jueves, diciembre 04, 2025

Audio de Construcción Plural del 031225

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martes, diciembre 02, 2025

La Ley del Espejo: De Ucrania al Caribe

 Por Daniel Adrián Kiper


Hay hechos que no suceden en un día sino en un siglo, aunque el mundo los vea pasar como quien mira un barco cruzar el horizonte sin advertir que, detrás de su estela, se ha movido el mapa entero. Así ocurrió hace unas semanas, cuando un puñado de buques rusos entró silencioso en las aguas cálidas del Caribe venezolano y dejó flotando en el aire la sospecha de que algo muy antiguo se había quebrado: la seguridad con la que Estados Unidos creyó, durante doscientos años, que el hemisferio occidental era asunto exclusivo de su mirada.

Poco después, el mar Caribe ofreció una segunda escena. A la estela de las fragatas rusas le siguió la respuesta de Washington: destructores, guardacostas y aeronaves de patrullaje surcaron esas mismas aguas, como si una doctrina que muchos daban por enterrada se negara, tozuda, a abandonar el escenario. En ese espejo salino, buques rusos y buques estadounidenses se observan desde la distancia como dos presagios mudos de un orden que ya no sabe si está por terminar o por comenzar.

No hizo falta disparo alguno.
Bastó el rumor metálico de los cascos sobre el mar para resquebrajar un credo que Estados Unidos había proclamado casi como mandato divino: que todo lo que ocurriera en este hemisferio, desde el Río Bravo hasta la Patagonia, era, por derecho histórico y “destino manifiesto”, asunto suyo. Durante dos siglos, la Doctrina Monroe funcionó como contraseña y advertencia. Pero las doctrinas, como los imperios, no mueren de un solo golpe: primero se agrietan, luego se llenan de fisuras y, al final, un día descubren que ya nadie las obedece del mismo modo.

La llegada de Rusia al Caribe no fue un capricho ni una aventura romántica. Fue el resultado de una cadena de decisiones políticas: la expansión de la OTAN hacia las fronteras donde Rusia guarda su respiración más profunda; la voluntad de Moscú de reconstruir su condición de potencia; la necesidad de Caracas de encontrar aliados en medio del asedio económico; y la decisión de Washington de responder mostrando barcos, pero no compromisos claros a largo plazo. No hubo destino escrito: hubo cálculo, miedo, ambición y, también, errores.

Porque la política internacional —ese teatro donde se juega la vida de los pueblos sin que los pueblos lo sepan— no se mueve por discursos, sino por la combinación inestable de fuerza y percepción. Lo que Moscú vio acercarse en Europa durante tres décadas no explica todo, pero ayuda a entender por qué hoy busca proyectar su sombra en un mar que Estados Unidos consideró siempre propio.

Es un concepto clave del Realismo Geopolítico: la expansión de una potencia o alianza (la OTAN) genera inevitablemente una respuesta de balance (la proyección rusa en el Caribe). Es un juego de suma cero intensificado por la Teoría de la Decadencia Imperial de Estados Unidos, cuya sobreextensión en Asia y Europa le ha drenado la energía justo en el momento en que su hegemonía era más necesaria en su propia casa. Es decir, no se trata de moral, sino de la inestable combinación de fuerza y atención en el tablero global.

Al mismo tiempo, Rusia no es solamente una potencia reaccionando: es también un actor que lleva años reivindicando una “esfera de influencia privilegiada”, interviniendo en su vecindario y apostando por una presencia militar que la confirme como protagonista de primer orden.

Ni víctima inocente ni monstruo absoluto:
Rusia es, como Estados Unidos, un jugador del viejo juego del poder.

Del otro lado, los estrategas de Washington cometieron un pecado histórico que ningún alumno atento de política internacional debería pasar por alto: intentaron contener a Rusia sin incluirla, expandieron una alianza militar creada para encerrar a un enemigo que ya no existía y empujaron la frontera del miedo hasta las ventanas de Moscú. Las grandes potencias —esas criaturas inmensas que respiran en siglos— no toleran alianzas rivales rozando sus cristales. Que la OTAN no lo haya comprendido fue el error; que Rusia haya respondido, la consecuencia. Cómo respondió, en cambio, fue decisión suya.

A esta historia hay que añadirle un capítulo menos vistoso pero más profundo: la guerra económica. Las sanciones, presentadas como castigos quirúrgicos, se volvieron una red que terminó atrapando a quienes pretendían aislar. Venezuela, Irán, Cuba, Siria y luego la propia Rusia tejieron, por necesidad vital, un sistema paralelo para sobrevivir fuera del dólar y del circuito financiero dominado por Estados Unidos. La multipolaridad empezó a tomar cuerpo ahí, no en los discursos altisonantes, sino en la obstinación de los sancionados por no rendirse.

