viernes, diciembre 31, 2021

Un mundo sobre aguas turbulentas

 Por Alberto Hutschenreuter



Sin duda, 2020 y 2021 serán recordados como los años de la pandemia. En verdad, desde que comenzó el siglo los virus o "amenazas biogénicas" (como los denominan en algunos centros de análisis) implicaron un problema para la humanidad, pero fueron oleadas de "virus regionales", particularmente en Asia y África. En cambio, la Covid-19 fue la primera plaga global. Queda claro que, junto con la radiación nuclear, los diferentes patógenos (conocidos y por conocer) son los agentes que verdaderamente nos podrían dejar, inermes, frente a un "fin de la historia".

También por primera vez, la tecnología sanitaria tuvo una rápida reacción: menos de un año después de la emergencia del virus, una notable cantidad de vacunas fueron frenando el número de muertes. Sólo consideremos que la gran pandemia de 1918 conocida como "gripe española" causó 50 millones de muertes, mientras que la Covid-19 aproximadamente 5 millones, un número elevado, sin duda, pero muy menor frente a las pandemias incontroladas de la historia (recordemos que frente a la plaga que asoló Europa en el siglo XIV la gente colocaba salmos en las puertas de sus hogares para que la plaga "no ingresara").

Pero esa tecnología sanitaria también ha demostrado que aún frente a retos mayores que afronta la humanidad, que deberían concitar esfuerzos colectivos, la competencia entre los Estados persiste. Es verdad que hubo una "diplomacia de la máscara", es decir, una desinteresada cooperación entre actores, incluso entre algunos entre los que tradicionalmente predominó la desconfiaba, por caso, China y Japón. Pero también es cierto que hubo una "geopolítica de pandemia" que implicó no sólo mayor fragmentación interestatal, sino el "regreso" de "bloques sanitarios" o "bloques de vacunas".

En breve, como muy bien sostiene el geopolítico Klaus Dodds, la pandemia de la Covid-19 pone claramente de manifiesto el hecho de que una enfermedad vírica está impregnada de ramificaciones y parámetros geopolíticos.

Más allá de lo sanitario, la tecnología nos lleva a otras cuestiones que abren un inquietante interrogante en relación con las visiones esperanzadoras que generalmente supone el empuje tecnológico.

En una obra reciente, "The World Is Vertical. How Technology Is Remaking Globalization", el geopolítico futurista canadiense Abishur Prakash sostiene que el avance tecnológico no implicará una mayor complementación entre los países sino, por el contrario, una afirmación de las soberanías en detrimento de ideales globales. Es decir, el "mundo vertical" implica la forma en que las naciones y las empresas están utilizando la tecnología para crear sus propios territorios, amparar sus identidades y mantener el mundo a distancia. 

 

Quizá no sea necesario plantearlo tanto en clave futura, pues bastante de ello se puede apreciar hoy. En un reciente trabajo publicado en “Le Monde Diplomatique”, el argentino Mariano Turzi explica cómo la geopolítica está estructurando diferentes temas, por caso, los países recurren a líneas de créditos “no clásicas”, es decir, entidades nuevas que les permiten evitar la dependencia y relativa cesión de soberanías hacia estructuras occidentales. En el caso concreto de la disrupción tecnológica, Turzi advierte que, efectivamente, la tecnología no siempre significa cooperación. “Por el contrario, cuando India y Japón prohíben las aplicaciones chinas o compiten por los cables submarinos para controlar la infraestructura del 5G, la tecnología se vuelve un campo hostil”.

La hipótesis resulta considerable, sobre todo frente a las que dan casi por seguro que la tecnología, la robótica, el patrón digital y la inteligencia post-humana volverán obsoleto el mundo que conocimos hasta hoy, conjetura que hasta incluye la misma desaparición de la anarquía entre Estados ante la emergencia de una mayor "regulación del mundo" con base en nuevos vínculos inter-sociales, entre otros. Es decir, un mundo donde los avances hacen "tabula rasa" con lo que hemos vivido y aprendido, algo que en parte había anticipado Alvin Toffler hace tiempo.

