lunes, marzo 13, 2023

Sabotaje en el Mar Báltico: ¿sepultar la “clave Bismarck”?

 Por Alberto Hutschenreuter 




Una guerra nunca es una "guerra vana", es decir, un hecho o “choque de voluntades” desprovisto de propósitos. Siempre una guerra implica intereses por parte de uno o más actores en liza. 

La confrontación entre Rusia y Ucrania, que desde el 24 de febrero de 2022 hasta hoy habría costado la vida a cerca de 200.000 soldados de ambas partes, y también causado la muerte de aproximadamente 40.000 civiles, es una guerra innecesaria. Moscú planteó dos demandas que podían haber sido satisfechas sin que ello hubiera implicado ganancias o ventajas categóricas para Rusia. Más aún, ni siquiera era necesario responder de forma definitiva: el pedido de una garantía de no ampliación de la OTAN podía haberse tratado considerando una moratoria que dejara, por ahora, esa cuestión tan conflictiva para más adelante. 

A esta altura, prácticamente no pueden quedar dudas en relación con que los esfuerzos de la diplomacia no estuvieron en el nivel más alto. Se fracasó ante Rusia, pero también ante Ucrania, pues se podía haber persuadido a este país de “contener” su enfoque OTANmaníaco”. Hoy la diplomacia no solo continúa relegada (recientemente un alto militar canadiense sostuvo que “no era momento para la diplomacia”), sino que la asistencia financiera y militar de Occidente a Ucrania no se puede detener porque sobrevendría la derrota de este país. 

Por tanto, podríamos decir que el escenario de guerra fue más que considerado por Occidente; es decir, si desde hace tiempo se puso en marcha un enfoque destinado a evitar que Rusia se convirtiera en un vigoroso poder euroasiático que volviera una vez más a retar la supremacía de Occidente, no se puede descartar la hipótesis de “guerra funcional”. Esto es política de poder, no política de buenas intenciones. 

Ahora bien, la guerra también fungió como un hecho para poner fin a aquellas relaciones incómodas o incongruentes dentro del contexto de Occidente, concretamente, la relación entre Alemania y Rusia, una relación que, salvo en las dos grandes catástrofes militares del siglo XX, históricamente ha sido cordial. 

En efecto, desde la Paz de Hubertusburg (1763), que puso fin a la Guerra de los Siete Años, la geopolítica entre el Reino de Prusia y Rusia siempre tendió a converger. De hecho, dicho tratado fue creación del diplomático ruso Nikita Panin, asesor de Catalina II y miembro prominente del ala filoprusiana en San Petersburgo, que buscó que la proyección rusa en el Báltico contara con un resguardo (Prusia) en la zona occidental.

Pero fue durante la era de Bismarck cuando las relaciones entre Rusia y una ya unificada Alemania tuvo más pragmatismo. Para el canciller alemán, la “clave de bóveda estratégica” o “el secreto de la política mundial” para mantener la estabilidad en Europa era mantener buenas relaciones con Rusia. En buena medida, ello explica que Alemania reconociera la hegemonía de Rusia en los Balcanes y la legitimidad de su influencia en Bulgaria. 

Pero no lo entendían así aquellos que consideraban que la construcción de poder por parte de Alemania requería de un espacio mayor en la política internacional, y, desde esa concepción, no estaban de acuerdo con mantener la relación con Rusia excluyendo a otros actores europeos. Por ello, cuando en 1890 el Tratado de Reaseguro, una pieza clave en relación con la estabilidad internacional, cumplió su término, no fue renovado. La orientación que fue tomando a partir de entonces la política entre estados en Europa como así su desenlace es bien conocida. 

El período de entreguerras fue fértil en cuanto a la relación germano-soviética. El Tratado de Rapallo en 1922 permitió a los dos actores, el derrotado en la guerra y el excluido en Versalles, volver juntos a la política internacional, hasta que el 22 de junio de 1941 Alemania intentó concretar “la ambición geopolítica del siglo XX”: convertir a la Unión Soviética en la fuentes de recursos del poder alemán. 

El orden pos1945 supuso cambios de escala en las relaciones internacionales en general, y entre la URSS y la República Federal Alemana en particular. Fue recién en los años sesenta, pero sobre todo en los años setenta cuando las relaciones entre Alemania y la URSS volvieron a basarse en un patrón de cooperación creciente. Nunca hubo un “nuevo Rapallo” entre ambos, pero la relación se fue haciendo cada vez más dinámica. 

Desde la reunificación y hasta la crisis Ucrania-Crimea en 2013-2014, la aproximación ruso-alemana tuvo un curso ascendente, al punto que cuando sucedió dicha crisis el intercambio comercial entre los dos actores superaba los 100.000 millones de dólares. No había una “asociación estratégica”, aunque sí una creciente asociación energética, al punto que un ex ministro de Exteriores polaco llegó a advertir que el gasoducto Nord Stream (que comenzó a construirse en 2010, iniciándose en transporte de gas de territorio ruso a territorio alemán en 2011) era un nuevo pacto Ribbentrop-Molotov. 

Sin duda que la referencia al Pacto de No Agresión de agosto de 1939 entre Alemania y la URSS era una exageración, pero quedaba claro que los dos países querían rentabilizar su relación evitando posibles conflictos con terceros. La “asociación estratégica latente” era por demás ventajosa para una Alemania que necesitaba recursos y para una Rusia que necesitaba tecnología, sobre todo considerando la necesaria (y siempre postergada) modernización de su economía basada en bienes de la tierra. 

Pero desde la anexión o reincorporación de Crimea a Rusia la relación se fue haciendo más compleja, sobre todo cuando en 2020 el político opositor ruso Alexéi Navalny fue envenenado en Rusia. Pero el vinculo energético no solo no sufrió mayores complicaciones, sino que en 2018 comenzó a construirse el Nord Stream 2, el que comenzó a multiplicar el envío de gas ruso a Alemania en 2021. 

La invasión u operación especial militar rusa a Crimea y los “anillos” de sanciones occidentales a Rusia finalmente interrumpieron el suministro de energía rusa a Alemania y a demás países de la Unión Europea. El 26 de septiembre de 2022, los sismógrafos suecos y daneses detectaron dos temblores, uno al sureste de la isla de Bornholm, y más tarde otro al nordeste de dicha isla. Pronto quedó claro que se trataba de explosiones que dañaron las tuberías del Nord Stream. 

En los meses siguientes hubo todo tipo de acusaciones. Pero luego, desde fuentes occidentales como Der SpiegelNew York Times y Die Zeit se publicaron informes relativos con que servicios de inteligencia en Occidente creían que los sabotajes habrían sido realizados por un “grupo proucraniano”. El dato es más que importante, pues, tras el sabotaje, en Occidente se sospechó que Rusia estaba detrás de los mismos. Desde Rusia se apunto a poderes occidentales: Estados Unidos, Reino Unido... 

Sin duda, la situación se presenta compleja. Pero la conjetura relativa con la responsabilidad no rusa del sabotaje al gasoducto ruso-alemán da mayor sentido a aquellos que han advertido que la ampliación de la OTAN no estuvo dirigida solamente contra Rusia; es decir, este actor ha sido el principal propósito, pero también hubo objetivos dentro de la misma asociación occidental. 

Concluyendo, y considerando que las relaciones entre estados suponen siempre relaciones de poder e intereses, aquella clave de bóveda que sostuvo Bismarck hace más de un siglo, que hoy ha adoptado una forma más geoeconómica, energética y tecnológica entre Alemania y Rusia, es inaceptable. Más aún, había que acabar con ella. Y la guerra es un hecho funcional para ello. 

Etiquetas:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal