lunes, agosto 18, 2025

Los recortes que matan, parte II

 Por Daniel Kiper


La muerte, esa visitante silenciosa que en la Argentina suele llegar sin pedir permiso, esta vez se vistió de fentanilo. No fueron muertes súbitas del azar ni tragedias inevitables de la naturaleza: fueron muertes anunciadas. Anunciadas, advertidas y, sin embargo, ignoradas. Lo que empezó como una serie de casos aislados se transformó en una desgracia colectiva que, hasta donde las cuentas públicas alcanzan, suma cerca de noventa cuerpos y una legión de interrogantes. Las cifras varían según actualización y fuente; la última crónica oficial las ubica en las ochenta y tantas víctimas, pero todas comparten el mismo denominador: la tragedia pudo haberse evitado. A fines del año pasado, las inspecciones técnicas detectaron irregularidades graves en la producción de un medicamento que exige pureza y control absoluto. En mayo, la ANMAT emitió una alerta pública y luego inhibió la actividad del laboratorio, pero para entonces el veneno ya había circulado. Ese mensaje técnico, como tantos en este país de sordos voluntarios, se perdió entre el viento de la burocracia o, peor aún, en el laberinto de intereses inconfesables. Ni el Ministerio de Salud, mutilado por recortes y despojado de autoridad, ni el propio Presidente de la Nación —que ayer volvió a hablar— movieron un dedo para clausurar el laboratorio y secuestrar de inmediato los lotes que hoy están en el centro del espanto. Prefirieron señalar con el dedo acusador antes que actuar con la premura que el caso impone. Porque en la Argentina de estos tiempos, los recortes en salud no son simples números en una planilla de Excel: son tijeras que cercenan guardias hospitalarias, despiden inspectores, reducen laboratorios de control y desarman a los organismos que deben proteger la vida. Y cuando se recorta en salud, no se ahorra dinero: se adelantan funerales. Lo que ha ocurrido no es un accidente. Es el fruto amargo de una política que considera que el gasto en salud es un lujo prescindible y que las advertencias técnicas son un papeleo molesto. El laboratorio siguió funcionando en condiciones inadecuadas, sin inspecciones eficaces, sin cierres preventivos, sin decomisos urgentes, y participando en licitaciones estatales como si fabricar un medicamento contaminado fuera un detalle administrativo y no un crimen contra la vida, nuestra vida, la de nuestros hijos, la de nuestros vecinos. El Presidente Milei, en su discurso, eligió las palabras propias de la “casta” que dice combatir: culpó a su antecesor y volvió a mostrarse moralmente impasible. No comunicó medidas concretas de reparación ni asistencia a los deudos, no pidió perdón, no asumió la responsabilidad, no explicó por qué un Estado que podía haber actuado a tiempo se mantuvo quieto mientras las dosis envenenadas circulaban. Prefirió deslindar culpas, como si el gobierno fuera un espectador impotente y no el principal garante de la salud pública. En un país que ha soportado pandemias, epidemias y emergencias sanitarias, el mensaje que queda es peligroso: aquí se puede recortar el Estado hasta dejarlo en los huesos, y luego culpar a la fatalidad cuando la muerte entra por las hendijas que se abrieron con esas tijeras. Así, el Estado escribe por adelantado nuestro epitafio. Las víctimas no murieron de fentanilo solamente: murieron de abandono. Murieron de un Estado reducido a su mínima expresión, de una política que llama ahorro a la omisión y eficiencia a la desprotección. Murieron en un país que hace oídos sordos a sus propios organismos técnicos, que los ignora y pretende cerrarlos. Algún día, cuando el humo de esta tragedia se disipe, la historia no recordará tanto los comunicados ni los discursos, sino la verdad desnuda: que hubo un momento en que se pudo evitar la muerte y el gobierno eligió no hacerlo. Y que, en ese instante, las tijeras del ajuste se transformaron en la guadaña del verdugo.