Pero tal vez sea prematuro considerar demasiado "reinos que no hemos conocido", y sí analizar más detenidamente realidades y tendencias.

Las advertencias de Prakash también se aprecian en otros segmentos. Por caso, con la geopolítica, una disciplina (mal denominada “maldita”) cuya "pluralización" implica más fragmentación, pues a los tradicionales ámbitos de la disciplina se han sumado otros, como la zona digital, la populista, la oceánica, la espacial, etc., que amplían y complejizan los conflictos interestatales.

En su entrega de enero-febrero 2022, la publicación "Foreign Affairs" analiza la cuestión del ciberespacio en clave de “desorden digital”. Los trabajos allí presentados advierten sobre las vulnerabilidades que existen en el “territorio de la red”, pues el espectro es insondable; y si bien se considera que es difícil que Estados Unidos sufra un “ciber 9/11”, la amenaza existe y va en aumento. 

 

En cuanto al tópico medio ambiente, un “territorio” donde en principio hay intereses convergentes que tenderían a la formación de una “nueva conciencia”, las cuestiones relativas con la jerarquía interestatal, la competencia y el advenimiento de un ciclo post-industrial y de aumento de la demanda de viejas y nuevas materias primas, una “geo-globalización”, plantea interrogantes en materia de compromisos. Por tanto, quizá el mundo se encuentra a las puertas no ante un orden medioambiental, sino en la antesala de nuevas conflictividades derivadas de "cuestiones verdes". 

 

Luego, más allá de estas cuestiones nuevas, se despliega aquello que los expertos denominan “políticas como de costumbre”, es decir, los clásicos de las relaciones interestatales: rivalidades y tensiones estratégicas militares, ascensos inquietantes de nuevas potencias, intereses nacionales primero, incrementos de capacidades (en 2020 y 2021 aumentaron los gastos de defensa, completando así una década de aumentos en casi todas las regiones del mundo, según los datos que proporciona el SIPRI), multilateralismo devaluado, armas estratégicas, abandono de tratados, etc. 

 

Concluyendo, no se ven por ahora posibilidades de que una gran diplomacia prevalezca y se echen cimientos de una configuración entre Estados. En estos términos, el mundo continúa su travesía sobre aguas turbulentas. 


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jueves, diciembre 23, 2021

El Audio del último Construcción plural del 2021/ 221221

Escucha"Construcción Plural - Programa 828" en Spreaker.

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lunes, diciembre 13, 2021

No habrá orden internacional sin equilibrio geopolítico

 Por Alberto Hutschenreuter




Durante las últimas semanas, la situación entre Ucrania, Occidente y Rusia dejó bastante claro que será muy difícil en los próximos años contar con una configuración u orden internacional que proporcione estabilidad.