Así, casi sin que nadie lo notara a simple vista, Venezuela dejó de ser un problema interno de América Latina para convertirse en pieza de un tablero mucho más grande. A fuerza de presiones y castigos, Washington no debilitó al gobierno venezolano: lo arrojó a los brazos de quienes buscaban una puerta de entrada al hemisferio occidental. Sin proponérselo, convirtió a Caracas en enclave estratégico de Rusia, China e Irán: en un puerto de entrada militar, financiero y político.

La tragedia —si cabe la palabra— es que todo esto ocurre mientras la credibilidad moral de Estados Unidos se desvanece como tinta al sol. Los pueblos ya no creen en sus cruzadas por la libertad. Irak, Libia, Afganistán, Guantánamo… han dejado una sombra demasiado larga como para volver a iluminarla con palabras. Cuando la retórica pierde valor, queda sólo el poder desnudo. Y cuando el poder se muestra desnudo, lo que surge casi siempre es la resistencia.

Hoy, la sobreextensión de Estados Unidos —ese afán desmedido por estar en todas las guerras y en todas las esquinas del planeta— lo ha dejado exhausto, dividido y sin manos libres para responder en su propio vecindario. Ucrania, Taiwán, el mar Rojo, Oriente Medio… demasiados frentes para un solo corazón imperial. Fue en ese instante de cansancio, casi humano, cuando los barcos rusos atravesaron el Caribe y los barcos estadounidenses acudieron a marcar presencia, como si el dueño de casa se hubiese despertado tarde y a medio vestir.

La escena no anuncia, por ahora, una guerra abierta.
Anuncia algo más complejo: el final de una certeza.

Por eso el título de esta nota es, a la vez, diagnóstico y exageración. La Doctrina Monroe que creímos eterna ya no existe como regla indiscutida, aunque permanezca en los libros y todavía inspire reflejos defensivos. Lo que vemos no es un certificado de defunción, pero sí una enfermedad grave: una crisis terminal de esa idea de hegemonía exclusiva. El nuevo siglo no reconoce dueños únicos ni vigilantes indiscutibles. Es un mundo donde cada fuerza busca su equilibrio, donde los castigos generan alianzas inesperadas, donde los excluidos levantan su propio sistema.

Sin embargo, conviene no idealizar el paisaje. La multipolaridad no llegó para ofrecernos un paraíso de equilibrios justos. La historia de las relaciones internacionales enseña, con una frialdad casi cruel, que los sistemas multipolares suelen ser más inestables y más propensos al conflicto que los unipolares o bipolares. Demasiadas potencias, demasiadas agendas, demasiados malentendidos. Un mundo de varias manos puede ser más libre, pero también más imprevisible.

En el Caribe, los buques rusos y estadounidenses no proclamaron una paz nueva ni declararon una guerra vieja. Anunciaron algo tal vez más inquietante: un mundo donde nadie tiene la última palabra, donde las lógicas geográficas se mezclan con decisiones políticas a veces racionales y a veces no, donde los sancionados buscan refugio unos en otros y donde las grandes potencias reparten su atención entre Europa, Asia y América sin saber si les alcanzarán las fuerzas.

Cuando el poder pretende abarcarlo todo, corre el riesgo de perderlo justamente donde más lo necesita: en su propia casa.

Y en ese margen estrecho —entre la soberbia de los imperios y la fatiga de sus ciudadanos— se abre un tiempo nuevo, lleno de incertidumbres. No será la historia, ni la geografía, ni las doctrinas las que decidan su desenlace, sino las decisiones humanas —a veces lúcidas, a veces irracionales— de quienes hoy están al mando de estos barcos que cruzan el horizonte moviendo, sin decirlo, el mapa entero.