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jueves, agosto 14, 2025

La macro no está ordenada

Por Hernán Neyra 
Economista & Columnista de Construcción Plural





Trascurrido año y medio largo de gestión Milei, ¿qué es lo que tenemos como balance de estos casi dos años? ¿Por qué la cosa no arranca ni parece poder arrancar?
Y allí vamos hacia el sofisma de "la macro ordenada" . No hay ninguna macro ordenada: hay desequilibrio externo, fiscal, monetario, productivo y social.
Veamos.
Hay un desequilibrio externo: se reduce el saldo del comercio exterior y tenemos déficit comercial con China, Estados Unidos y la Unión Europea. Tenemos récord de déficit de balanza
de turismo que se come el superávit energético (gastamos los ingresos de Vaca Muerte yendo a Disney). Sigue habiendo cepo para empresas y los dividendos no girados al exterior se
estiman en U$S7.000 millones que están esperando para salir en cuanto se libere. Y eso mismo es lo que frena nuevas inversiones que no tienen horizonte de poder girar ganancias.

Hay desequilibrio fiscal, porque hay un supuesto superávit financiero que, nos dicen, corre riesgo si las provincias reciben los fondos propios, si se aumentan los sueldos de los médicos de
un hospital, si se aumenta el monto de un bono para jubilados en $40.000 pesos. Si cualquier cosa destruye el superávit es que no hay tal superávit, sino postergación de gastos inevitables.
Y lo peor es la capitalización de los intereses que no se pagan hoy, aumentando el peso de los intereses futuros de la deuda que hoy se ignora y se capitaliza en nuevos bonos. Se bajan impuestos que no se traducen en mayor recaudación por crecimiento económico. No hay
mejoras de productividad, no hay obra pública, no hay privatizaciones que hagan prever mayores ingresos fiscales; no hay gestión ni reducción de la informalidad.

Hay desequilibrio financiero. Las tasas de interés son exorbitantes. Y mientras más altas, mayores los incentivos a la toma de ganancias en el mercado para transformarlas en dólares con precios contenidos por operaciones en el mercado de futuros que generan mayor
desequilibrio financiero. El ministro de Economía se lamenta de que no haya un mercado de capitales vigoroso cuando el presidente del Banco Central sube los encajes a niveles altísimos,
mientras la emisión de pesos es constante, reduciendo el crédito, para evitar la mayor demanda de dólares porque, si sube el tipo de cambio, no hay otras políticas antiinflacionarias.

Hay desequilibrio productivo. Desde que cierran empresas textiles, productoras de bienes de consumo, cierran quioscos, se van empresas multinacionales, no sube la inversión más que en
sectores extractivos o el agro (que tienen los salarios más bajos y los menores coeficientes de empleo de la economía). La apertura y el tipo de cambio bajo sostenido por el mismo gobierno
hacen que remplacemos producción nacional por importados, destruyendo puestos de trabajo locales, en blanco, con lo que el sistema previsional será cada vez más deficitario.

Hay desequilibrio social cuando aumenta el desempleo y la principal preocupación de la población dejó de ser la inflación para ser el nivel de precios, el miedo a perder el trabajo y la caída en la calidad de vida. La ficción de los salarios altos en dólares con dólar artificialmente bajo da por resultado que un trabajador necesite 13 años de su sueldo entero para acceder a su primera vivienda, según Reporte Inmobiliario, cuando durante la convertibilidad eran 4
años. Con la misma lógica, un alquiler de un ambiente se lleva el 75% de una jubilación mínima.

Entonces ¿dónde está la macro ordenada? Ayer el titular del Palacio de Hacienda expresó que había poco crédito en dólares…Claro: quiere más crédito mientras tienen que subir los encajes en pesos
para evitar la fuga hacia el dólar, aumentando las tasas de interés. ¿Dónde se ve la lógica de algún modelo de crecimiento? ¿Quién tomaría crédito en dólares cuando ni el propio FMI es
capaz de afirmar que la balanza de pagos es sustentable ya que el Gobierno no puede juntar reservas en dólares?

El panorama no es alentador. No hay coherencia macroeconómica ni sustentabilidad. No hay política antiinflacionaria más que el tipo de cambio bajo con apertura comercial. Y los peligros
de sostener estas políticas combinadas por mucho tiempo son la profundización de la crisis y el achicamiento de la economía. En ese caso, seguiríamos hablando de un tradicional ajuste recesivo sin ningún esfuerzo, ni siquiera, por ser creativos y pensar alguna política compensatoria. 

Esa es la crueldad de este ajuste: no hay políticas de contención más que el aumento de la Asignación Universal por Hijo.
Para revertir todas estas carencias ¿el Gobierno haría algo distinto en la segunda mitad de mandato? 
Difícilmente, por cuestiones ideológicas. Un eventual cambio de gabinete no supondría grandes giros en las políticas. Así que ya podemos intuir lo que quedará de herencia para el final de los cuatro años de mandato libertarios.