La paz entre las naciones es un propósito más formal que real. Por ello, como bien sostiene Henry Kissinger, es el orden internacional, esto es, una disposición mayor pactada y respetada por los poderes de escala, el que posibilita una convivencia que podríamos denominar "paz".
Uno de los componentes clave de cualquier orden es el equilibrio geopolítico, es decir, la (siempre relativa) satisfacción de los actores, preeminentes e intermedios, en relación con seguridades y amparos de cuño territorial.
La experiencia es categórica aquí: toda vez que se pretendió un orden con base en insatisfacciones territoriales, el orden pretendido, más tarde o más temprano, acabó desmoronándose. Recordemos las previas político-territoriales en los Balcanes antes de 1914, donde ya se habían iniciado los pasos de guerra. O lo que sucedió con el orden de Versalles en Europa centro-oriental, donde la aplicación del principio de autodeterminación nacional acabó siendo una de las causas del derrumbe mundial en 1939. En Oriente Medio, África, más recientemente de nuevo los Balcanes, o en la misma URSS, el gran seísmo geopolítico después de la IIGM, en todos los casos la "contradicción territorial" implicó desestabilización regional, continental e incluso mundial.
El gran Raymond Aron, un pensador desafortunadamente cada vez más olvidado, decía que "todos los órdenes internacionales son órdenes territoriales"; podríamos decir, por tanto, que todos los desórdenes internacionales implican desórdenes territoriales.
El "desorden territorial" que tiene lugar en Europa oriental sucede porque se privilegió una estrategia basada en "rentabilizar la victoria más allá de la victoria", y esto terminó por provocar un desequilibrio geopolítico de escala del que cada vez se torna más difícil hallar estrategias de salida..
Es decir, Occidente nunca consideró que, tras el final de la Guerra Fría y la desaparición de la URSS, debió pensarse en un orden de posguerra. El final de una guerra, y la Guerra Fría lo fue, necesariamente exige siempre pensar estratégicamente en relación con el orden que la sucede. Es verdad que el lado ganador goza del derecho que da la victoria, pero si no lo hace con sentido de equilibrio, entonces lo que habrá será un orden blando, cuestionado y crecientemente inestable. Fue lo que ocurrió tras 1919: luego de un efímero periodo de cooperación internacional, surgieron los reclamos de los vencidos que, además, marcharon juntos (Alemania, el principal derrotado, y la URSS, el derrotado por el derrotado y el marginado en Versalles).
Tras su victoria en la Guerra Fría, Occidente se comporta como los vencedores de 1918, y el trato a Rusia es como el que se proporcionó a la Alemania entonces. La ampliación de la OTAN es la principal manifestación de victoria sin estrategia pro-orden internacional.
Si hoy Maquiavelo nos acompañara se habría preguntado: ¿era necesario llevar la Alianza hasta las mismas puertas de Rusia?
No lo era si se hubiera apreciado la pauta territorial como baza de una nueva configuración entre Estados. Pero Occidente, sin considerar el pasado ni los sabios consejos de estrategas de Estado que desaconsejaron llevar la OTAN más allá de lo conveniente, optó por una "vía Cartago", es decir, por una decisión que evitara para siempre (como hizo el general Escipión cuando en la antigüedad conquistó la ciudad africana enemiga de Roma y sembró sal en los surcos) que una Rusia políticamente conservadora y geopolíticamente revisionista volviera a representar un reto a la preponderancia de Occidente.  
“Echar sal en los surcos de Rusia” por parte de la OTAN significa acabar con sus activos territoriales que siempre le significaron barreras geopolíticas y tiempo estratégico. Es decir, cuestiones que atañen a los intereses vitales de Rusia; por ellos Rusia fue a la guerra en 2008 en Georgia y en 2014 mutiló el territorio de Ucrania.
En esta cruzada de Occidente no interesan los equilibrios geopolíticos. Lo acaba de advertir el secretario general de la OTAN al rechazar el pedido de Moscú relativo con retirar la idea de invitación de adhesión de Ucrania: “La relación de la OTAN con Ucrania la decidirán los 30 aliados de la OTAN y Ucrania, y nadie más. No podemos aceptar que Rusia intente restablecer un sistema en el que las grandes potencias, como Rusia, tengan esferas de influencia”. 
Occidente (y Ucrania) no contempla ninguna diagonal, por caso, que Ucrania no forme parte de ninguna alianza política miliar y, sin llegar a un estatus de neutralidad, mantenga relaciones con ambas partes, como sucedía antes de que se iniciara el conflicto, cuando existía una interesante relación económica con Rusia. Esta posibilidad prácticamente ha desaparecido, por tanto, el conflicto adoptó un carácter irreductible. Es comprensible que Kiev quiera ser parte de todas las seguridades que proporciona Occidente; pero no asumir que por su ubicación está constreñida a mantener una calibrada diplomacia de deferencia le ha costado territorio y podría costarle mucho más. En ello reside su condición de "Estado-pivote".
En este conflicto no resulta muy útil detenerse en el tipo régimen o el liderazgo. La clave, en términos del desaparecido Kenneth Waltz, es considerar la estructura internacional, y ello, en esta singular región o “placa territorial”, significa no desbordar el mandato de la geopolítica y los necesarios equilibrios que ella reclama a los poderes, algo que no ha venido ocurriendo y que inquieta cada día más. 

