miércoles, mayo 18, 2022

La Tortuga Morada y la Managua de mis recuerdos

Por Gustavo Ferrari Wolfenson



En diciembre de 1969 arribamos a Managua, Nicaragua. Un nuevo destino de papá como funcionario de las Naciones Unidas nos ubicaba, en nuestra plena entrada a la adolescencia,  en el centro de un nuevo país, una nueva ciudad, un nuevo colegio y  nuevas amistades. 

 

La inserción en ese nuevo círculo social no fue difícil. El “nica” es alegre, amiguero, franco, sencillo y fraterno.  El colegio La Salle fue nuestra puerta de entrada a la convivencia con compañeros y posteriores amigos,  las fiestas, los primeros romances y las escapadas a “vagar” sin rumbo por aquellas calles hirviendo del calor del trópico. Las chicas de los colegios de la Pureza y el Teresiano eran el objetivo de los bailes de los sábados que los alternábamos con los happening que organizábamos en la casa de los Novoa, siendo nuestra querida Bertha la arregladora y promotora de cuanto encuentro sentimental se le pasaba por su mente. Hoy esa actividad de evento social o convivencia humana se llamaría  “public relation”  o “influencer”.

 

La Managua de fines de los sesenta era una “ciudad alegre”, utilizando esa expresión tan local que significa la conjunción de esplendor, vida divertida y sin mayores complicaciones. Pasajes, personajes y recuerdos aún la inmortalizan en nuestra memoria, con la presencia de muchos de los protagonistas con quienes mantenemos vivo un recuerdo que parece no extinguirse y que marcó nuestros corazones para siempre.


De aquellos recuerdos resalta la época de la música rock, la aparición de Carlos Santana con su primeros  LPs, Santana y Abraxas, acompañados en la percusión por Chepito Areas un nica dotado en la ejecución de los timbales, que lo llevó a constituirse en uno de los genios creadores y responsable de los mayores éxitos de la banda en su primer periodo. Era la época de los Credence, la agonía de los Beatles, la euforia de Woodstock y los viajes de LSD sin retorno  (one way trip) de las tres Jotas,  Jimmi Hendrix,  Jim Morrison, líder the The Doors y Janis Joplin.   California Dreamin sonaba en la radio al mismo tiempo que Serge Gainsbourg y Jane Birkin cantaban su amor desenfrenado en Je t'aime... moi non plus.

 

El Drive Inn ”El retiro”, con su mesero estrella Memito, tan amanerado como una duquesa de las pasarelas, era el punto de reunión vespertino y el autocine de Las Colinas donde uno pagaba 12 córdobas (equivalente a dólar cincuenta centavos) por coche, era la excusa perfecta para llenar cualquier camioneta a la mano y copar el cine por una módica suma de dinero.  La Managua musical tuvo en su primer gran templo “La Tortuga Morada”, un club que representaba el culto a la época pop. Sus paredes negras, tapizadas con afiches de diversos cantantes del momento, los signos de que apelaban a “Amor y Paz” (el lema con el que los hippies en San Francisco y Londres se oponían a la guerra de Estados Unidos contra Vietnam), se veían  fosforescentes con las luces negras.  El aroma a esa esencia de pachulí, se imponía quizá escondiendo el humo de cualquier otra hierva quemada. “La Tortuga Morada”, era el corazón de la Managua nocturna y  el esplendor de las primeras discotecas que se mostraban como la gran novedad por el deslumbre de sus luces de colores. Fue la cuna de ese desenfreno juvenil de los jóvenes de la Managua casi pueblerina de esos años,  donde paseábamos y lucíamos los  pantalones campanas y camisitas floreadas con diseños hippies.


La dinastía Somoza manejaba los hilos de poder a su antojo, pero eso no parecía preocupar mucho a la cotidianeidad de los que vivían de esa propia vida cortesana. Managua era un pueblo con aspecto de ciudad, aunque de calles y avenidas estrechas, estaba trazada como una pequeña capital, donde se podía caminar por sus avenidas, pasear por sus parques, sentarse en las puertas de las casas y hacer tertulias con los vecinos. Managua era Managua hasta que perdió su esplendor en los escombros, esos a los que quedó reducida la madrugada del 23 de diciembre de 1972 cuando un sismo de magnitud 6.2 grados en la escala de Ritcher la destruyó en un casi 90 por ciento. Los daños materiales fueron cuantiosos: el 90% de las casas, en el radio central, se derrumbaron y las que quedaron en pie estaban dañadas severamente, al punto de reconocerse como inservibles. Más de 600 manzanas quedaron destruidas por el sismo; unas 50.000 construcciones quedaron en escombros y más de 280.000 personas quedaron sin hogar. El 95% de la pequeña industria desapareció; el 90% del comercio sucumbió al terremoto y los servicios públicos de agua potable, energía eléctrica, telecomunicaciones y alcantarillado quedaron cortados por los movimientos terráqueos. Managua se fue con Managua. 


Si bien aquel diciembre de 1972 se recuerda como el ocaso de una capital de luz, invadida por millares de bombillos miniaturas que en su conjunto imprimían en las avenidas el furor de la Navidad, también el espectáculo moderno de luces que llegó a Managua a finales de la década de los 60 y que se apoderó de la vida nocturna de los bohemios y bailadores se fue apagando con las secuelas de aquel terremoto que jamás se ha alejado de nuestras mentes. 


Para mis hermanos Bruno y Sylvina (Juan Pablo apenas tenía tres años), Managua permanece como una postal impregnada de vida en nuestra memoria. Allí quedaron grabados nuestros sentimientos más plenos, cosechadas nuestras amistades más intensas, y reflejadas, con pasión, nuestras anécdotas y aventuras juveniles más inolvidables. Amamos la vieja Managua a través de los ojos de nuestras propias vivencias, y ante un nuevo traslado diplomático a otras tierras, sentimos con especial nostalgia y resentimiento ese desprendimiento con que nos estaban arrebatando un pedazo de nuestro propio espacio de nuestras vidas. En unos pocos meses cumplo 50 años de haber terminado mi bachillerato en el Instituto Pedagógico de Managua, el LA Salle y la celebración con canas y mucha panza nos abrazará con el mismo sentimiento y hermandad que nos marcó la vida-  

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