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jueves, agosto 07, 2025

Diálogo con el economista CAMILO TISCORNIA

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martes, agosto 05, 2025

Los hijos del Apothetai. O el hambre no es delito, es una emergencia

 Por Daniel Kiper


La historia, si sirve para algo, es para recordar lo que nunca debe repetirse. En la Esparta de Licurgo, los niños nacían, pero no todos eran aceptados. Si tenían una deformidad, si eran débiles o simplemente distintos, eran arrojados al Apothetai: una grieta en el monte Taigeto donde se los dejaba morir. No era venganza ni castigo. Era política de Estado. Se decía que era por el bien común.

Hoy no hay montes, pero sobran fosas. Hay montañas de decretos, resoluciones y vetos que, bajo el disfraz de la eficiencia o la libertad, excluyen a los jubilados, a los discapacitados y a los hambrientos. Cambia la geografía, pero no el principio: quien no sirve, estorba. Quien no produce, sobra. Y al que sobra, se lo expulsa. De la asistencia, del derecho, del plato de comida. Del país.

En la Argentina de hoy, la pobreza no solo es tolerada: es administrada. Se gestiona desde despachos revestidos de tecnocracia, donde palabras como “shock”, “ajuste” o “superávit” se usan como fórmulas mágicas para justificar lo inaceptable. Y se castiga, con saña, cuando la miseria se atreve a mostrar su rostro en la calle.

Esta semana, el presidente de la Nación vetó, en show de TV y entre risas, tres leyes de contenido social: una para recomponer ingresos jubilatorios, otra para declarar la emergencia en discapacidad, y una tercera para establecer una nueva moratoria previsional. Lo hizo con la naturalidad de quien firma un papel sin historia, sin consecuencias humanas, sin dolor.

Mientras tanto, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires avanza con una propuesta aún más escalofriante: imponer multas a quienes buscan comida en la basura. Penalizar el hambre. Convertir la necesidad en contravención. Como si el crimen no fuera el estómago vacío, sino la mano que se atreve a buscar entre restos.

Estas medidas no son simples errores de gestión. Son violaciones sistemáticas al derecho humano a la alimentación, a la salud, a la seguridad social, a la dignidad y a la vida, consagrados en tratados internacionales de jerarquía constitucional como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Convención Interamericana sobre Protección de los Derechos de las Personas Mayores.

Lo que estamos viendo no es un ajuste. Es lo que la doctrina llama crueldad institucionalizada: una política deliberada de descarte, en la que el Estado ya no falla en proteger, sino que castiga al que necesita protección. No muy distinta, en su lógica de fondo, a las prácticas que mancharon a las sociedades más fanáticas, más autoritarias y más deshumanizadas de la historia.

Esta tarde vi, bajo la sombra rota de un contenedor, a un hombre con hambre. No pedía. Buscaba. Se inclinaba sobre los residuos, no como un delincuente, sino como un náufrago que aún cree en la esperanza. Lo hacía con vergüenza, como si su necesidad fuera delito. Como si su vida molestara.

Me acerqué. Le ofrecí comida. Un plato. Un gesto. Una caricia. Nada más. Nada menos. Una solución minúscula ante una catástrofe inmensa.

El Estado, que debería estar allí, estaba ausente. O peor: estaba para multarlo.

Siempre dicen lo mismo: no hay plata. Pero sí hay recursos para pagarle a los fondos buitres intereses usurarios, para blindar a los mercados mientras se vacían hospitales y se apagan estufas en las escuelas. Sí hay plata para sostener cuevas financieras, pero no para sostener una silla de ruedas. Hay millones para custodiar bancos, pero no para garantizar un plato de sopa.

Y ahora, como si todo eso no bastara, también se propone castigar al hambriento.

Cuando era niño, no entendía aquel canto que hablaba de los “maderos de San Juan”. Piden pan, no les dan. Piden queso, les dan hueso. Les cortan el pescuezo. Me sonaba cruel, incomprensible. Hoy, ya viejo, entiendo: era una denuncia.

Por el niño que fui. Por el hombre que soy. Por los que hurgan. Por los que ya no pueden. Por los que todavía esperan. Escribo este testimonio del Estado de crueldad.