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martes, diciembre 07, 2021

Lo que está en juego en Ucrania

 Por Alberto Hutschenreuter



En 1991 acabó la Guerra Fría, la gran rivalidad soviético-estadounidense que desde 1945 (o acaso desde 1917) redujo las relaciones entre los estados a su propia lógica de ideología y poder. El ex Secretario de Estado James Baker observó que el momento estratégico de finalización fue el día que la Unión Soviética no se opuso a la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que condenó la invasión a Kuwait por parte de Irak, un viejo “estado-cliente” de Moscú en el Golfo Pérsico.  

Ese acompañamiento de la entonces URSS a Occidente significó que Moscú no solo ya no se encontraba en condiciones de sostener la competencia, sino que su política exterior realizaba un giro sin precedentes. Aunque fue un momento discernible de capitulación, el Kremlin lo veía en el marco del “nuevo pensamiento” destinado a restructurar y revitalizar el país.  

El gobierno del “estado continuador” de la URSS, la Federación Rusa, continuó con esa política exterior de cooperación, aunque la llevó hasta el paroxismo. Para el ministro de Relaciones Exteriores Andrei Kozyrev, Rusia no podía volver a equivocarse como lo hizo en 1917: era necesario que Rusia acompañara a Occidente porque ambos, siempre según el particular enfoque del tándem Kozyrev-Yeltsin, habían triunfado en la Guerra Fría al haber derrotado al comunismo soviético. 

Claro que Estados Unidos no pensaba así: la competencia acabó con la victoria de una sola de las partes y, por tanto, no había dividendos geopolíticos para repartirse, como sucedió tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Más todavía, mientras Rusia desplegaba un enfoque externo romántico, alejado de cualquier pasado zarista y soviético, Estados Unidos mantuvo la política de poder con el fin de evitar que la “nueva Rusia” volviera eventualmente a desafiar la supremacía y los valores de Occidente. 

Pronto Rusia comprobó el viejo aserto de Bismarck relativo con que “una política sentimental no conoce reciprocidad”. Hacia mediados de los años noventa, Rusia se convenció que nada conseguiría de Occidente, y que a éste solo le importaba afianzar un “orden” o “Yalta de uno”. Es decir, solo habría una esfera de influencia en Europa: la de Occidente. Cualquier esfera de influencia de Rusia quedaría acotada al territorio ruso. Pero incluso esta posibilidad, según algunas propuestas geopolíticas realizadas por estrategas estadounidenses para “facilitar la gestión territorial de Rusia”, podría llegar a verse restringida. 

La ampliación de la OTAN al este de Europa central, es decir, a las mismas adyacencias del territorio de Rusia, como sucedió con el ingreso a la Alianza de los tres países del Báltico, dejó en claro que Occidente se proponía llevar a cabo esa “Yalta de uno”.  

Pero para lograr ese propósito, que implicaba una concepción y práctica de post-contención a un estado irremediablemente conservador y revisionista, Occidente debía sumar a su cobertura estratégica militar a los países del Cáucaso más Ucrania y Bielorrusia, es decir, acabar con las zonas de amortiguación protohistóricas de Rusia, aquellas que le permiten a Rusia contar con lo que en algunas zonas del mundo puede que se encuentre perimida: la profundidad estratégica. 

