Por Daniel Kiper
La historia, si sirve para algo, es para recordar lo que nunca debe repetirse. En la Esparta de Licurgo, los niños nacían, pero no todos eran aceptados. Si tenían una deformidad, si eran débiles o simplemente distintos, eran arrojados al Apothetai: una grieta en el monte Taigeto donde se los dejaba morir. No era venganza ni castigo. Era política de Estado. Se decía que era por el bien común.
Hoy no hay montes, pero sobran fosas. Hay montañas de decretos, resoluciones y vetos que, bajo el disfraz de la eficiencia o la libertad, excluyen a los jubilados, a los discapacitados y a los hambrientos. Cambia la geografía, pero no el principio: quien no sirve, estorba. Quien no produce, sobra. Y al que sobra, se lo expulsa. De la asistencia, del derecho, del plato de comida. Del país.
En la Argentina de hoy, la pobreza no solo es tolerada: es administrada. Se gestiona desde despachos revestidos de tecnocracia, donde palabras como “shock”, “ajuste” o “superávit” se usan como fórmulas mágicas para justificar lo inaceptable. Y se castiga, con saña, cuando la miseria se atreve a mostrar su rostro en la calle.
Esta semana, el presidente de la Nación vetó, en show de TV y entre risas, tres leyes de contenido social: una para recomponer ingresos jubilatorios, otra para declarar la emergencia en discapacidad, y una tercera para establecer una nueva moratoria previsional. Lo hizo con la naturalidad de quien firma un papel sin historia, sin consecuencias humanas, sin dolor.
Mientras tanto, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires avanza con una propuesta aún más escalofriante: imponer multas a quienes buscan comida en la basura. Penalizar el hambre. Convertir la necesidad en contravención. Como si el crimen no fuera el estómago vacío, sino la mano que se atreve a buscar entre restos.
Estas medidas no son simples errores de gestión. Son violaciones sistemáticas al derecho humano a la alimentación, a la salud, a la seguridad social, a la dignidad y a la vida, consagrados en tratados internacionales de jerarquía constitucional como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención Interamericana sobre Protección de los Derechos de las Personas Mayores.
Lo que estamos viendo no es un ajuste. Es lo que la doctrina llama crueldad institucionalizada: una política deliberada de descarte, en la que el Estado ya no falla en proteger, sino que castiga al que necesita protección. No muy distinta, en su lógica de fondo, a las prácticas que mancharon a las sociedades más fanáticas, más autoritarias y más deshumanizadas de la historia.
Esta tarde vi, bajo la sombra rota de un contenedor, a un hombre con hambre. No pedía. Buscaba. Se inclinaba sobre los residuos, no como un delincuente, sino como un náufrago que aún cree en la esperanza. Lo hacía con vergüenza, como si su necesidad fuera delito. Como si su vida molestara.
Me acerqué. Le ofrecí comida. Un plato. Un gesto. Una caricia. Nada más. Nada menos. Una solución minúscula ante una catástrofe inmensa.
El Estado, que debería estar allí, estaba ausente. O peor: estaba para multarlo.
Siempre dicen lo mismo: no hay plata. Pero sí hay recursos para pagarle a los fondos buitres intereses usurarios, para blindar a los mercados mientras se vacían hospitales y se apagan estufas en las escuelas. Sí hay plata para sostener cuevas financieras, pero no para sostener una silla de ruedas. Hay millones para custodiar bancos, pero no para garantizar un plato de sopa.
Y ahora, como si todo eso no bastara, también se propone castigar al hambriento.
Cuando era niño, no entendía aquel canto que hablaba de los “maderos de San Juan”. Piden pan, no les dan. Piden queso, les dan hueso. Les cortan el pescuezo. Me sonaba cruel, incomprensible. Hoy, ya viejo, entiendo: era una denuncia.
Por el niño que fui. Por el hombre que soy. Por los que hurgan. Por los que ya no pueden. Por los que todavía esperan. Escribo este testimonio del Estado de crueldad.