra y pretendía dejar en
claro un testimonio a su lealtad al general hasta sus últimos días.
La historia posterior quizá es más conocida. El 23 de marzo del 76 cae
el gobierno de Isabel. Cámpora ya en el país se refugia junto a su hijo
Héctor y Juan Manuel Abal Medina, en la embajada de México y sin
obtener el salvoconducto, cumple uno de los asilos diplomáticos más
largos de la historia de las relaciones internacionales, hasta que por
razones humanitarias es concedida su salida, en 1980, para morir
meses después en Cuernavaca de un cáncer de laringe.
Hoy el nombre de Cámpora abandera una corriente política que jamás
lo conoció, mucho menos supo lo que pensaba y cuál fue su papel en
la historia contemporánea argentina. Quizá lo único que tengan en
común aparte del nombre, sea el fundamentalismo a la figura de un líder
y una lealtad llena de pasión.
He contado toda esta historia como testigo presencial de esa época. El
25 de mayo de 1973, en aquella fiesta patria en la embajada con la que
comencé este relato, se acercó el entonces agregado cultural Javier
Fernández y me preguntó: “Pibe querés ganarte unos mangos”. “Hay
que hacer el inventario de la biblioteca del departamento cultural y nadie
quiere agarrar ese laburo”. Tenia 18 años, por supuesto que le dije que
sí y allí empezó la historia diplomática e internacional de mi vida que
aún no acaba y sigue dando vueltas por el mundo.
Conocí en estos tiempos muy bien a Héctor J. Cámpora. Como
empleado todo terreno, funcionario, che pibe, solía ir a su despacho de
la embajada casi todos los días a llevarle documentos o papeles que
firmar. Intercambiábamos frases huecas, muy propias de su estilo de
diálogo, siempre con amabilidad. Un día dada mi juventud me pidió el
favor que llevara a conocer la ciudad a la hija de Obregón Cano, que
tenía mi edad y que extrañaba mucho Córdoba. Me contó también
cuando tuvo que hablar por pedido expreso de Perón, con Raúl Lastirti
y preguntarle cuáles eran sus reales intenciones sentimentales con
Normita Lopez Rega, la hija de José, quien quería comérselo vivo
porque ya estaban en pareja con una diferencia abismal en edades.
Disfruté muchas tardes la amabilidad y cordialidad de doña Georgina
Acevedo ofreciéndome té y pasteles en su residencia, sumadas a las
charlas con Héctor hijo con la siempre presencia de Luz Baltodano,
asistente de la embajada y musa inspiradora del amor platónico que se
profesaban.
Finalizo este relato con la anécdota de un sábado por la tarde y mi
llamado telefónico al doctor Cámpora comentándole que a mi hermano
Bruno le dolía una muela, que nuestro dentista estaba de vacaciones y
si lo podía atender en su inaugurado consultorio. Al llegar y recibirnos
todo de blanco, con la vestimenta ad hoc para la ocasión, le pregunté
inocentemente si se acordaba aún del ejercicio de la profesión y con
esa sonrisa típica camporista me contestó “algo me debo acordar”.
Han pasado muchos años de estos recuerdos que he narrado. Vienen
a mi memoria como una anécdota más de los pasajes tan
enriquecedores que he compartido en mi vida, Lo que sí es importante
destacar, cómo conclusión final, es que a mi hermano Bruno la muela
no le dolió nunca más.

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