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domingo, noviembre 30, 2025

Argentina no necesita SAD: necesita dirigentes honestos

 Por Daniel Kiper



La discusión sobre las Sociedades Anónimas Deportivas (SAD) volvió al centro de la escena. Voces influyentes —entre ellas el Dr. Daniel Roque Vítolo, quien anoche en TN volvió a sostener que la “reconversión del deporte hacia la admisión de SAD es irreversible”— insisten en prometer que la privatización traerá capitales, modernización y eficiencia.
Sin embargo, la evidencia comparada, los antecedentes jurídicos y, sobre todo, la historia del deporte y de los clubes en la Argentina y en el mundo cuentan una verdad muy distinta.
Aquí no se discute sólo un modelo jurídico.
Se discute qué es un club, para qué existe y a quién pertenece.
Vayamos por partes.
1. El mito de las “inversiones millonarias”
El argumento central de los defensores de las SAD es simple: sin capital privado no habrá futuro. Según esa tesis —que el propio Presidente de la Nación ha repetido— la llegada de fondos extranjeros sería la única vía de salvación para los clubes.
Pero esa idea es engañosa. Lo que ocurriría en realidad es un traspaso masivo de activos ya existentes, fruto de una construcción colectiva de una generación tras otra:
• estadios,
• sedes sociales,
• divisiones inferiores,
• terrenos con altísimo valor urbanístico,
• contratos de TV,
• marca e ingresos futuros.
Se trataría, en palabras del propio Presidente, de un “negocio muy fácil” para quienes llegarían a apropiarse de lo que construimos entre generaciones. No un flujo genuino de capital productivo, sino un cambio de manos sobre un patrimonio previamente acumulado por los socios.
2. Por qué existen los clubes: una historia que explica el presente
Para comprender por qué la privatización no es una simple “modernización”, es imprescindible mirar la historia comparada del deporte.
2.1. Argentina: el deporte como construcción social, no estatal
El deporte argentino nació “de abajo hacia arriba”, a partir de construcciones colectivas privadas, asociativas y sin fines de lucro.
Los inmigrantes de fines del siglo XIX y principios del XX arribaron a nuestro país sin derechos políticos ni sociales. Lejos de esperar al Estado, construyeron las instituciones que necesitaban: mutuales, sindicatos, centros culturales y, en lo que aquí interesa, clubes deportivos.
Así fue como:
• construyeron canchas,
• levantaron gimnasios,
• crearon escuelas deportivas,
• organizaron torneos,
• abrieron espacios recreativos para niños y adultos.
Esos clubes —entre ellos el germen de la actual AFA, fundada en 1893 por Alejandro Watson Hutton— forjaron la identidad deportiva del país. No nacieron como empresas, sino como comunidades organizadas.


TUIT

martes, octubre 28, 2025

Una política económica-social de severos perjuicios a la mayoría de la población

 Por Alejandro ROFMAN


lunes, octubre 27, 2025

Milei y su #huracanvioleta

 Por Fernando Mauri

Periodista

TRES CLAVES, ENTRE EL MIEDO Y CONSERVAR ESTABILIDAD 

 El tan impresionante como imprevisto triunfazo de MILEi ayer creemos concibe comprenderlo a partir de tres ejes.
 
El primero, la remanida estrategia virtuosa de la bendita polarización que retrasa al país pero a la que recurren todos (desde el kirchnerismo al macrismo anteriormente) y que favorece a LLA cuando se mira el pasado reciente con un PJ que tras su deficitario desgobierno no encaró autocrítica interna siquiera, no exhibió renovación alguna y sigue sin ofrecer propuestas de futuro.

Pero otra clave reside a nuestro juicio en muchos sufragantes de voto lábil y blando optando en defensa propia para fortalecer a un gobierno debilitado y en modo tembladeral.

Es decir, no tanto avalar a Milei sino en defensa propia temiendo que la posibilidad de que Argentina entrara de nuevo en un estallido o al menos se agudizara la incertidumbre e inestabilidad si el oficialismo perdía e incluso a riesgo de dejar de disponer del apoyo del rico Tío Sam (o Donald, bah).
O sea, un Milei débil se habría terminado beneficiando de ese desvalor y del furibundo salvataje de USA.


Por último, más simple, la tercera clave, en PBA:
posterior al resonante triunfo bonaerense del peronismo en septiembre que ahora con más resonancia aún es revertido por LLA, la aparición de los ausentes votantes blandos que han optado habitualmente por el PRO y también la falta de juego territorial por parte de los intendentes, tal como se preveía, dictaminó el éxito de Espert/Santilli.

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jueves, octubre 09, 2025

Puede un desesperado Milei dolarizar?

 Por HERNAN NEYRA


EE.UU. puede tolerar que Panamá o Ecuador adopten el dólar,
pero a Argentina por una cuestión de tamaño no se lo puede tolerar.
No sólo es que hay que pasar por el Congreso, sino que para dolarizar hay que hacer
antes obligatoriamente una reforma constitucional.

Nuestra CN en su artículo 75 inc. 6) dice que corresponde al Congreso de la Nación Argentina la facultad de establecer
un banco con facultad de emitir moneda (Banco Central); 
el inc. 11) manda hacer sellar moneda y fijar su valor y el de las extranjeras y el 
19) obliga a defender el valor de la moneda. 
No es facultativo: la Constitución manda tener una moneda nacional porque es la lógica de la conformación
de cualquier Estado Nación y un mercado nacional. 
Incluso con la convertibilidad había una moneda nacional, aunque fuera la máscara del dólar, pero cumplía
con la legislación de base. El Congreso de la Nación Argentina no podría jamás delegar esa facultad en otro Congreso
extranjero ni por acuerdo internacional (porque sería de rango inferior), por eso la única vía para adoptar el dólar
como moneda única (dolarización) sería por la vía de una reforma constitucional. 
No hay atajos, artilugios ni conejos en la galera que valgan: solo reforma constitucional.