En un reciente análisis en su sitio digital “Geopolitical Futures”, George Friedman explica claramente la importancia de estos territorios para Moscú: “Rusia no es un país que confía, por una buena razón. Alemania lo invadió dos veces en el siglo XX, Francia lo invadió una vez en el siglo XIX y Suecia una vez en el siglo XVIII. No se trataba de las incursiones mordisqueras a las que estaba acostumbrada Europa, sino de penetraciones profundas destinadas a capturar el corazón de Rusia y subordinarlo permanentemente. Cada siglo vio un asalto a Rusia que amenazaba su existencia. Es difícil olvidar algo así, y es difícil para Rusia no sospechar de los movimientos en su periferia. No hay nada en la historia de Rusia que haga que sus líderes piensen de otra manera”. 

Queda suficientemente en claro que Rusia jamás permitirá que se consume un “orden de Yalta” cuyo perímetro sean las fronteras orientales de las ex repúblicas soviéticas, norte en el caso de las del Cáucaso. Para la sensibilidad territorial de Rusia, aceptar semejante situación implicaría reducir prácticamente a cero el nivel de su seguridad nacional. 
La actual situación en Ucrania se debe a esta posibilidad. Los ejercicios que ha venido realizando Rusia se basan en que, finalmente, Ucrania pase a formar parte de la OTAN. Si se llegara a consumar el ingreso, las fuerzas rusas invadirán el este de Ucrania envolviendo a las fuerzas ucranianas. 
Ahora bien, ¿puede ocurrir que Ucrania marche a la OTAN? En Moscú consideran que las autoridades de Kiev han abandonado cualquier alternativa que no sea el ingreso; asimismo, en Kiev prácticamente no quedan funcionarios que defienden la negociación con Rusia; por último, las fuerzas ucranianas están mejor preparadas y armadas que en 2014, cuando Rusia anexó o reincorporó la península. A ello, hay que agregar que la OTAN no solo no “modera” a Ucrania, sino que responsabiliza a Rusia del peligroso descenso de la seguridad en la región como consecuencia de la acumulación militar en la frontera con Ucrania. 
En este contexto, la diplomacia prácticamente se encuentra paralizada, y ni a Ucrania ni a Rusia les interesa demasiado revivir los Acuerdos de Minsk II de febrero de 2015, por los que Rusia debía retirar sus fuerzas del Donbas y Ucrania llevar adelante una reforma constitucional que proporcionara más autonomía a las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y de Lugansk. 
En un reciente artículo en la revista “Foreign Affairs”, la especialista Angela Stent considera que tal vez una reformulación de dichos acuerdos podría traer estabilidad. Un “Minsk III” en el que Estados Unidos se comprometa más con la búsqueda de salidas que favorezcan a las partes y se reformule la estructura de seguridad europea. 
Pero ese escenario no parece viable, pues todo acuerdo que le proporcione a Rusia reaseguros geopolíticos, es decir, que no haya nuevos ingresos a la OTAN, supondrá ganancias para Moscú. Y si hay ganancias de poder para Rusia, no habrá entonces una victoria categórica de Occidente en la Guerra Fría. Una Yalta de uno solo podrá ser si Rusia pierde toda capacidad para influir en su “extranjero adyacente”. Si no, Estados Unidos ganó la contienda, sí, pero Rusia no la perdió totalmente, sobre todo porque preservará su activo geopolítico mayor:  su eterna necesidad de contar con barreras territoriales. 


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El Audio de Construcción Plural del 30.11.21

Escucha"Construcción Plural - Programa 818" en Spreaker.

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#Democracia

 




#Sería mejor "gestionar" con eficiencia la democracia. La mejor forma de ennaltecerla ante tanta justificada abulia ciudadana. 
Sin embargo, la clase política persiste en estar lejos de la gente y sólo piensa en "festejos". 



miércoles, diciembre 01, 2021

Europa del este: es geopolítica, no nueva Guerra Fría

 Por Alberto Hutschenreuter




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