Y en términos económicos, el problema con la dolarización es que el Riesgo país sigue existiendo y
las tasas de interés en dólares serían siempre más altas que en Estados Unidos. Eso destruiría
al sistema bancario argentino porque no podría competir jamás con los bancos extranjeros. 
Perderíamos un sector entero y, además, es de los pocos que está creciendo hoy el financiero.
Si sostenés barreras a los bancos extranjeros, tus empresas se fondearían con tasas más altas
que las de Estados Unidos en la misma moneda, con lo que jamás podrías competir. 
Sería absolutamente inviable producir nada con moneda dólar y tasas locales.
Y si abrís, podrías producir poco menos que commodities porque nadie te va a prestar a vos, 
con un Riesgo país asociado: es mejor prestarle al que usa dólares y vende y exporta desde Estados Unidos.
Profundizaría todos los conflictos productivos que tenemos y nos crearía nuevos. 
Es la lógica del país para muy muy pocos: agro, litio, petróleo y sólo lo extractivo.

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martes, octubre 07, 2025

El precio del poder

 Por Daniel Kiper 


Nadie lo dice con todas las letras, pero todos lo saben: en cada campaña se abren puertas sin picaporte, puertas que dan a pasillos donde no entra el sol. Por esas rendijas se cuela el dinero que no tolera la luz, ese dinero que viaja de noche, que no tiene ideales ni lealtad, pero siempre encuentra bolsillo. Entra como un susurro y se queda como un pulpo. Detrás de cada puerta hay tentáculos —a veces del crimen organizado, a veces de corporaciones que aprendieron que invertir en políticos sin moral es negocio más seguro que el oro—. Así, la corrupción no nace en el poder: nace en el camino hacia él, en el primer apretón de manos, en la primera sonrisa financiada. La corrupción comienza antes de la elección, cuando la conciencia se vende antes del juramento, cuando el alma se arrienda antes del discurso, cuando el voto aún es promesa y el candidato ya tiene dueño. La raíz está ahí, en la forma de financiar la política: en esa carrera donde el dinero corre más rápido que las ideas. El dinero oscuro no compra solo carteles o avisos: compra conciencias, compra voluntades, compra silencios. Un dirigente que llega debiendo favores ya no gobierna: obedece. Por eso la corrupción no es un acto; es un ecosistema, un bosque donde los árboles crecen torcidos porque el suelo está podrido. Ese mismo mal —con otros nombres, con otros rostros, con idénticos objetivos— se filtró en el fútbol, que además de pelota moviliza contratos fabulosos. En los clubes, donde la pasión debería ser el único motor, circula también el dinero que huele a cloaca y no a tribuna: empresarios enquistados en los negocios deportivos, representantes que deciden quién juega, quién se vende, quién se calla. Algunos señalan - como crítica . la austeridad de mi campaña en River sin advertir que es fortaleza y garantía. En parte tienen razón: gasto poco; y lo hago porque la independencia no tiene precio. En el fútbol, como en la política, quien paga con la conciencia no paga con su bolsillo: deja la factura en el tuyo. Cuando un candidato necesita millones para que lo escuchen, su mensaje deja de ser suyo. Cuando el voto se compra con marketing, la democracia se vuelve un espejismo luminoso que se apaga el día después de las elecciones. Por eso la gran reforma empieza en la mirada de los votantes. Hay que aprender a mirar no lo que los candidatos dicen, sino quién los sostiene cuando hablan. Preguntar de dónde viene cada peso, qué favores trae consigo, qué intereses esperan cobrarse en cuotas de poder. Porque la política —y también el fútbol— se ha llenado de hombres que hipotecan el porvenir y venden nuestro futuro como si fuera saldo de temporada. Si no cerramos el paso a esas prácticas, seguiremos eligiendo a los candidatos mejor financiados y faltos de principios. No se trata de nombres: se trata de un sistema que volvió la representación en servidumbre. Una democracia endeudada no gobierna: obedece. La política y el fútbol necesitan menos aventureros y más convicciones, menos dinero oscuro y más luz pública.
Solo así volveremos a creer —no en los que más gastan, sino en los que más sueñan—.
Y cuando esa aurora llegue, cuando la verdad recupere valor, recordaremos que la dignidad, como el amor a una camiseta, no se compra ni se vende: se honra.